Fetichismo Heterosexual Tabú

De mi obsesión por el ano de mis alumnas 2 – Salomé

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©Stregoika, 2021
El profe Christian recibe un ultimátum de su novia
La mañana del 16 de Diciembre de ese año, todos llegaron a tiempo. Se pusieron a atravesar festones de edificio a edificio del centro comunitario, a pintar los separadores de verde y rojo y pintar monaditas alusivas a navidad en el pavimento. Casi todas las chicas, para trabajar al rayo de sol con comodidad, estaban en lycra, y las que no, estaban en pantaloneta de atletismo, muy corta y holgada. Hacía tres o cuatro días que me había merendado el apetitoso orto de Bibiana, antes del partido de la final de soccer (perdieron). Pero desde entonces no había hecho nada más, situación que me tenía en un agónico verano.
   Me paré en medio del patio principal y vi a toda la gallada de chicos en su bulliciosa actividad de decoración, y me dije: “Amo este este lugar, y amo mi trabajo”.
   —¿El profe Christian va a rezar la novena? —me saludó Salomé.
   Pero su saludo era fuera de lo normal, ya que ella no llevaba colgado su carné de patinaje, no estaba en pinta para trabajar y evidentemente acababa de llegar.
  —Yo sí, pero parece que tú no. ¿Quieres que te suspendan? —repliqué, con agudeza de docente.
   —No, profe —empezó a sonreír como consentida, más hacia a un lado de la boca que el otro y meciéndose—, es que no voy a estar. Necesito que usted me haga un inmenso favor —concluyó, subiendo una ceja y mordiéndose el labio de abajo. Me miraba con esa maldita dulzura que me vuelve estúpido, poniendo la cara hacia abajo como si quisiera mirar sus manos, pero dejando sus ojos en mí.

Salomé era una de las chicas más hermosas de patinaje. De esas tipas que tienen la cara anchita, por ser de familia de genes fuertes. Por eso mismo era de complexión robusta. Si Salomé practicara algún arte marcial, sería una grande, así como Gina Carano o Ronda Rousey. Pero su expresión no le cumplía a su físico, pues mantenía sus enormes ojos claros y sus cejas pobladas en posición que decía, en letritas rosadas y con corazones: “Quiéreme”.
   Su cabello estaba al natural, pues apenas era un telón de liso pelo castaño de cada lado. Y lo que empeoraba todo para los —como yo— vitaliciamente enamorados de las adolescentes, es que tenía unas cuantas salpicaduras de pecas que iban desde su pómulo izquierdo hasta el derecho, incluyendo el dorso de la nariz. Misma salpicadura la tenía la parte alta de su pecho. Se la vi cuando la nena, que por cierto, tenía 16; estaba matriculándose en el taller de patinaje. Iba de vestido, por alguna razón, misma que me hizo ver por primera vez ese par de piernas que… insisto. Ella debería aprender a hacer patadas voladoras. Derribaría a un hombre.

   —¿Qué favor necesitas? —pregunté.
   Me imaginaba de todo, y haría lo que fuera por ella.
   —Es que… —miró a su alrededor arqueando el entrecejo— es que necesito que me haga cuarto, profe Christian.
   Para terminar de decirlo, había unido las manos en frente de sí y enrollado un brazo sobre el otro. Me clavó su mirada de ángel, también. Sentí ganas de casarme con ella y me la imaginé en traje de novia con su ramo a dos manos. Pero no, estaba en realidad en overol de mezclilla de bota corta —no podía ir nunca sin mostrar ese pedazo de par de piernas— y tenis. Debajo solo tenía un ceñido top de color verde ácido.
   Solo por si acaso: “Hacer cuarto” significa “poner una coartada”. Al oírla decirlo, sentí una pulsadita en la próstata. Me proponía que le encubriera algo, y yo podría sacar provecho.
   En mi país hay un onceavo mandamiento: “No dar papaya”, y ella lo estaba violando. Y hay un décimo-segundo mandamiento: “No dejar pasar papaya”, y yo no pensaba violarlo. Y había, para refuerzo, un popular dicho: “A papaya ponida, papaya partida”.
   —¿Qué necesitas que haga, linda? —le sonreí, para generar confianza en ella.
   —Decir que estoy aquí —se entusiasmó y dio un brinquito con los talones—, sólo si llaman.
   —Pero… y ¿por qué sabes que me van a llamar a mí? ¿Y si no? Tendrías qué pedir que te hicieran cuarto a todos los instructores —crucé los brazos y me acerqué un paso a ella—. ¿Qué vas a hacer y, estás segura que lo planeaste bien?
Sí, todo está medido —elevó carita hacia mí y toco mis brazos con una palma—, ay profe, diga que sí.
   —Y ¿Por qué me has elegido? —Pregunté
   —Ay, prof, porque usted… Ay, de usted hablan harto y re-bien. Dicen que usted es un lindo con nosotros. Bibiana me dió su número, y yo se lo dí a mis abuelos.

