Cielo Riveros disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las piernas cuanto pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas, permitiéndole que saciara su lujuria arrojando las descargas de su impetuosa naturaleza. Los sentimientos lascivos más fuertes de Cielo Riveros se reavivaron con este segundo y firme ataque contra su persona, y su excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la abundancia de líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior. Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta continua corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los intrusos que se disponía a ocupar el puesto recién abandonado por el superior. Pero Cielo Riveros quedó atónita ante las proporciones del falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún no había acabado de quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un erecto miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el paso. De entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne, coronada por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía constreñido para evitar una prematura expulsión de jugos. Dos grandes y peludas bolas colgaban de su base, y completaban un cuadro a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la sangre de Cielo Riveros, cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y desproporcionado combate. —¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás albergar tamaña cosa dentro de mi personita? —Preguntó acongojada—. ¿Cómo me será posible soportarlo una vez que esté dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente. —Tendré mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada por los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de precederme. Cielo Riveros tentó el gigantesco pene. El sacerdote era endiabladamente feo, bajo y obeso, pero sus espaldas parecían las de un Hércules. La muchacha estaba poseída por una especie de locura erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para acentuar su deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una barra de acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer asaltante estaba encima de ella, y la joven, casi tan excitada como el padre, luchaba por empalarse con aquella terrible arma. Durante algunos minutos la proeza pareció imposible, no obstante la buena lubricación que ella había recibido con las anteriores inundaciones de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida, introdujo la enorme cabeza y Cielo Riveros lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y otra más; el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción, seguía penetrando. Cielo Riveros gritaba de angustia, y hacía esfuerzos sobrehumanos por deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida, otro grito de la víctima, y el sacerdote penetró hasta lo más profundo en su interior. Cielo Riveros se había desmayado. Los dos espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron en un principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel espectáculo. Y ciertamente así era, como lo evidenciaron después sus lascivos movimientos y el interés que pusieron en observar el más minucioso de los detalles. Correré un velo sobre las escenas de lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de aquel salvaje a medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la joven y Cielo Riveros muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un intervalo para devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre había descargado por dos veces en su interior antes de retirar su largo y vaporoso miembro, y el volumen de semen expelido fue tal, que cayó con ruido acompasado hasta formar un charco sobre el suelo de madera. Cuando por fin Cielo Riveros se recobró lo bastante para poder moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus delicadas partes hacían del todo necesario. SE SACARON ALGUNAS BOTELLAS DE VINO, de una cosecha rara y añeja, y bajo su poderosa influencia Cielo Riveros fue recobrando poco a poco su fortaleza. Transcurrida una hora, los tres curas consideraron que había tenido tiempo bastante para recuperarse, y comenzaron de nuevo a presentar síntomas de que deseaban volver a gozar de su persona. Excitada tanto por los efectos del vino como por la vista y el contacto con sus lascivos compañeros, la jovencita comenzó a extraer de debajo las sotanas los miembros de los tres curas. los cuales estaban evidentemente divertidos con la escena, puesto que no daban muestra alguna de recato. En menos de un minuto Cielo Riveros tuvo a la vista los tres grandes y enhiestos objetos. Los besó y jugueteó con ellos, aspirando la rara fragancia que emanaba de cada uno, y manoseando aquellos enardecidos dardos con toda el ansia de una consumada Chipriota. —Déjanos poderte —exclamó piadosamente el Superior, cuyo pene se encontraba en aquellos momentos en los labios de Cielo Riveros. —Amén —cantó Ambrosio. El tercer eclesiástico permaneció silencioso, pero su enorme artefacto amenazaba al cielo. Cielo Riveros fue invitada a escoger su primer asaltante en esta segunda vuelta. Eligió a Ambrosio, pero el Superior interfirió. Entretanto, aseguradas las puertas, los tres sacerdotes se desnudaron, ofreciendo así a la mirada de Cielo Riveros tres vigorosos campeones en la plenitud de la vida, armado