(…)
Al día siguiente, Stash, obligado por su madre, se presentó en casa de la
marquesa De Champery, dispuesto a llevarla a pasear en troica.
La doncella que le abrió la puerta le dijo que su señora no había acabado aún de
arreglarse. Le cogió el chaquetón y lo condujo a un pequeño gabinete contiguo
al dormitorio de la marquesa. La chimenea estaba encendida, y en la
habitación hacía calor. La doncella señaló una bandeja de botellas de
licor y varias cajas de cigarrillos y se fue. Stash apretó los labios
irritado. Aún no tenía edad de beber ni de fumar, y la marquesa lo sabía.
Era otra de sus pullas para recordarle que todavía era un niño. Stash,
huraño, de pie en el centro del lujoso saloncito, se volvió al oír entrar a
la marquesa. Ella llevaba un vaporoso vestido de gasa y encaje negro.
— ¡Oh!, así que no sale a pasear en troica, ¿verdad? —dijo Stash
mirando su atuendo con alivio.
—No; he decidido cambiarte la penitencia, muchacho.
— ¿Penitencia? ¡Basta de pamplinas! Ya no soy un niño para
que me traten así. Y ahora mismo me voy.
—No te irás —dijo suavemente la marquesa—. Fuiste muy grosero
conmigo y tu mamá sigue enfadada. —La marquesa sabía que la única
influencia que podía doblegar a Stash era la de su madre. — Ven,
siéntate aquí a mi lado en el sofá y te diré de qué se trata.
El muchacho ahogó un suspiro de irritación y obedeció.
—He pensado que… —empezó ella, ensimismada—. Hace mucho tiempo
que nos conocemos, ¿verdad? La primera vez que te vi tenías sólo siete
años… un chiquillo. Y ahora casi eres un hombre. ¿Sabes cuántos años
tengo yo?
Stash, sorprendido y halagado al oírse llamar casi un hombre, olvidó su
indiganción y contestó con timidez:
—Creo que es más joven que mi madre, pero no sirvo para adivinar la
edad de las mujeres.
—Tengo veintinueve años —dijo ella, quitándose sólo tres—. ¿Te parezco
muy vieja? Claro que sí. No… no protestes, no trates de ser cortés, no va
contigo. Cuando yo tenía tu edad, veintinueve años era para mí el colmo
de la vejez. De manera que he decidido que tu castigo consista en
aprender una lección de relatividad.
Los abultados labios de la marquesa eran jugosos y frescos como una
fruta, y ella los humedeció, pensativa, con la punta de la lengua. Se
acercó a Stash, que estaba sentado en el borde del sofá de seda rosa.
Era un sofá de muy mal gusto, pero a ella le encantaba, y en sus
habitaciones privadas podía permitírselo. La mujer levantó un brazo
blanco y grueso, del que resbaló la ancha manga de gasa, y le puso la
mano en la cabeza.
— ¡Lástima de rizos! —dijo mesándole el corto y espeso
cabello.
Él permanecía quieto y erguido, aspirando el extraño perfume de aquella
mujer. El vestido era muy escotado, y por el rabillo del ojo, al resplandor
de las llamas de la chimenea, distinguía una sombra azulada en el
nacimiento del pecho. La mano de ella dejó su pelo y empezó a acariciarle
el cuello con ademán indiferente, como se acaricia a un gato. Stash, muy
violento, sintió que el pene se le ponía rígido. No advirtió la rápida
mirada que le lanzó Claire, que arqueó levemente las cejas, al notarlo.
Sin acercarse a él, empezó a pellizcarle suavemente el lóbulo de la
oreja.
—Vamos a ver, ¿qué es la relatividad? ¿Lo sabes? ¿No…? Lo que me
figuraba. La lección de relatividad empieza con el descubrimiento de
que ni tu cuello ni mi mano tienen edad. No son más que una carne que
roza otra carne. Mas para apreciar el verdadero significado de la
relatividad hemos de ir más lejos, mucho más lejos.
Claire rozó con la yema de los dedos el suave hoyo de la base del cuello y
luego deslizó la mano dentro de su camisa y empezó a acariciarle el pecho
con un dedo. Stash gimió en voz alta, y ella bebió golosamente el sonido:
su primer gemido de hombre, pensaba mientras sentía endurecérsele el
pezón. Ahora ya nunca la olvidaría.
