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Ojos azules

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Mis ojos azules eran, a la vez, una bendición y una maldición.

Cuando mi papá me acompañaba a la escuela, todos pensaban que él era mi abuelo. Se había casado ya grande con mi mamá, así que yo, más que un hijo, era un nieto.

Me malcriaban bastante, pero como yo era un niño tranquilo, que no causaba problemas, todo iba bien.

Desde muy chico todos me conocían por “Ojitos”. Mis ojos azules eran, a la vez, una bendición y una maldición. Y es que más allá de hacerme un niño fotogénico (cada vez que en la escuela debían subir fotos para las redes sociales, yo era uno de los convocados), también me causaban problemas.

Yo no veía bien, debía usar anteojos lo que no me gustaba. Además, con frecuencia los perdía o se me rompían. Algunas veces -pocas- me hacían bromas escondiéndomelos. Dependía mucho de mis lentes. Sin ellos, era casi inválido.

Los oculistas no se ponían de acuerdo, unos insistían a mis padres en que debían operarme en una clínica especializada de la capital, otros que no era necesario gastar esa fortuna. Ya dije que mi papá era un hombre mayor, al borde de la jubilación, y sus ingresos eran modestos. Se sentía culpable por no poder darme una mejor calidad de vida, pero yo no le reprochaba nada.

Cuando terminé la primaria, me cambiaron a una escuela privada. Mis padres hicieron ese esfuerzo para que aprendiera inglés.

En el colegio, me recibieron bien. Ya comenté que yo era un niño pacífico, simpático y dócil. Desde chico era frecuente que las maestras me tuviesen más paciencia que a los demás. Yo les caía bien, y era un consuelo para ellas verme sonreír o que les diera un beso de agradecimiento al terminar el día. También las niñas me adoraban. Yo a veces soñaba con ellas, y en mis sueños era un príncipe valiente que las rescataba de orcos y dragones. Por supuesto, en mis sueños yo no tenía anteojos.

Lo que nunca imaginé fue que un chico se enamorara perdidamente de mí.

Esteban no era de mi clase: por entonces, yo tenía 12 y él 14. Era un muchacho alto, moreno y de ojos negros. Los demás lo admiraban por su destreza en los deportes. La primera vez que me habló fue en los baños del colegio. Nos estábamos lavando las manos.

-Vos sos nuevo. ¿Cómo te llamás?

-Gabriel

– ¿Podés sacarte los anteojos un momento?

Lo hice.

– ¡Wow, qué ojos tenés! – exclamó. Me dijo que sería mi protector. Aunque no entendía de qué podía yo necesitar protección, se lo agradecí. Nos despedimos.

 

Desde entonces, cada vez que nos cruzábamos por los pasillos del colegio, nos saludábamos, chocando los cinco.

Me sentía halagado de que un muchacho mayor y con tanto prestigio me prestara atención. Por otra parte, yo tenía mis amigos y amigas, no era un chico solitario. En las materias me las arreglaba, tenía facilidad para los idiomas y la historia, pero me costaba Matemáticas. En Educación Física siempre alababan mi esfuerzo y aunque era torpe, nunca quedaba fuera cuando armaban los equipos.

A mamá, la rectora le dijo que yo era “un encanto” y que se alegraba que hubiese llegado al colegio. Exageraba, por supuesto, pero todo estaba tranquilo en mi pequeño mundo de niño. Las únicas dificultades eran las tareas de matemáticas, cada vez más arduas. Mis padres, que me tomaban las lecciones de historia o geografía, no me podían ayudar en esa materia.

De alguna manera, Esteban se enteró. Me dijo que él podía explicarme si yo quería, le dije que le agradecía, pero no quería ser una molestia. Estábamos solos en un pasillo y, después de insistirme en que le avisara antes del próximo examen, me dio un inesperado beso en la mejilla y se marchó.

Recuerdo que, durante la siguiente hora, sentía la mejilla húmeda y, sin embargo, no quise secármela.

En esos días ocurrió también lo del médico. Mis padres se preocupaban de que yo creciera sano. El médico me pidió que me bajara pantalones y calzoncillos, y suavemente acarició mis testículos.

– Están bien, ya han caído. Este niño se está haciendo hombre. ¿Ya han hablado con él?

– No, doctor, por qué no le habla usted que sabe más.

El médico me explicó que ya me estaba desarrollando y que pronto estaría produciendo espermatozoides. Me hizo dos o tres preguntas y se sonrió al oír mis respuestas.

Yo era muy inocente: jamás había visto pornografía ni me había involucrado en nada sexual. Todavía disfrutaba de que mi mamá me arropara antes de dormir. Era de ir a la iglesia (casi siempre me elegían para ser monaguillo) y me dormía rezando oraciones sencillas.

El médico me explicó por qué a veces se me paraba el pito (él las llamó erecciones) y me anticipó que pronto tendría poluciones nocturnas, algo que me dejó impresionado.

A veces, los acontecimientos se precipitan.

Después de devolverme un ejercicio con un 1 (uno) en geometría, la profesora avisó que la semana siguiente tendríamos un examen importante. Fui a buscar a Esteban.

– ¿Vas a contarle a tus padres lo del aplazo?

-Sí, nunca les miento.

Él se acarició la barbilla y sonrió: -Tal vez podés decirles que si yo te explico las cosas van a mejorar.

Así lo hice. Mi mamá quiso conocer a Esteban y fue al colegio. La rectora le habló muy bien de mi amigo, era uno de los mejores alumnos. Después, mamá le preguntó a Esteban cuanto cobraba.