cada uno de ellos con un membrudo dardo que, una vez más, surgía enhiesto de su parte frontal, y que oscilaba amenazante. —~Uf! ;Vaya monstruos! —exclamó la jovencita, cuya vergüenza no le impedía ir tentando, alternativamente, cada uno de aquellos temibles aparatos. A continuación, la sentaron en el borde de la mesa, y uno tras otro succionaron sus partes nobles, describiendo círculos con sus cálidas lenguas en torno a la húmeda hendidura colorada. en la que poco antes habían apaciguado su lujuria. Cielo Riveros se abandonó complacida a este juego, y abrió sus piernas cuanto pudo para agradecerlo. —Sugiero que nos lo chupe uno tras otro —propuso el Superior. —Bien dicho —corroboró el padre Clemente, el pelirrojo de temible erección—. Pero hasta el final. Yo quiero poseerla una vez mas. —De ninguna manera, Clemente —dijo el Superior—. Ya lo hiciste dos veces; ahora tienes que pasar a través de su garganta, o conformarte con nada. Cielo Riveros no quería en modo alguno verse sometida a otro ataque de parte de Clemente, por lo cual cortó la conversación por lo sano asiendo su voluminoso miembro, e introduciendo lo más que pudo de él entre sus lindos labios La muchacha succionaba suavemente hacia arriba y hacia abajo de la azulada nuez, haciendo pausas de vez en cuando para contener lo más posible en el interior de sus húmedos labios. Sus lindas manos se cerraban alrededor del largo y voluminoso dardo, y lo agarraban en un trémulo abrazo, mientras ella contemplaba cómo el monstruoso pene se endurecía cada vez más por efecto de las intensas sensaciones transmitidas por medio de sus toques. No tardó Clemente ni cinco minutos en empezar a lanzar aullidos que más se asemejaban a los lamentos de una bestia salvaje que a las exclamaciones surgidas de pulmones humanos, para acabar expeliendo semen en grandes cantidades a través de la garganta de la muchacha. Cielo Riveros retiró la piel del dardo para facilitar la emisión del chorro basta la última gota. El fluido de Clemente era tan espeso y cálido como abundante. y chorro tras chorro derramó todo el líquido en la boca de ella. Cielo Riveros se lo tragó todo. —He aquí una nueva experiencia sobre la que tengo que instruirte, hija mía —dijo el Superior cuando, a continuación, Cielo Riveros aplicó sus dulces labios a su ardiente miembro. —Hallarás en ella mayor motivo de dolor que de placer, pero los caminos de Venus son difíciles, y tienen que ser aprendidos y gozados gradualmente. —Me someteré a todas las pruebas, padrecito —replicó la muchacha—. Ahora ya tengo una idea más clara de mis deberes, y sé que soy una de las elegidas para aliviar los deseos de los buenos padres. —Así es, bija mía, y recibes por anticipado la bendición del cielo citando obedeces nuestros más insignificantes deseos, y te sometes a todas nuestras indicaciones, por extrañas e irregulares que parezcan. Dicho esto, tomó a la muchacha entre sus robustos brazos y la llevó una vez más al cofre acojinado, colocándola de cara a él, de manera que dejara expuestas sus desnudas y hermosas nalgas a los tres santos varones. Seguidamente, colocándose entre los muslos de su víctima, apuntó la cabeza de su tieso miembro hacía el pequeño orificio situado entre las rotundas nalgas de Cielo Riveros, y empujando su bien lubricada arma poco a poco comenzó a penetrar en su orificio, de manera novedosa y antinatural. —¡Oh, Dios! —gritó Cielo Riveros—. No es ése el camino. Las-……. ¡Por favor…! ¡Oh, por favor…! ¡Ah…! ¡Tened piedad! ¡Ob, compadeceos de mí! . . . ¡Madre santa! . . . ¡Me muero! Esta última exclamación le fue arrancada por una repentina y vigorosa embestida del Superior, la que provocó la introducción de su miembro de semental hasta la raíz. Cielo Riveros sintió que se había metido en el interior de su cuerpo hasta los testículos. Pasando su fuerte brazo en torno a sus caderas, se apretó Contra su dorso, y comenzó a restregarse contra sus nalgas con el miembro insertado tan adentro del recto de ella como le era posible penetrar. Las palpitaciones de placer se hacían sentir a todo lo largo del henchido miembro y, Cielo Riveros, mordiéndose los labios, aguardaba los movimientos del macho que bien sabía iban a comenzar para llevar su placer hasta el máximo. Los otros dos sacerdotes vejan aquello con envidiosa lujuria, mientras iniciaban una lenta masturbación. El Superior, enloquecido de placer por la estrechez de aquella nueva y deliciosa vaina, accioné en torno a las nalgas de Cielo Riveros hasta que, con una embestida final, llenó sus entrañas con una cálida descarga. Después, al tiempo que extraía del cuerpo de ella, su miembro, todavía erecto y vaporizante, declaré que había abierto una nueva ruta para el placer, y recomendó al padre Ambrosio que la aprovechara. Ambrosio, cuyos sentimientos en aquellos momentos deben ser mejor imaginados que descritos, ardía de deseo. El espectáculo del placer que habían experimentado sus cofrades le había provocado gradualmente un estado de excitación erótica que exigía perentoria satisfacción. —De acuerdo —grité—. Me introduciré por el templo de Sodoma, mientras tú llenarás con tu robusto centinela el de Venus. —Di mejor que con placer legítimo —repuso el Superior con una mueca sarcástica— . Sea como dices. Me placerá disfrutar nuevamente esta estrecha hendidura Cielo Riveros yacía todavía sobre su vientre, encima del