Tabú

Pequeños Labios

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Homenaje | Tabú | 12 años | Erotismo y amor
Una niña de 12 años es la última razón para vivir de un hombre abatido.
©Stregoika 2022

 

1 – Paul

Bruck an der Mur lucía igual que hacía tres décadas, y quién sabe si igual que hacía un siglo. Pero al volver a ella después de una experiencia tan sanguinaria, no importaba cuán conservada estuviere la ciudad en los recuerdos de Paul. Él mismo venía de vivir cantidades insoportables de  destrucción y muerte, razón por la que debería efectuar un esfuerzo extra y ver los paisajes de su lugar natal con los ojos de cuando era niño, y no con los del hombre destrozado espiritual y casi también físicamente, en que lo había convertido la guerra. Los médicos le habían dicho que ya estaba recuperado, pero se referían con tan aventurado diagnóstico, a que podía volver a su casa y estar tranquilo. Un pronóstico muy lejano de lo que el propio Paul intuía, porque no presentía que fuera a regresar a su vida anterior a la guerra, sino a prolongar su agonía. Acaso ¿qué otro panorama le esperaba? Si Paul fue, antes de abordar el tren hacia el frente de batalla, un ferviente amante y vigoroso hombre a quien las mujeres amaban. Su vida estaba bendecida por su fortuna y su don de gente, pero sobre todo por su pasión. Pero una herida adquirida en el campo de batalla sería para él, a diferencia de heridas de guerra comunes, que suelen ser honrosas medallas, un grillete más que cargar. La cojera era solo la parte evidente y la menos importante de su trauma físico. La parte invisible y aquella que aquejaba el ánimo de Paul, le afectaba más que andar precisando la ayuda de un bastón.  No creía que hubiere resignación posible al hecho de no poder volver jamás a estar con una mujer. Después de ver tantas vidas extinguirse en medio del fragor de la absurda guerra, y de haber causado él mismo el fin de varias, veía el sentido de la suya desvanecerse como humo de leños que se enfrían.
Franz lo recibió en la estación de tren, con una cálida bienvenida. Lo más cálida que podía darle no un pariente, sino el encargado de su casa en Bruck a.d. Mur. Pero Paul no esperaba más. Su alma ya estaba acostumbrándose a la glacial soledad. Para Franz, no fue muy diferente a recibir a un gélido cadáver ambulante. Viajaron en una carreta halada por un solo caballo azabache, hacia el centro, un trayecto en medio de frondosos bosques de abedules y robles cuyo verde claro aumentaba la calidez aparente. No hubo palabras, que para Paul resultaban ya huecas. Pero sí pensó mucho en la necesidad, al menos lógica y no sentida, de volver a empezar.
Entrar a la casa fue un impacto que logró disimular. Pero dentro de él, ocurría una tormenta. Ya no era el hombre joven, sano y alegre que había salido de ella, sino que era, según creía él mismo, un despojo moral y amargado. De hecho, lucía un bigote triangular más largo que su boca y que parecía un pesado cepo cuyo objetivo era mantener presa su sonrisa.
Para ignorar su propia nostalgia, Paul preguntó a Franz y a la esposa de él, Anna, cuándo habían recibido la carta que anunciaba su llegada. No esperaba que todo estuviera como sacado de sus propios recuerdos. Nadie había movido un mueble. Para los encargados de la casa, el mantenerla intacta tuvo sanas intenciones de bienvenida, pero a Paul no le gustó. Fue como encontrarse a sí mismo, a un recuerdo que ya no era más que eso, puesto que él estaba resignado a haber muerto en vida. Una vez Franz le explicó que la carta había llegado hacía demasiado poco, Paul se dio por bien servido y los despachó:
—Es todo. Gracias a los dos —dijo, y dio la espalda.
Rato después, desempacando, Paul tomó entre sus manos por enésima vez una pistola con la que había estado jugueteando peligrosamente durante semanas. La había convertido en su única esperanza, en un tiquete de salida, en la única cosa cuyo frío metal se identificaba con el de su alma. La extrajo de entre el equipaje, la acarició y la saludó poniéndosela en la cara, como haciéndole una reverencia. Parecían, el arma de fuego y él, tener ya pactado un acto final. Pero este concierto para finiquitar la existencia no ocurriría, no como Paul lo había previsto. A través de la rendija de una puerta que no cerró bien, un ojo veía a Paul en su dantesco idilio con su arma de fuego. Era el ojo de alguien que no comprendía porqué tanto júbilo por algo tan frío. Era el ojo azul e inocente de una criatura que, al contrario de dicho objeto, portaba calor y vida a raudales. Paul sintió la presencia de aquél ángel que con su energía amenazaba su soledad y obsesión por morir.
—¿Quién está ahí? —Exclamó.
Cojeó hasta la puerta de doble hoja de madera, a través de la que se sentía espiado, y la abrió de un empujón. Huraño, examinó los al rededores pero ya no había nadie.