Fué cuando le exigí toda la información. La muy tramposa se había metido al curso vacacional de patinaje para hacer una pilatuna. Quería quedarse con sus abuelos, que vivían cerca, sólo porque ellos eran más fáciles de engañar que sus padres, y así podría irse con su novio a follar durante un día con su noche. Bueno, lo de la intención específica de follar, lo deduje yo solo.
   “Diosa hermosa, si lo que quieres es verga, no tenías que armar semejante novela” Pensé. “Aquí hay lengua, besos, verga y leche para tu todos tu preciosos orificios, mamasita rica”.
   Accedí, pero obviamente le puse mi condición. Le indiqué el precio de mi complicidad.
   —Yo te ayudo y te guardo el secreto, Pero debes hacer algo por mí, Salomé.
   —¿Dime? —preguntó, con un adorable tono de escepticismo.
   —Ven conmigo —la tomé de la mano y la conduje al otro lado del centro comunitario, donde no había nadie.
   Entramos a un aula de sistemas que estaba en desuso temporalmente, por las fechas.
   —¿Por qué tienes llaves de sistemas? —me preguntó.
   —Tengo copia de las llaves de casi todas partes —sacudí mi llavero—, porque, no te han dicho mentiras de mi: Soy un “lindo”. Yo hago favores, pero el chiste de hacer favores es que, cuando uno necesite algo, también los otros hagan algo por uno.
   Entramos y cerré la puerta. Ella se colgó el pelo detrás de la oreja y me puso cara de interrogante.
   —¿Qué quieres, profe?
   Mi respuesta se limitó a una amorosa caricia con el dorso de mi dedos, en su pómulo y mejilla. Ella me recorrió de arriba a abajo con su asustada mirada.
   —Tú me gustas, Salomé —le expliqué.
   Ella acabó de esconder la cara, viendo hacia abajo. Sin decir nada, se dio la vuelta, abrió la puerta y se fué. Yo, sonreí enternecido. Pero, antes que un pensamiento más pudiera pasar por mi mente, otro cuerpo delgado y exquisito de adolescente, ocupó el umbral de la puerta. La chica de quince, tenía una cabellera que era estilo ricitos pero no de oro sino de bronce. Llevaba una brocha untada de pintura roja, esgrimida en su mano.
   —¿Haciendo travesuras tan temprano, profesor Christian? —me preguntó, en obvio tono de picardía.
   Me palpitó el corazón. Era Maryory, mi novia oficial. Devota de mi habilidad de proporcionar placer, y más pervertida que yo. A lo largo de mis relatos verán porqué.
   Estaba, como las demás, en corta lycra. La de ella era blanca. Además llevaba una fea camisa polo de manga larga, de hombre, que le quedaba escurrida, con los colores del saco de Freddy Krueger. Tenía salpicaduras de pintura roja en él y en la pantalonetita de andar en bici. Además, tenía marcas de pintura en las piernas y una en la mejilla que eran obvio producto de jugar con sus amigos. Eran marcas de dedos arrastrados.
   —¿Cómo se me ven los chachos, desde ahí? —preguntó y alzó más la brocha, impulsando una fatal salpicadura de pintura hacia mí.
   —¡No! —prácticamente grité— ¡Esta ropa no es de trabajo!
   Logré disuadirla del ataque, pero ella entró, cerró la puerta y anduvo hacia mí. Agregó en tono de sarcasmo:
   —¿Me vas a dar lo que Salomé no quiso que le dieras?
   —Para tí voy a estar siempre disponible, bizcochito.