lecho improvisado, con sus redondeces posteriores totalmente expuestas, más muerta que viva como consecuencia del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni una sola gota del semen que con tanta abundancia había sido derramado en su oscuro nicho había salido del mismo, pero por debajo su raja destilaba todavía la mezcla de las emisiones de ambos sacerdotes. Ambrosio la sujeté. Colocada a través de los muslos del Superior, Cielo Riveros se encontré con el llamado del todavía vigoroso miembro contra su colorada vulva. Lentamente lo guié hacia su interior, hundiéndose sobre él. Al fin entré totalmente, basta la raíz. Pero en ese momento el vigoroso Superior pasó sus brazos en torno a su cintura, para atraerla sobre sí y dejar sus amplias y deliciosas nalgas frente al ansioso miembro de Ambrosio, que se encamínó directamente hacía la ya bien humedecida abertura entre las dos lomas. Hubo que vencer las mil dificultades que se presentaron, pero al cabo el lascivo Ambrosio se sintió enterrado dentro de las entrañas de su víctima. Lentamente comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante del bien lubricado canal. Retardé lo más posible su desahogo. y pudo así gozar de las vigorosas arremetidas con que el Superior embestía a Cielo Riveros por delante. De pronto, exhalando un profundo suspiro, el Superior llegó al final, y Cielo Riveros sintió su sexo rápidamente invadido por la leche. No pudo resistir más y se vino abundantemente, mezclándose su derrame con los de sus asaltantes. Ambrosio, empero, no había malgastado todos sus recursos, y seguía manteniendo a la linda muchacha fuertemente empalada. Clemente no pudo resistir la oportunidad que le ofrecía el hecho de que el Superior se hubiera retirado para asearse, y se lanzó sobre el regazo de Cielo Riveros para conseguir casi enseguida penetrar en su interior, ahora liberalmente bañado de viscosos residuos. Con todo y lo enorme que era el monstruo del pelirrojo, Cielo Riveros encontré la manera de recibirlo y durante unos cuantos de los minutos que siguieron no se oyó otra cosa que los suspiros y los voluptuosos quejidos de los combatientes. En un momento dado sus movimientos se hicieron más agitados. Cielo Riveros sentía como que cada momento era su último instante. El enorme miembro de Ambrosio estaba insertado en su conducto posterior hasta los testículos, mientras que el gigantesco tronco de Clemente echaba espuma de nuevo en el interior de su vagina. La joven era sostenida por los dos hombres, con los pies bien levantados del suelo, y sustentada por la presión, ora del (rente, ora de atrás, como resultado de las embestidas con que los sacerdotes introducían sus excitados miembros por sus respectivos orificios. Cuando Cielo Riveros estaba a punto de perder el conocimiento, advirtió por el jadeo y la tremenda rigidez del bruto que tenía delante, que éste estaba a punto de descargar, y unos momentos después sintió la cálida inyección de flujo que el gigantesco pene enviaba en viscosos chorros. —¡Ah…! ¡Me vengo! —gritó Clemente, y diciendo esto inundó el interior de Cielo Riveros, con gran deleite de parte de ésta. —¡A mí también me llega! —gritó Ambrosio, alojando más adentro su poderoso miembro, al tiempo que lanzaba un chorro de leche dentro de los intestinos de Cielo Riveros. Así siguieron ambos vomitando el prolífico contenido de sus cuerpos en el interior del de Cielo Riveros, a la que proporcionaron con esta doble sensación un verdadero diluvio de goces. Cualquiera puede comprender que una pulga de inteligencia mediana tenía que estar ya asqueada de espectáculos tan desagradables como los que presencié y que creí era mi deber revelarlos. Pero ciertos sentimientos de amistad y de simpatía por la joven Cielo Riveros me impulsaron a permanecer aún en su compañía. Los sucesos vinieron a darme la razón y, como veremos mas tarde, determinaron mis movimientos en el futuro. No habían transcurrido más de tres días cuando la joven, a petición de ellos, se reunió con los tres sacerdotes en el mismo lugar. En esta oportunidad Cielo Riveros había puesto mucha atención en su “toilette”, y como resultado de ello aparecía más atractiva que nunca, vestida con sedas preciosas, ajustadas botas de cabritilla, y unos guantes pequeñísimos que hacían magnífico juego con el resto de las vestimentas. Los tres hombres quedaron arrobados a la vista de su persona, y la recibieron tan calurosamente, que pronto su sangre juvenil le afluyó a] rostro, inflamándolo de deseo. Se aseguró la puerta de inmediato, y enseguida cayeron al suelo los paños menores de Ion sacerdotes, y Cielo Riveros se vio rodeada por el trío y sometida a las más diversas caricias, al tiempo que contemplaba sus miembros desvergonzadamente desnudos y amenazadores. El Superior fue el primero en adelantarse con intención de gozar de Cielo Riveros. Colocándose descaradamente frente a ella la tomó en sus brazos, y cubrió de cálidos besos sus labios y su rostro. Cielo Riveros estaba tan excitada como él. Accediendo a su deseo, la muchacha se despojó de sus prendas interiores, conservando puestos su exquisito vestido, sus medias de seda y sus lindos zapatitos de cabritilla. Así se ofreció a la admiración y al lascivo manoseo de los padres. No pasó mucho antes de que el Superior, sumiéndose deliciosamente sobre su reclinada figura, se entregara por