— ¡Ah, chiquillo, ya empiezas a entender la relatividad…! —susurró al
muchacho, que seguía mirando fijamente al vacío, con un torbellino en la
cabeza.
¿Qué hacía aquella mujer…? Una amiga de su madre… imposible. Sería
otra de sus burlas. En su confusión, creyó percibir — ¡pero no podía
ser!— que la mano que ella había retirado de su pecho descendía y le
rozaba rápidamente el pene. Pero, en seguida, la misma mano le
desabrochaba la camisa y descubría su tórax fuerte, sombreado por un
vello rubio. Ella se acercó, le quitó la camisa y le pasó las manos por los
brazos, murmurando suavemente, como si hablara consigo misma:
—Pero, ¡qué bien formado estás ya, mi Stash!
El estaba aturdido, y no se movió ni cuando ella empezó a acariciarle
las axilas, palpando el sedoso vello que había empezado a crecer. La
dolorosa turgencia del pene le avergonzaba; era como una confesión de
debilidad ante aquella mujer dominante.
Él sabía muy bien lo astuta que
era; quería inducirle a que la tocara, y cuando él lo intentara, le
recordaría que no era más que un chiquillo. Apretó fuertemente los
almohadones del sofá para no moverse. No le daría ese gusto.
Entonces sintió que ella le desabrochaba el cinturón y el pantalón.
Pareció vacilar un momento, mirando a la luz de las llamas el bulto que se
recortaba bajo la tela del slip. Su tamaño la decidió. Se arrodilló en la
mullida alfombra y le miró. El seguía sentado en el borde del sofá,
mordiéndose los labios con una expresión de dureza que no sería habitual en
él hasta dentro de diez años.
—Ahora ha llegado el momento del castigo, Stash. Tienes que ponerte de pie.
Ella se quedó esperando, pacientemente, mirándole con fijeza, sin repetir la
orden. Lentamente, él se levantó y los pantalones cayeron a sus pies. Ella,
controlando con dificultad la respiración, contempló al esbelto muchacho,
que se mantenía erguido ante ella sin atreverse a mirarla. Por la abertura del
slip se veía claramente el grueso saliente del pene.
—Quítate el slip —susurró.
Él obedeció. Su cuerpo estaba maravillosamente formado, muy pálido, salvo el
cuello y las manos tostados por el sol. La piel era fina, y las articulaciones,
delicadas, pero firmes. Tenía vello rubio en las piernas y, en la base de los
testículos, una sombra más oscura de vello más recio y rizado.
—Échate en el sofá —ordenó ella—. No me toques, Stash, o lo dejamos. Yo soy
la maestra y tú tienes que cumplir el castigo; conque sé obediente. Si te
mueves un solo centímetro, se acaba la lección. Te lo juro.
La amenaza de su voz era real. Se bajó el vestido, y sus pechos saltaron fuera
del encaje que los aprisionaba. Luego, tomó uno en cada mano, inclinándose
sobre él para que viera su esplendidez. Los pezones tenían el color marrón
claro propio de las pelirrojas auténticas. Él yacía sobre la seda rosa sin
atreverse a arquear la espalda y levantar el dolorido y duro pene. Ella le
rozó los ásperos labios con los pezones.
—¡No te muevas! —repitió gozando al sentir en su carne el contacto de sus
labios agrietados. Cuando él lanzó un gemido de deseo y trató de alcanzarlos
con la lengua, ella se retiró inmediatamente—. ¡Ah, no! No hemos hecho más
que empezar…
Muy suavemente, con el roce más leve posible, ella recorrió su cuerpo con la
boca, deteniéndose a ungir cada pezón con la punta de la lengua. Luego se
detuvo largamente sobre el pene, sin tocarlo, mientras él contenía el aliento.
Ella mantenía la cabeza inclinada, en actitud casi de meditación, observando
cómo el miembro se tensaba hacia su boca. Pero sin rozarlo siquiera, buscó
la parte inferior de sus fuertes muslos. Arrodillada en el sofá, había ido
bajándose poco a poco el vestido hasta que su cuerpo, opulento y perfumado,
quedó desnudo; pero él no podía verla bien sin levantar la cabeza. Ella no le
había tocado más que con los pechos y la boca, y él a ella no la había tocado
en absoluto. Stash apretó los dientes y cerró los puños frenéticamente,
y ella rió en tono bajo y satisfecho, con risa de verdadero gourmet.
—Sí… sí… estás progresando. Ya empiezas a apreciar la relatividad.