Me lancé sobre ella y le subí esa despreciable camisa. Descubrir su dorso de atleta de piel trigueña, me proporcionó el corrientazo que necesitaba. Siempre había pensado que las adolescentes tienen, de gratis, el cuerpo que las modelos adultas deben cuidar con toneladas de esfuerzo. Maryory subió los brazos para que yo retirara la camisa, y su vientre se estiró de tal modo sensual que me sentí afortunado. Toda su área abdominal era plana como cancha de tenis y tenía el contorno de una letra V, clavada en unas caderas que te invitaban a morderlas, como si fueran ponqué. De hecho, lo hice. “¡Auff!” se quejó ella al sentir mis dientes. Subí la mirada y vi su cara en medio del espacio entre sus pequeños senos, que todavía llevaban encima un ligero y liso brasiér blanco.
   Maryory sonrió y me dijo:
   —¡Mira!
   Señaló su ombligo.
   —¿Qué? —levanté un lado de la boca.
   —Cómelo.
   —¿Tu ombligo? Bueno. —acepté sin discusión.
   Le besé su precioso ombligo y luego se lo lamí. Mientras ‘comía’, ella logró controlar la risa y me explicó:
   —Esa es la única argollita que me vas a chupar hoy.
   Entonces la miŕe con cara de niño al que le acabaron de decir “ya no vamos a Disneylandia”, y le pregunté:
   —¿Por qué?
   —Por perro —explicó, como si tal cosa—. Si te gusta la loba de la Salomé debiste decírmelo. Ya estarías con ella —dijo, estirando los labios hacia adelante, sobre-segura de lo que decía.
   Le bajé de un halonazo el bicicletero de lycra blanca. Quedó en tanga de desteñido y opaco color negro. Tomé a mi novia por las caderas y la volteé. Iba a meterle la lengua entre el culito y hacerle círculos, pero ella volvió a ponerse de frente con fuerza. Se haló hacia un lado la tanga. Su vagina emergió a la luz, primero un labio, y después el otro, que primero se atoró en la tanga, se separó del otro labio y luego volvió a su lugar como un resorte. Mi Maryory estaba húmeda.
   —Cómete esta —me dijo.
   —Bueno —acepté sin dilación. ¿Para qué discutir?
   Qué rico aroma el de su piel ligeramente sudada por la actividad. Con la boca pegada a su sexo, dije:
   —¿Por qué “loba”? Ella no es loba —me refería a Salomé.
Ella no podía contestar aún, porque, la impresión de mi boca succionándole el clítoris  le ganó:
   —¡Uhy! Tsss… ¡uff!
   Por ello, aumenté la intensidad de mi comida de coño. Le sabía muy rico porque ya había estado agachada pintando sardineles y acumulando calor y sudando un poco. Pero se esforzó para responder mi pregunta:
   —No ¿qué va? Tsss… Antes de cuadrarnos tú y yo, ¡uhy! También decías que ¡uff! Christian! … que yo no era loba… ¡Ummm!
   Su diminuta joya de color rubí estaba presa en una fosa hecha por mis labios, estirándose y contrayéndose a ritmo de mis chupadas. Como empezó a temblar, me daba leves rodillazos en el estomago. “Ya la encendí” me dije, y puse una mano detrás de ella y otra adelante, para darle vuelta. La giré y me dispuse comerle su jugoso culo… pero… ella usó mi fuerza en mi contra. Siguió dando la vuelta y volvió a quedar frente a mí. Puso su índice ante mis ojos y me regañó:
   —Ya te dije que no. ¡Estás castigado por perro! ¿Qué pasa que no me la chupas?
   Volví a empezar a mamar.
   —Buen chico —me acarició la cabeza—. ¿Tú crees que soy bajada del zarzo?
   Dije “por qué”, pero el sonido fue demasiado gracioso, debido que hablé sin dejar de masajearle su panocha entera con mis labios.
   —Porque Bibiana —respondió ella— jugó la final sin medias. Yo sé el porqué una sardina de aquí se quita las medias. A mí e tocó quitármelas también varias veces —entonces apartó mi cabeza de sí con una mano en mi frente y me acusó—: ‘señor rarito con adicción al ojo del culo’.
   Me sentí atrapado y no pude sino darle un tierno beso en la vagina, mirándola a los ojos.
   —Con carita de perro no me vas a conmover ¡Chupa!
   Volvía a formar la fosa con mis labios y a atrapar su pequeña cosita, lo cual era difícil sin ayudarse con las manos.
   —Lo que tienes qué hacer es —siguió ella— ¡uff! Es asegurarte de que el mío… ¡tssss ah! …es el número… ¡Ah! …el número  uno… Uhmmm! Te voy a ayudar a… ¡Uich! …que Salomé te diga que… ¡Uhmmm! … que sí, y… ¡AGHH!
   Ya estaba moviendo la pelvis en círculos, pero seguramente la corriente fué tanta que se apartó. Se agarró la panocha y después de tomar aire, terminó su mensaje:
   —Le comes lo que quieras comerle y me cuentas. Porque si no soy la número uno, no quiero ser ningún otro número ¿Entendido?
   —Sí señora.
   —Y si no soy la número uno, no te vuelvo a dar lo que te gusta —se dió vuelta y se agachó con las piernas ligeramente abiertas.
   Se arregló la tanga, que entre los dos habíamos dejado toda retorcida. Cuando puso el parche de algodón de la tanga en su lugar y acomodó el hilo, pude ver su delicioso orto por un micro-segundo. Me lancé a comerlo, pero ella dio un paso adelante y me dijo:
   —¡Ya te dije que no!
   Luego se agachó para alcanzar su bicicletero blanco. Con la agilidad de un gato me lancé a devorarle su agujerito, que se asomaba sobre el hilo.  Pero ella fue más rápida. Se  subió la prenda de lycra y me gritó:
   —¡Malcriado!
   Siguió su marcha rumbo a al puerta y empezó a ponerse la camisa. Ver su provocativo dèrriere me hizo dar ganas de —al menos— agarrarárselo. Me mandé con la palma hacia arriba para pasársela entre la nalgas, pero ella volvió a alejarse.
   —No va a haber nada de eso hasta que me confirmes lo que te pedí —dijo, terminando de vestirse y recogiendo su brocha del piso. Al pasar su cabeza por el cuello de la camisa, sus bronceados risos saltaron como un penacho de porrista. Entonces, en un acto malvado para calentarme más, se hizo delante me mí y se palmeó el entrepierna dos veces. Dijo:
   —Tú sí sabes chuparla, papi.
   Me mandó un beso con la mano y se largó.
Yo quedé ahí, con un charco de lubricante enfriándose en mis bóxer, el pródromo de un inevitable dolor de próstata y las puras ganas de comerme el asterisquito de mi Maryory.