completo a sus juveniles encantos, y se diera a calar la estrecha hendidura, con resultados evidentemente satisfactorios. Empujando, prensando, restregándose contra ella, el Superior inició deliciosos movimientos, que dieron como resultado despertar tanto su susceptibilidad como la de su compañera. Lo revelaba su pene, cada vez más duro y de mayor tamaño. —¡Empuja! Oh, empuja más hondo! —murmuró Cielo Riveros. Entretanto Ambrosio y Clemente, cuyo deseo no admitía espera, trataron de apoderarse de alguna parte de la muchacha. Clemente puso su enorme miembro en la dulce mano de ella, y Ambrosio, sin acobardarse, trepó sobre el cofre y llevó la punta de su voluminoso pene a sus delicados labios. Al cabo de un momento el Superior dejó de asumir su lasciva posición. Cielo Riveros se alzó sobre el canto del cofre. Ante ella se encontraban los tres hombres, cada uno de ellos con el miembro erecto, presentando armas. La cabeza del enorme aparato de Clemente estaba casi volteada contra su craso vientre. El vestido de Cielo Riveros estaba recogido hasta su cintura, dejando expuestas sus piernas y muslos, y entre éstos la rosada y lujuriosa fisura, en aquellos momentos enrojecida y excitada por los rápidos movimientos de entrada y salida del miembro del Superior.—¡Un momento! —ordenó éste—. Vamos a poner orden en nuestros goces. Esta hermosa muchacha nos tiene que dar satisfacción a los tres: por lo tanto es menester que regulemos nuestros placeres permitiéndole que pueda soportar los ataques que desencadenemos. Por mi parte no me importa ser el primero o el segundo, pero como Ambrosio se viene como un asno, y llena de humo todas las regiones donde penetra, propongo pasar yo por delante. Desde luego, Clemente debería ocupar el tercer lugar, ya que con su enorme miembro puede partir en dos a la muchacha, y echaremos a perder nuestro juego. —La vez anterior yo fui el tercero —exclamó Clemente—. No veo razón alguna para que sea yo siempre el último. Reclamo el segundo lugar. —Está bien, así será —declaró el Superior—. Tú, Ambrosio, compartirás un nido resbaladizo. —No estoy conforme —replicó el decidido eclesiástico……. Si tú vas por delante, y Clemente tiene que ser el segundo, pasando por delante de mí, yo atacaré la retaguardia, y así verteré mi ofrenda por otra vía. —¡Hacerlo como os plazca! —gritó Cielo Riveros—. Lo aguantaré todo; pero, padrecitos, daos prisa en comenzar. Una vez más el Superior introdujo su arma, inserción que Cielo Riveros recibió con todo agrado. Lo abrazó, se apretó contra él, y recibió los chorros de su eyaculación con verdadera pasión extática de su parte. Seguidamente se presentó Clemente. Su monstruoso instrumento se encontraba ya entre las rollizas piernas de la joven Cielo Riveros. La desproporción resultaba evidente, pero el cura era tan fuerte y lujurioso como enorme en su tamaño, y tras de varias tentativas violentas e infructuosas, consiguió introducir-se. y comenzó a profundizar en las partes de ella con su miembro de mulo. No es posible dar una idea de la forma en que las terribles proporciones del pene de aquel hombre excitaban la lasciva imaginación de Cielo Riveros, como vano sería también intentar describir la frenética pasión que le despertaba el sentirse ensartada y distendida por el inmenso órgano genital del padre Clemente. Después de una lucha que se llevó diez minutos completos, Cielo Riveros acabó por recibir aquella ingente masa hasta los testículos, que se comprimían contra su ano. Cielo Riveros se abrió de piernas lo más posible, y le permitió al bruto que gozara a su antojo de sus encantos. Clemente no se mostraba ansioso por terminar con su deleite, y tardó un cuarto de hora en poner fin a su goce por medio de dos violentas descargas. Cielo Riveros las recibió con profundas muestras de deleite, y mezcló una copiosa emisión de su parte con los espesos derrames del lujurioso padre. Apenas había retirado Clemente su monstruoso miembro del interior de Cielo Riveros, cuando ésta cayó en los también poderosos brazos de Ambrosio, De acuerdo con lo que había manifestado anteriormente, Ambrosio dirigió su ataque a las nalgas, y con bárbara violencia introdujo la palpitante cabeza de su instrumento entre los tiernos pliegues del orificio trasero. En vano batallaba para poder alojarlo. La ancha cabeza de su arma era rechazada a cada nuevo asalto, no obstante la brutal lujuria con que trataba de introducirse, y el inconveniente que representaba el que se encontraban de pie. Pero Ambrosio no era fácil de derrotar. Lo intentó una y otra vez, hasta que en uno de sus ataques consiguió alojar la punta del pene en el delicioso orificio. Una vigorosa sacudida consiguió hacerlo penetrar unos cuantos centímetros más, y de una sola embestida el lascivo sacerdote consiguió enterrarlo hasta los testículos. Las hermosas nalgas de Cielo Riveros ejercían un especial atractivo sobre el lascivo sacerdote. Una vez que hubo logrado la penetración gracias a sus brutales esfuerzos, se sintió excitado en grado extremo, Empujó el largo y grueso miembro hacia adentro con verdadero éxtasis, sin importarle el dolor que provocaba con la dilatación, con tal de poder experimentar la delicia que le causaban las contracciones de las delicadas y juveniles partes íntimas de ella. Cielo Riveros lanzó un grito aterrador al sentirse empalada por el tieso miembro de su