 

2 – Eva

Mientras brillaban la platería, Franz y Anna cuestionaban la amargura de Paul. Franz tenía la teoría de que él, por ser joven, pronto volvería a sonreír. Es lo que esperaba. Y quizás ocurriría, ya que Paul seguía siendo espiado y analizado a través de rendijas, por alguien que le quitaría los deseos de morirse. Él dormía incómoda pero profundamente en un sillón y su sueño fue interrumpido por esa misma sensación que había tenido antes de terminar el día anterior. Alguien lo estaba viendo sin que pudiera este alguien ser visto. Igual que antes, refunfuñón y con cara de ogro, se levantó de un brinco y se dirigió con todo y el estorbo de su cojera hacia la puerta. Quien lo observare hacía un segundo ya había salido corriendo, pero esta vez, Paul iba a sorprender al fisgón infragante. ¡Venía de prestar su servicio en la guerra más grande que había visto la humanidad! ¿Iba a vencerlo un fisgón? Pero ¿sería de verdad un espía de carne y hueso? El ambiente pareció desde ese momento ponerse lúgubre y misterioso. Paul siguió la estela de ruidos que delataban el trayecto de aquél ente. El rastro lo condujo al ático. Allí, los objetos arrumbados y semi-cubiertos por sábanas pacían inertes a la luz de la lámpara de luz eléctrica que bailaba como por obra de un fantasma. En medio yacía un gran espejo, y la luz de la bombilla se turnaba para deslumbrar los ojos de Paul directamente y luego reflejándose en este. La sombras iban y venían enloquecidas y la luz directa del foco le impedía a Paul enfocar con atención cualquier cosa. Fueron segundos fantasmagóricos. Quizá alguna víctima de su deber en la guerra se había impregnado en espíritu y lo acompañó en su viaje. Pero Paul tenía ya suficientes problemas para lidiar entonces con fantasmas. Hizo un gesto de desprecio al ático, que había fracasado miserablemente en asustarle, y regresó a su habitación a pensar en lo que de verdad tenía presa a su mente. Añoraba el calor de una mujer, su suavidad y su pasión. Volvió a recostarse en el sillón y recordó, con una amarga mezcla de nostalgia y resignación, los tórridos momentos en que se devoraba mutuamente con quien fue su mejor amante, antes de partir a la maldita guerra. Una mujer de cabello claro y pechos turgentes que se retorcía en sus brazos para besarlo y disfrutar del tacto hambriento de Paul. La cantidad de contacto entre ambos era muy grande en extensión y en presión. Sus encuentros eran un poema viviente al deseo y al placer. Pero desde entonces, serían no más que amargos recuerdos.
Esa misma mañana, Paul intentó consumar su pacto de sangre con su pistola, pero no fue capaz. Su fracaso solo aumentó su amargura, y otra vez Franz fue el pagador. Paul rechazó el desayuno con tosca indiferencia y se fue a caminar y a montar a caballo. Mientras, la fisgona, que no era un fantasma, entró a los aposentos de Paul, tomando ventaja de su ausencia. Posó sus pies descalzos sobre la alfombra esponjosa y desplazó su cuerpo desprovisto de peso hacia un espejo. El tapete, el espejo y las paredes parecían alegrarse de su presencia, que era todo lo contrario a la de Paul. Ella irradiaba vida y amor. Era una niña de 12 años. Dueña de los ojos azules que se asomaban entre las estrechas aberturas de las puertas y ventanas. Llevaba una blusa de manga larga color escarlata, abotonada hasta el cuello, y faldón negro hasta muy cerca al tobillo. Estaba peinada de manera graciosa con dos trenzas enrolladas al rededor de las orejas. No se percató de que Paul acababa de regresar y se distrajo ante el espejo, alisando sus tupidas cejas con humedad obtenida de sus pequeños labios. Pero la mano tremebunda de Paul se posó sin delicadeza alguna sobre su hombro.
—¿Quién es usted? ¡Contésteme! —preguntó con su áspero tono castrense.
La niña, asustada, solo pudo reaccionar huyendo, pero Paul la tomó del antebrazo y la apretó con fuerza. Ella no pudo zafarse.
—¡Quédese quieta y dígame quién es! —ordenó Paul.
La jovencita luchó más para liberarse de la mano de Paul, quien, usando un poco las neuronas al fin, redujo la fuerza y la dejó soltarse. Su único razonamiento, producto del dolor propio y ajeno a causa de la guerra, fue cuestionar el débil comportamiento de ella. La inspeccionó de arriba a abajo y flexionó el fuste que todavía traía de su salida a montar. Como si fuera a pegarle, le preguntó:
—¿Me tiene miedo?
La niña salió corriendo, y Paul se quedó ahí de pie, retorciendo el fuste.