Salí del centro de cómputo a tomar aire y regresé a donde los estudiantes estaban decorando. Estaba nada menos que Bibiana, con su espectacular figura de deportista envuelta en trusa negra. ¡Cómo me encantaba esa muchacha! Esos pómulos bien subidos, esa nariz derechita y esa piel blanca. ¡Cuánto había disfrutado yo del agujerito que cargaba entre sus nalgas! Pero no debí haberle llenado de semen la media. Ahora el amor de mi vida estaba celosa.
Para rematar, al quedarme viendo a Bibiana, descubrí que no estaba trabajando como los demás. Ella era de las que venía a ensayar villancicos y bailes. Estaba ahí con sus amigas, sacando de cajas esos sensuales uniformes de mamá noél. Yo ya los conocía, del año anterior: Innecesariamente cortos. Y las chicas se ponían medias veladas brillantes color arena con él. Para no verse feas, no usaban nada más, pues se subirían a una tarima a bailar durante la novena y sabían que cualquier prenda diferente a la del disfraz, sería de muy mal gusto. En otras palabras ¡A mostrar calzas!

Así es que, el resto del día y la noche serían una aventura: Mi misión de comerle el ano a Salomé y decirle a Maryory si ese me gustaba más o qué.  Y la inauguración de la novena de aguinaldos con ese tren de morritas sexies bailando en traje de santa y mostrando sus encantos. Con absoluta seguridad, me provocaría de varios ortos más y no descansaría hasta comerlos todos.

FIN

Reconciliarme con mi hija (relato psico-erótico)
De mi obsesión por el ano de mis alumnas 1 – Bibiana

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