brutal violador, y empezó una desesperada lucha por escapar, pero Ambrosio la retuvo, pasando sus forzudos brazos en torno a su breve cintura, y consiguió mantenerse en el interior del febricitante cuerpo de Cielo Riveros, sin cejar en su esfuerzo invasor. Paso a paso, empeñada en esta lucha, la jovencita cruzó toda la estancia, sin que Ambrosio dejara de tenerla empalada por detrás. Como es lógico. este lascivo espectáculo tenía que surtir efecto en los espectadores. Un estallido de risas surgió de las gargantas de éstos, que comenzaron a aplaudir el vigor de su compañero, cuyo rostro, rojo y contraído, testimoniaba ampliamente sus placenteras emociones. Pero el espectáculo despertó. además de la hilaridad, los deseos de los dos testigos. cuyos miembros comenzaron a dar muestras de que en modo alguno se consideraban satisfechos. En su caminata, Cielo Riveros había llegado cerca del Superior, el cual la tomó en sus brazos, circunstancias que aprovechó Ambrosio para comenzar a mover su miembro dentro de las entrañas de ella, cuyo intenso calor le proporcionaba el mayor de los deleites. La posición en que se encontraban ponía los encantos naturales de Cielo Riveros a la altura de los labios del Superior, el cual instantáneamente los pegó a aquellos, dándose a succionar en la húmeda rendija. Pero la excitación provocada de esta manera exigía un disfrute más sólido, por lo que, tirando de la muchacha para que se arrodillará, al mismo tiempo que él tomaba asiento en su silla, puso en libertad a su ardiente miembro, y lo introdujo rápidamente dentro del suave vientre de ella. Así, Cielo Riveros se encontró de nuevo entre dos fuegos, y las fieras embestidas del padre Ambrosio por la retaguardia se vieron complementadas con los tórridos esfuerzos del padre Superior en otra dirección. Ambos nadaban en un mar de deleites sensuales: ambos se entregaban de lleno en las deliciosas sensaciones que experimentaban, mientras que su víctima, perforada por delante y por detrás por sus engrosados miembros, tenía que soportar de la mejor manera posible sus excitados movimientos. Pero todavía le aguardaba a la hermosa otra prueba de fuego, pues no bien el vigoroso Clemente pudo atestiguar la estrecha conjunción de sus compañeros, se sintió inflamado por la pasión, se montó en la silla por detrás del Superior, y tomando la cabeza de la pobre Cielo Riveros depositó su ardiente arma en sus rosados labios. Después avanzando su punta, en cuya estrecha apertura se apercibían ya prematuras gotas, la introdujo en la linda boca de la muchacha, mientras hacía qóce con su suave mano le frotara el duro y largo tronco. Entretanto Ambrosio sintió en el suyo los efectos del miembro introducido por delante por el Superior, mientras que el de éste, igualmente excitado por la acción trasera del padre, sentía aproximarse los espasmos que acompañan a la eyaculación. Empero, Clemente fue el primero en descargar, y arrojó un abundante chaparrón en la garganta de la pequeña Cielo Riveros. Le siguió Ambrosio, que, echándose sobre sus espaldas, lanzó un torrente de leche en sus intestinos, al propio tiempo que el Superior inundaba su matriz. Así rodeada, Cielo Riveros recibió la descarga unida de los tres vigorosos sacerdotes. TRES DÍAS DESPUES DE LOS ACONTECIMIENTOS relatados en las páginas precedentes, Cielo Riveros compareció tan sonrosada y encantadora como siempre en el salón de recibimiento de su tío. En el ínterin, mis movimientos habían sido erráticos, ya que en modo alguno era escaso mi apetito, y cualquier nuevo semblante posee para mí siempre cierto atractivo, que me hace no prolongar demasiado la residencia en un solo punto. Fue así como alcancé a oír una conversación que no dejó de sorprenderme algo, y que no vacilo en revelar pues está directamente relacionada con los sucesos que refiero. Por medio de ella tuve conocimiento del fondo y la sutileza de carácter del astuto padre Ambrosio. No voy a reproducir aquí su discurso, tal como lo oí desde mi posición ventajosa. Bastará con que mencione los puntos principales de su exposición, y que informe acerca de sus objetivos. Era manifestó que Ambrosio estaba inconforme y desconcertado por la súbita participación de sus cofrades en la última de sus adquisiciones, y maquinó un osado y diabólico plan para frustrar su interferencia, al mismo tiempo que para presentarlo a él como completamente ajeno a la maniobra. En resumen, y con tal fin, Ambrosio acudió directamente al tío de Cielo Riveros, y le relató cómo había sorprendido a su sobrina y a su joven amante en el abrazo de Cupido, en forma que no dejaba duda acerca de que había recibido el último testimonio de la pasión del muchacho, y correspondido a ella. Al dar este paso el malvado sacerdote presequía una finalidad ulterior. Conocía sobradamente el carácter del hombre con el que trataba, y también sabía que una parte importante de su propia vida real no era del todo desconocida del tío. En efecto, la pareja se entendía a la perfección. Ambrosio era hombre de fuertes pasiones, sumamente erótico, y lo mismo suceda con el tío de Cielo Riveros. Este último se había confesado a fondo con Ambrosio, y en el curso de sus confesiones había revelado unos deseos tan irregulares, que el sacerdote no tenía duda alguna de que lograría hacerle partícipe del plan que había imaginado. Los ojos del señor Verbouc hacía