Durante el desayuno, Paul cuestionó sobre la niña a Franz y a Anna.
—¿Quién era esa niña?
—Eva. Es nuestra sobrina, señor —informó Franz.
—Y ¿vive aquí?
—Era hija de mi hermano señor, pero él murió en la guerra y detrás de él, su madre. Es necesario que nos ocupemos de ella, puesto que nadie más se tomará la molestia.
Sin más palabras, Paul se dedicó a terminar su desayuno. Anna le sirvió un struder que él observó con indiferencia.
Anna era mucho menos comprensiva con Eva que Franz, seguramente por su falta de consanguinidad. Era menos que una responsabilidad, un estorbo. Cuando lavaba los trates del desayuno, llamó la atención a Eva:
—Te dije que te mantuvieras fuera de problemas, pero fue lo primero que hiciste. ¿Irrumpiste en la habitación del señor Paul?
—Sí, tía.
—Mejor ayúdame en la cocina. Y yo te ayudaré también, si prometes comportarte. ¿Puedes o no? —terminó Anna, recogiendo y llevándose los trastes.
Pero Eva no respondió, sino que se marchó a hurtadillas.

A la mañana siguiente, Eva estuvo dándose un baño en el río. Los pájaros cantaban y el agua rumoreaba con eternos gorgoteos. El sol apenas tibiaba los prados y a la gran piedra donde Eva se apoyaba para tallarse los pies. No tenía encima más que su camisón abierto y empapado. Estaba habituada a una vida solitaria, con su tío Franz, que hacia lo posible para ver de ella y con su tía política Anna, de cuyos afectos no gozaba. Pero Eva tenía suficiente de la alegría innata de su edad para vivir feliz, y justo ahí, mientras se bañaba, se aproximaba inadvertido Paul, con quien habría de compartir tanto de su energía vital. Una rama seca en el piso se quebró cuando Paul la pisó y delató su presencia. La mirada de Eva se posó sobre el intruso, sin poder ocultar el miedo que él mismo le había impreso desde la mañana anterior. A tientas se apoyó en la gran piedra que momentos antes le sirviera de asiento y buscó guarecerse tras ella. A tientas, ya que se movió sin dejar de ver fijamente ni un solo segundo a Paul, que solo estaba ahí de pie en la orilla de la quebrada, apoyándose con su bastón y la cara protegida por el efecto de su sombrero. Él, nunca habría de saber si el miedo de Eva se debía al trato pedestre y bruto de él, o al hecho que ella estaba desnuda. Si hubiere sido amable y no un troglodita ¿Estaría ella con miedo, de todas formas? Para el mejor de los casos, supo exactamente qué decir:
—Buenos días. Ayer, no tuve la intención de asustarte. Lo lamento, espero que me perdones.
Para ese instante, Eva estaba de pie y de frente. Sus ojos, que evocaban gemas invaluables, estaban fijos como fotografías sobre Paul. Finalmente se ubicó tras la piedra.
—Me gustaría que fuéramos amigos —añadió Paul, en tono tranquilo.
De inmediato se dio la vuelta y regresó por donde hubo llegado, alternando su pierna buena y el bastón. Eva agarró su ropa y la hizo bola delante de su linda cara. No sabía ni qué pensar.