-No cobro nada, señora, es un tema muy sencillo para mí. Y me encantará ayudar a Gabriel.

Acordaron un horario y mamá le agradeció su preocupación por mí. Después de clases, yo iría a su casa. Mamá preparó una torta para la familia de Esteban.

Todo era bondad e inocencia todavía, pero eran los últimos momentos. Mi vida estaba por cambiar para siempre.

Caminamos juntos desde el colegio hasta su casa. Cuando llegamos, no había nadie, solo un perro simpático, de raza indefinida, que me hizo fiestas.

Esteban explicaba muy bien. Tenía una pizarra blanca en su habitación, donde trazaba bisectrices y mediatrices. Yo me senté en su cama y tomaba notas en mi cuaderno. Estaba empezando a entender.

– Ahora vamos a repasar. Para que veas que esto va en serio, si respondes mal habrá consecuencias. Sacate la camisa.

Me sorprendió la propuesta, pero me desprendí los botones y dejé mi camisa en la cama. Las primeras dos preguntas las respondí bien, pero fallé en la tercera.

Las consecuencias fueron que Esteban se me tiró encima y me hizo cosquillas. Me reí mucho, hasta las lágrimas. Entonces él se echó sobre mí y me inmovilizó.

– Hace rato que te tengo ganas, Gabriel.

Su respiración era agitada. Yo no entendía qué estaba pasando. Sus labios se acercaron a los míos y me estamparon un beso.

– ¿Siempre le contás todo a tus papás?

– Sí, nunca les miento.

– Te creo. Pero si te cuento un secreto y te pido que lo guardes. ¿Se lo vas a contar a ellos?

– Bueno, si es un secreto…

No entendía por qué me hacía esas preguntas. Con suavidad, me quitó los lentes y los puso en su mesa de luz.

– Veo todo borroso- le dije.

– Mejor. El secreto es que te quiero, Gabriel. Te quiero con locura…

Lo que siguió también está un poco borroso en mi memoria. Sé con certeza que me quitó la ropa, pero no sé si eso fue antes o después de lamerme el cuello y el pecho. Yo no me defendía, porque él no me estaba lastimando, pero era todo extraño, como en un sueño.

Me abrazó y me hablaba en voz baja, como si rezara. Me decía que desde que me había visto había deseado tenerme así, para mostrarme todo el amor que sentía por mí. ¿Por qué me acariciaba allí abajo, en mis “partes privadas”, como las llamaba papá, mientras me decía esas cosas?

Hubo un testigo de lo que ocurrió. El perro había entrado y observaba como Esteban lamía mis testículos. Se echó, como si quisiera contemplar mejor el espectáculo.

Las lamidas eran placenteras y, como me había dicho el médico, tuve una erección. Sentí los dedos de mi amigo jugar con mi pito, con mucha delicadeza.

– ¿Te gusta, Gabriel?

¿Cuál era la respuesta correcta? Conocía el placer de tener frío y abrigarme, de tener sed y beber, de tener muchas ganas de orinar y por fin hacerlo. Pero esto era nuevo, tenía una intensidad tremenda.

Finalmente, mi pelvis se sacudió, con un gozo estremecedor. Algo, que no era pis, salió de mí. Fue electrizante y suspiré.

Mi amigo se acercó a mí.

– ¿Lo disfrutaste?

– ¿Qué pasó?

– Eyaculaste, bebé. Tuviste un orgasmo. ¿Nunca te había pasado?

– No.

Nos abrazamos y él metió su lengua en mi boca. Era otro tipo de beso. Al principio estuve torpe, pero me fue guiando y poco a poco pude responder bien. Y a disfrutarlo.

– Ponete los anteojos- me pidió, alcanzándomelos.

Entonces las formas se hicieron más definidas. Él estaba desnudo. Su cuerpo atlético me impresionó. Los músculos estaban tensos. Transpiraba.  

Se puso a horcajadas sobre mi pelvis. Sentía su trasero sobre mis genitales.

– Quiero que pongas tus brazos debajo de tu cabeza y me mires.

Yo hice lo que me dijo.

– ¡Tus axilas me calientan! – me dijo. Yo las tengo lisas como las de una estatua. Las de él eran peludas.  

Mirándome empezó a masturbarse (ahora sé lo que eso significa). También su vello púbico era oscuro y abundante. Jadeaba de gozo, mientras se daba placer y me miraba. Finalmente, gimió profundamente y unas gotas tibias salpicaron mi estómago, mi pecho y hasta el cristal de mis anteojos. Se dejó caer sobre mí y así permanecimos.

– Este es nuestro secreto, bebé- me dijo Esteban. Me besó en la mejilla y me dijo que era mejor que me diera una ducha.

Eso hice. Antes de que el agua caliente lo borrara, tomé con la punta de mis dedos el líquido viscoso que se había adherido a mi cuerpo y lo probé. No era desagradable.

Cuando salí, me cubrió con una toalla.

– Me parece que hoy aprendiste muchas cosas- me dijo Esteban.

– Todavía no las entiendo bien, ¿puedo volver mañana?

– Creo que será bueno que vengas todas las tardes hasta el examen.

Cuando volví a casa, mamá llamó a Esteban y le preguntó si me había portado bien. Le agradeció que aceptara seguir dándome clases hasta el examen.

 

Esa noche, mamá me arropó como siempre y rezamos por la familia de Esteban. Me quedé dormido y soñé. Mientras nos besábamos apasionadamente con Esteban, su perro me lamía la entrepierna.

Fue mi primera polución nocturna y el fin de mi inocencia. 

Puta asquerosa desde niña!
Me folle a mi sobrina de 17 años 6 parte

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