tiempo que habían codiciado en secreto a su sobrina. Se lo había confesado. Ahora Ambrosio le aportaba pruebas que abrían sus ojos a la realidad de que ella había comenzado a abrigar sentimientos de la misma naturaleza hacia el sexo opuesto. La condición de Ambrosio se le vino a la mente. Era su confesor espiritual, y le pidió consejo. El santo varón le dio a entender que había llegado su oportunidad, y que redundaría en ventaja para ambos compartir el premio. Esta proposición tocó una fibra sensible en el carácter de Verbouc, la cual Ambrosio no ignoraba. Si algo podía proporcionarle un verdadero goce sensual, o ponerle más encanto al mismo, era presenciar el acto de la cópula carnal, y completar luego su satisfacción con una segunda penetración de su parte, para eyacular en el cuerpo del propio paciente. El pacto quedó así sellado. Se buscó la oportunidad que garantizara el necesario secreto (la tía de Cielo Riveros era una minusválida que no salía de su habitación>, y Ambrosio preparó a Cielo Riveros para el suceso que iba a desarrollarse. Después de un discurso preliminar, en el que le advirtió que no debía decir una sola palabra acerca de su intimidad anterior, y tras de informarle que su tío había sabido, quién sabe por qué conducto, lo ocurrido con su novio, le fue revelando poco a poco los proyectos que había elaborado. Incluso le habló de la pasión que había despertado en su tío, para decirle después, lisa y llanamente, que la mejor manera de evitar su profundo resentimiento sería mostrarse obediente a sus requerimientos, fuesen los que fuesen. El señor Verbouc era un hombre sano y de robusta constitución, que rondaba los cincuenta años. Como tío suyo que era, siempre le había inspirado profundo respeto a Cielo Riveros, sentimiento en el que estaba mezclado algo de temor por su autoritaria presencia. Se había hecho cargo de ella desde la muerte de su hermano, y la trató siempre, si no con afecto, tampoco con despego, aunque con reservas que eran naturales dado su carácter. Evidentemente Cielo Riveros no tenía razón alguna para esperar clemencia de su parte en una ocasión tal, ni siquiera que su pariente encontrara una excusa para ella. No me explayaré en el primer cuarto de hora, las lágrimas de Cielo Riveros, el embarazo con que recibió los abrazos demasiado tiernos de su tío, y las bien merecidas censuras. La interesante comedia siguió por pasos contados, hasta que el señor Verbouc colocó a su hermosa sobrina sobre sus piernas, para revelarle audazmente el propósito que se había formulado de poseerla. —No debes ofrecer una resistencia tonta, Cielo Riveros —explicó su tío—. No dudaré ni aparentaré recato. Basta con que este buen padre haya santificado la operación, para que posea tu cuerpo de igual manera que tu imprudente compañerito lo gozó ya con tu consentimiento. Cielo Riveros estaba profundamente confundida. Aunque sensual, como hemos visto ya, y hasta un punto que no es habitual en una edad tan tierna como la suya, se había educado en el seno de las estrictas conveniencias creadas por el severo y repelente carácter de su pariente. Todo lo espantoso del delito que se le proponía aparecía ante sus ojos. Ni siquiera la presencia y supuesta aquiescencia del padre Ambrosio podían aminorar el recelo con que contemplaba la terrible proposición que se le hacía abiertamente. Cielo Riveros temblaba de sorpresa y de terror ante la naturaleza del delito propuesto. Esta nueva actitud la ofendía. El cambio habido entre el reservado y severo tío, cuya cólera siempre había lamentado y temido, y cuyos preceptos estaba habituada a recibir con reverencia, y aquel ardiente admirador, sediento de los favores que ella acababa de conceder a otro, la afectó profundamente, aturdiéndola y disgustándola Entretanto el señor Verbouc, que evidentemente no estaba dispuesto a concederle tiempo para reflexionar. y cuya excitación era visible en múltiples aspectos, tomó a su joven sobrina en sus brazos, y no obstante su renuencia, cubrió su cara y su garganta de besos apasionados y prohibidos. Ambrosio, hacia el cual se había vuelto la muchacha ante esta exigencia, no le proporcionó alivio; antes al contrario, con una torva sonrisa provocada por la emoción ajena, alentaba a aquél con secretas miradas a seguir adelante con la satisfacción de su placer y su lujuria. En tales circunstancias adversas toda resistencia sc hacía difícil. Cielo Riveros era joven e infinitamente impotente, por comparación. bajo el firme abrazo de su pariente. Llevado al frenesí por el contacto y las obscenas caricias que se permitía, Verbone se dispuso con redoblado afán a posesionarse de la persona de su sobrina. Sus nerviosos dedos apresaban va el hermoso satín de sus muslos. Otro empujón firme, y no obstante que Cielo Riveros sequía cerrándolos firmemente en defensa de su sexo, la lasciva mano alcanzó los rosados labios del mismo, y los dedos temblorosos separaron la cerrada y húmeda hendidura, fortificación que defendía su recato. Hasta ese momento Ambrosio no había sido más que un callado observador del excitante conflicto. Pero no llegar a este punto se adelantó también, y pasando su poderoso brazo izquierdo en torno a la esbelta cintura de la muchacha, encerró en su derecha las dos pequeñas manos de ella, las que, así sujetas, la dejaban fácilmente a merced de las lascivas caricias de su pariente. —Por