Casi estás preparado para el final de la lección.
La lengua de la marquesa fue lentamente de los muslos a los testículos
de Stash. Sopló suavemente sobre el vello púbico y nuevamente le
oyó gemir. Como una llama viva, su experta lengua recorrió el pene
desde la base y se detuvo un momento en la punta. Un momento de
vértigo.
—No —dijo pensativamente la mujer—; aún no sabes controlarte lo
suficiente.
Con un pequeño movimiento, se colocó sobre el cuerpo de Stash, con
una rodilla a cada lado de los tensos muslos de él. Lentamente, con la
calma de sus treinta y dos años, separó el rojo vello del pubis, abrió los
labios de la vagina con los dedos de una mano y, con la otra, tomó con
suavidad el pene de Stash que estaba horizontal sobre su vientre, y lo
levantó. Estaba tan rígido, que tuvo que sujetarlo con firmeza mientras,
poco a poco, interminablemente, fue bajando el cuerpo sobre su
inflamada punta. Cuando lo hubo absorbido por entero, se inclinó hacia
delante y susurró junto a los crispados labios de él:
—Ahora, ahora…
Stash, liberado ya de toda traba, la tomó por la cintura y, sin retirar el
pene de su prieta vaina, la levantó en vilo y le dio la vuelta, situándose
encima de ella. Con una fuerte sacudida, eyaculó mientras le mordía
despiadadamente los labios y le estrujaba los pechos con las manos.
Cuando recuperó el aliento, le dijo:
—No te atrevas a volver a ponerte encima de mí. De ahora en adelante,
yo seré quien te monte a ti.
— ¡Oh, no! —murmuró ella ásperamente—. ¿Ya empiezas a mandar?
Pero, amigo mío, sólo uno de los dos está satisfecho. Así que, por lo que
se refiere a la relatividad, la lección no está aprendida.
—¿No?
Entonces ella se dio cuenta de que él no se había retirado. Su miembro
volvía a dilatarse y estaba creciendo aún más que antes. Él lo agitaba con
golpes irregulares, hasta que ella alcanzó un violento orgasmo. Y él
seguía montándola, henchido de sangre, interrumpiéndose una sola vez
para limpiar el esperma del pubis de Claire con su vestido de gasa negra.
La segunda vez, él había ya aprendido mucho y actuó sin prisa, haciendo
caso omiso de las quejas de ella, de que le hacía daño, de que debía parar
un minuto, de que era demasiado grande. El segundo orgasmo fue más
intenso que el primero, y parecía venir no ya del pene y los testículos,
sino de la misma espina dorsal. El muchacho, momentáneamente
exhausto, quedó tendido junto a la voluptuosa y saciada mujer. No
hablaban. Sólo se oía el crepitar de los leños en la chimenea. Fuera era
de noche.
— Claire — dijo Stash —, voy a darme un baño en tu bañera. Pide
una taza de chocolate caliente y tráemelo al baño. Después…
— ¿Después…? —repitió ella, asombrada al oír aquel tono de
mando de labios de un chiquillo al que acababa de dar su primera
lección de amor.
—Después seguiremos estudiando la relatividad. Pero en el dormitorio.
Este sofá tuyo resbala —añadió ásperamente.
—Pero, ¿estás loco?
Él le cogió la mano y la puso en su pene. El miembro, caliente y pegajoso,
empezaba a dilatarse otra vez. Ella lo sentía agitarse como un animal.
— ¿No quieres que me bañe? ¿Nos vamos directamente a la
cama?
—No, no, Stash… Báñate antes. Pediré el chocolate —dijo ella poniéndose
rápidamente el arrugado vestido.
— Con pastas.
de
Princesa Daisy, de Judith Krantz (1980)
Aquí tienen ustedes disponible una de las primeras escenas eróticas de la novela. Cómo la marquesa desvirga a Stash Valensky, cuando era un muchacho. Stash será el acaudalado padre de Daisy.
Un relato de estos se disfruta muchísimo más cuando estás en contexto, es decir, cuando tienes una imagen mental más completa de los personajes porque has leído todo desde el principio. También conoces sus sentimientos y tienes una semblanza de las locaciones, la ropa y el ambiente en general. Esta parte de la historia ocurre durante una de las mejores épocas del mundo, justo antes de las guerras mundiales, y se desenvuelve con gente muy rica en sobrecogedoras mansiones.