 

3 – Salvación

Paul fue a la iglesia, pero no a tener momento de reflexión alguno y ni siquiera a ver al párroco, que era viejo conocido y casi un amigo. Su mera intención era tocar el armonio, y lo hizo, primero a solas, como quería. Pero el sonido gigantesco del instrumento no podría mantener la discreción, y llamó la atención del párroco, que acudió de inmediato. Pero Paul dejó de tocar, y le inyectó su respectiva dosis de amargura al sacerdote, igual que hacía con Franz y con Anna, y hasta con Eva. Fue grosero ante los cumplidos del presbítero, inspirados en lo bien que él tocaba, disminuyéndolos y soslayándolos. Incluso insinuó que no volvería a tocar. 
La amargura en Paul estaba en un punto de fermento tal que podía considerarse veneno. Buscó sosiego en el bosque, sin gentes de ninguna clase, pero allí fue alcanzado por el sonido de los disparos de cazadores que buscaban quizá apenas un faisán o un pato. Pero para Paul, los disparos ya estaban en el centro de sus agonías y su única reacción fue correr, debido a que estaba fuera de la trinchera. Su mente traicionera lo llevó al frente de batalla otra vez, en una zanja mohosa y resguardada por marañas de alambre de púas sostenidas en crucetas de aluminio. Ahí era difícil desplazarse, era difícil ver debido a la lluvia intensa, era difícil mantenerse caliente y era difícil trepar para salir. Y sobre todo, era duro mantener la cordura. Cuando al fin cesaron los potentes disparos de cazadores, amplificados y distorsionados por la distancia;  Paul se vio a sí mismo reptando sobre el tierno follaje de otoño de Bruck a.d. Mur, su suelo natal, habiendo perdido su bastón. Quién sabe a lo largo de qué distancia se había arrastrado. Allí le sorprendió un aguacero y en medio de este se las vio para regresar a casa con todo y su cojera. Tuvo que dar instrucciones a Franz y Anna de cómo preparar el medicamento y de cómo suministrárselo, ya que ellos no tenían noción. Estuvo con fiebre alta  e incluso alucinó un poco más. Mientras Franz y Anna le proveían sus cuidados a Paul, Eva observaba su miseria desde fuera. Sentía pesar.

Pero fue mucho mayor el pesar que sintió Paul por sí mismo. Cuando al día siguiente recuperó las fuerzas, agarró uno de sus bastones de reserva, pasó por el reguero de cartas que habían sido una partida de solitario y que dispersó con furia y se negaba a recoger, salió de la casa y emprendió rumbo a los lejanos montes. Allí la geografía cobraba altura y existían riscos que podían servirle de ayuda para terminar su tormento. Duró muchas horas llegando al mejor punto para efectuar aquello que tenía en mente, allí de donde los árboles en los bosques que rodeaban su ciudad natal se veían pequeñitos como hisopos. El sol refulgía y Paul tendría una espléndida vista para suicidarse. Dio un par de pasos más con sus cansados pies entre sus botas de montar. Cojeó y se apoyó con el bastón. Vio hacia el vacío. Tomó y aliento y… la pequeña espía de ojos azules lo había seguido hasta allí y lo tomó de la mano. Y no solo lo tomó de la mano sino que lo condujo de vuelta a una parte segura del paisaje y después a casa.

Durante los días venideros, renació algo en Paul y otra cosa se marchó, también: La sonrisa que suponía ser reprimida mediante un pesado cepo, terminó rompiéndolo y saliendo libre.
—Es un magnífico día ¿no, Franz? —comentó Paul a su criado cuando lo vio ingresar.
Se lo dijo a través del espejo en el que se afeitaba el bigote, con inusitada animosidad y velocidad. Su mayordomo puso la charola cargada con el desayuno en la mesa y no dando crédito a lo que veía y oía, se quedó mirando a su patrón, que untaba espuma de jabón en su rostro y se observaba a sí mismo en un espejo circular que había colgado de modo tal que pudiese ver la mañana y a Eva en el jardín. Era como si repentina e inexplicablemente, las nubes negras hubiesen al fin despejado del alma de Paul. Y claro, Eva era la razón. Después de haberse presentado en el risco y haber cambiado el ‘punto final’ de la vida de Paul por un ‘punto aparte’, Paul estuvo encontrándosela por ahí, aunque ella parecía una escurridiza criatura de fantasía. Y lucía diferente, puede que no por sí misma sino a los ojos de Paul. Eva era, sin más, lo más lindo que él había visto en su vida. Lo más hermoso, por su rostro delicado y piel prolija, sus ojos azules que cautivaban y su mirada inocente de todo cuanto mal había en el mundo. Todo lo contrario a un alma como la que traía Paul al volver a casa. Tanto así, que ella contagió su alegría e inocencia con simplemente su presencia.