caridad —suplico ella, jadeante por sus esfuerzos—. ¡Soltadme! ¡Es demasiado horrible! ¡Es monstruoso! ¿Cómo podéis ser tan crueles? ¡Estoy perdida! —En modo alguno estás perdida linda sobrina —replicó el tío—. Sólo despierta a los placeres que Venus reserva para sus devotos, y cuyo amor guarda para aquellos que tienen la valentía de disfrutadlos mientras les es posible hacerlo. —He sido espantosamente engañada —gritó Cielo Riveros, poco convencida por esta ingeniosa explicación—. Lo veo todo claramente. ¡Qué vergüenza! No puedo permitíroslo. no puedo! ¡Oh, no de ninguna manera! ¡Madre santa! ¡Soltadne, tío! ¡Oh! ¡Oh! —Estate tranquila, Cielo Riveros, Tienes que someterte. Sí no me lo permites de otra manera, lo tomaré por la fuerza. Así que abre estas lindas piernas; déjame sentir el exquisito calorcito de estos suaves y lascivos muslos; permíteme que ponga mí mano sobre este Memorias De Una Pulga Página 45 de 113 divino vientre… ¡Estate quieta, loquita! Al fin eres mía. ¡Oh, cuánto he esperado esto, Cielo Riveros! Sin embargo, Cielo Riveros ofrecía todavía cierta resistencia, que sólo servía para excitar todavía más el anormal apetito de su asaltante, mientras Ambrosio la seguía sujetando firmemente. —¡Oh, qué hermosas nalgas! —exclamó Verbouc, mientras deslizaba sus intrusas manos por los aterciopelados muslos de la pobre Cielo Riveros, y acariciaba los redondos mofletes de sus posaderas—. ¡Ah, qué glorioso coño! Ahora es todo para mí, y será debidamente festejado en el momento oportuno. —¡Soltadme! —gritaba Cielo Riveros—. ;Oh. oh! Estas últimas exclamaciones surgieron de la garganta de la atormentada muchacha mientras entre los dos hombres se la forzaba a ponerla de espaldas sobre un sofá próximo. Cuando cayó sobre él se vio obligada a recostarse, por obra del forzudo Ambrosio, mientras el señor Verbouc, que había levantado los vestidos de ella para poner al descubierto sus piernas enfundadas en medias de seda, y las formas exquisitas de su sobrina, se hacía para atrás por un momento para disfrutar la indecente exhibición que Cielo Riveros se veía forzada a hacer. —Tío ¿estáis loco? -gritó Cielo Riveros una vez más, mientras que con sus temblorosas extremidades luchaba en vano por esconder las lujuriosas desnudeces exhibidas en toda su crudeza—. ¡Por favor, soltadme! —Sí, Cielo Riveros, estoy loco, loco de pasión por ti, loco de lujuria por poseerte, por disfrutarte, por saciarme con tu cuerpo. La resistencia es inútil. Se hará mi voluntad, y disfrutaré de estos lindos encantos; en el interior de esta estrecha y pequeña funda. Al tiempo que decía esto, el señor Verbouc se aprestaba al acto final del incestuoso drama. Desabrochó sus prendas inferiores, y sin consideración alguna de recato exhibió licenciosamente ante los ojos de su sobrina las voluminosas y rubícundas proporciones de su excitado miembro que, erecto y radiante, veía hacia ella con aire amenazador. Un instante después se arrojó sobre su presa, firmemente sostenida sobre sus espaldas por el sacerdote, y aplicando su arma rampante contra el tierno orificio, trató de realizar la conjunción insertando aquel miembro de largas y anchas proporciones en el cuerpo de su sobrina. Pero las continuas contorsiones del lindo cuerpo de Cielo Riveros, el disgusto y horror que se habían apoderado de la misma, y las inadecuadas dimensiones de sus no maduras partes, constituían efectivos impedimentos para que el tío alcanzara la victoria que esperó conseguir fácilmente, Nunca deseé más ardientemente que en aquellos momentos contribuir a desarmar a un campeón, y enternecida por los lamentos de la gentil Cielo Riveros, con el cuerpo de una pulga, pero con el alma de una avispa, me lancé de un brinco al rescate. Hundir mi lanceta en la sensible cubierta del escroto del señor Verbouc fue cuestión de un segundo, y surtió el efecto deseado. Una aguda sensación de dolor y comezón hicieron detenerse. El intervalo fue fatal, ya que unos momentos después los muslos y el vientre de la joven Cielo Riveros se vieron cubiertos por el líquido que atestiguaba el vigor de su incestuoso pariente. Las maldiciones, dichas no en voz alta, pero sí desde lo más hondo, siguieron a este inesperado contratiempo. El aspirante a violador tuvo que retirarse de su ventajosa posición e, incapaz de proseguir la batalla, retiró el arma inútil. No bien hubo librado el señor Verbouc a su sobrina de la molesta situación en que se encontraba, cuando el padre Ambrosio comenzó a manifestar la violencia de su propia excitación, provocada por la pasiva contemplación de la erótica escena. Mientras daba satisfacción al sentido del acto, manteniendo firmemente asida con su poderoso abrazo a Cielo Riveros, su hábito no pedía disimular por la parte delantera del estado de rigidez que su miembro había adquirido. Su temible arma, desdeñando al parecer las limitaciones impuestas por la ropa, se abrió paso entre ellas para aparecer protuberante, con su redonda cabeza desnuda y palpitante por el ansia de disfrute. —¡Ah! exclamó el otro, lanzando una lasciva mirada al distendido miembro de su confesor—. He aquí un campeón que no conocerá la derrota, lo garantizo —y tomándolo deliberadamente en sus manos, dióse a manipularlo con evidente deleite. — ;Qué monstruo! ¡Cuán fuerte es y cuán tieso se mantiene! El padre Ambrosio se levantó, denunciando la intensidad de su deseo por lo encendido cíe1 rostro, y colocando a la asustada Cielo Riveros en posición más propicia, llevó su roja protuberancia a la húmeda abertura, y procedió a introducirla dentro con desesperado esfuerzo. Dolor, excitación y anhelo vehemente recorrían todo el sistema nervioso de la víctima de su lujuria a cada nuevo empujón. Aunque no era esta la primera vez que el padre Ambrosio haba tocado entradas como aquélla, cubierta de musgo, el hecho de que estuviera presente su tío, lo indecoroso de toda la escena, el profundo convencimiento —que por vez primera se le hacía presente— del engaño de que habla sido víctima por parte del padre y de su egoísmo, fueron elementos que se combinaron para sofocar en su interior aquellas extremas sensaciones de placer que tan poderosamente se habían manifestado otrora. Pero la actuación de Ambrosio no le dio tiempo a Cielo Riveros para reflexionar, ya que al sentir la suave presión, como la de un guante, de su delicada vaina, se apresuró a completar la conjunción lanzándose con unas pocas vigorosas y diestras embestidas a hundir su miembro en el cuerpo de ella hasta los testículos. Siguió un intervalo de refocilamíento bárbaro, de rápidas acometidas y presiones, firmes y continuas, hasta que un murmullo sordo en la garganta de Cielo Riveros anunció que la naturaleza reclamaba en ella sus derechos, y que el combate amoroso había llegado a la crisis exquisita, en la que espasmos de indescriptible placer recorren rápida y voluptuosamente el sistema nervioso; con la cabeza echada hacia atrás, los labios partidos y los dedos crispados, su cuerpo adquirió la rigidez inherente a estos absorbentes efectos, en el curso de los cuales la ninfa derrama su juvenil esencia para mezclarla con los chorros evacuados por su amante. El contorsionado cuerpo de Cielo Riveros, sus ojos vidriosos y sus manos temblorosas, revelaban a las claras su estado, sin necesidad de que lo delatara también el susurro de éxtasis que se escapaba trabajosamente de sus labios temblorosos. La masa entera de aquella potente arma, ahora bien lubricada, trabajaba deliciosamente en sus juveniles partes. La excitación de Ambrosio iba en aumento por momentos, y su miembro, rígido como el hierro, amenazaba a cada empujón con descargar su viscosa esencia. —¡Oh, no puedo aguantar más! ¡Siento que me viene la leche, Verbouc! Tiene usted que joderla. Es deliciosa. Su vaina me ajusta como un guante. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Más vigorosas y más frecuentes embestidas —un brinco poderoso— una verdadera sumersión del robusto hombre dentro de la débil figurita de ella, un abrazo apretado, y Cielo Riveros, con inefable placer, sintió la cálida inyección que su violador derramaba en chorros espesos y viscosos muy adentro de sus tiernas entrañas. Ambrosio retiro su vaporizante pene con evidente desgano, dejando expuestas las relucientes partes de la jovencita, de las cuales manaba una espesa masa de secreciones. —Bien —exclamó Verbouc, sobre quien la escena había producido efectos sumamente excitantes—. Ahora me llegó el turno, buen padre Ambrosio. Ha gozado usted a mi sobrina bajo mis ojos conforme lo deseaba, y a fe mía que ha sido bien violada. Ella ha compartido los placeres con usted; mis previsiones se han visto confirmadas; puede recibir y puede disfrutar, y uno puede saciarse en su cuerpo. Bien. Voy a empezar. Al fin llegó mi oportunidad; ahora no puede escapárseme. Daré satisfacción a un deseo largamente acariciado. Apaciguaré esa insaciable sed de lujuria que despierta en mí la hija de mí hermano. Observad este miembro; ahora levanta su roja cabeza. Expresa mi deseo por ti, Cielo Riveros. Siente, mi querida sobrina, cuánto se han endurecido los testículos de tu tío. Se han llenado para ti. Eres tú quien ha logrado que esta cosa se haya agrandado y enderezado tanto: eres tú la destinada a proporcionarle alivio. ¡Descubre su cabeza, Cielo Riveros! Tranquila, mi chiquilla; permitidme llevar tu mano. ¡Oh, déjate de tonterías! Sin rubores ni recato. Sin resistencia. ¿Puedes advertir su longitud? Tienes que recibirlo todo en esa caliente rendija que el padre Ambrosio acaba de rellenar tan bien. ¿Puedes ver los grandes globos que penden por debajo, Cielo Riveros? Están llenos del semen que voy a descargar para goce tuyo y mío. Sí, Cielo Riveros, en el vientre de la hija de mi hermano. La idea del terrible incesto que se proponía consumar ana-día combustible al fuego de su excitación, y le provocaba una superabundante sensación de lasciva impaciencia, revelada tanto por su enrojecida apariencia, como por la erección del dardo con el que amenazaba las húmedas partes de Cielo Riveros. El señor Verbouc tomó medidas de seguridad. No había, en realidad, y tal como lo había dicho, escapatoria para Cielo Riveros. Se subió sobre su cuerpo y le abrió las piernas, mientras Ambrosio la mantenía firmemente sujeta. El violador vio llegada la oportunidad. El camino estaba abierto, los blancos muslos bien separados, los rojos y húmedos labios del coño de la linda jovencita frente a él.
Cielo Yamile Riveros mis memorias mis sexuales con los curas 3
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.
Memorias de una pulga, un clasico de la literatura erótica, simplemente cambiando el nombre de Bella por el de Cielo Yamile R. no le veo para nada la creatividad…