Las letras impresas a máquina sobre una hoja de papel blanco apenas podían verse a través de las robustas volutas de humo que expulsaba Paul al fumar y leer su propia escritura. Filosofaba sobre el haber sido salvado. Hablaba de Eva como una venus enviada por su ángel de la guarda, capaz de encender instintos e imaginar placeres que, él solo habría de dejar escritos. Pero ¿sería capaz?
Un ruido, de esos que hacía Eva y que le hicieron antes creer a Paul que había fantasmas, llegó a sus oídos interrumpiendo sus pensamientos. Como la vez anterior, el ruido provenía del ático y se dirigió allí. Pero esta vez no estaba presente ninguna tormenta ni nada que sugiriera algo sobrenatural, sino mundano y hermoso. Paul avanzó torpemente hacia el interior y descubrió el bello rostro de Eva tras la sombra que le proporcionaba una cola artificial de pavo real.
—Al fin te encuentro. Sal de ahí, déjame verte.
Eva emergió con timidez. Estaba explorando su vanidad, probándose vestidos que había hallado entre la sarta de cosas arrumbadas en el ático. Llevaba un sombrero de ala amplia, de color negro y con un flor roja. Y llevaba encima un vestido, que sobre su cuerpo de 12 años se veía enorme, si apenas podía colgar sobre sus antebrazos en vez de sobre sus hombros. Se veía  la parte alta de su pecho descubierto y la forma tierna de lo que algún día sería su voluminoso pecho. Su mirada aún contenía algo de esa reserva por Paul, y en combinación con el silencio en que siempre se hallaba ella y la intimidad inusitada en que se hallaban los dos, bien podía confundirse con una mirada de flirteo de una mujer adulta. Una mirada coqueta o incluso lujuriosa. Paul sonrió al verla y le alcanzó otro vestido.
—Adelante, pruébate este. Estoy seguro de que te verás hermosa.
Eva accedió con lentitud y su confusa actitud. Se metió tras un viejo biombo y se cambió el vestido, mientras Paul se deleitaba la vista con la celestial desnudez de la niña a través de ese mismo espejo que días atrás intentare asustarlo. Primero le reflejó su propio miedo, ahora le reflejaba la gloria.

 

4 – Revelado

En el patio de la casa, Paul le hacía unas fotos a Eva con aquél vestido que le sugirió en el ático. Ella se columpiaba muerta de risa, yendo y viniendo con las piernas descubiertas y el faldón a merced del viento, que actuaba de cómplice de Paul. Él obturaba una y otra vez, tratando de obtener las imágenes más sugestivas. Estaba encantado con Eva y su sensualidad, que le habían caído del cielo y dado una razón para vivir.
Al rato estuvieron disfrutando del hermoso día en los prados. Bailaron, rieron y se abrazaron. Para cierto punto, Paul no resistió el alzarla en brazos y girar con ella hasta marearse. Cuando el control del equilibrio se vio comprometido, se arrodilló con ella todavía cargada y pegó su apenas sereno rostro al pecho de ella. Apenas podía administrar el sentimiento de gratitud y afecto que crecía cada minuto por Eva. Se tendieron en el prado, boca arriba y así permanecieron un rato, con el sol de cómplice y la hierba como aposento. Paul tomó la mano de su querida niña y la puso en su pecho. Pensaba que su vida al fin y otra vez, tenía un sentido, al lado de su pequeña Eva.

Ese mismo día, las fotografías fueron reveladas en el laboratorio. La tenue luz roja del recinto los cubría a los dos, a Paul, mientras efectuaba el baño a las láminas apenas concentrado, y a Eva, que estaba fascinada con el proceso. Sus propias imágenes en la fotos le producían grata curiosidad. En pocos segundos apareció ella sentada en el columpio, sujetándose de las cuerdas y mostrando las piernas completas. Un vistazo agudo a la fotografía permitiría ver su ropa interior. No cabía duda ya que Paul la veía como mujer.
—¿Te gusta? —le preguntó Paul cuando sacó la fotografía de la cubeta.
—Es hermosa —respondió Eva— ¡pero una sola no es nada!
Paul repuso la lámina en la mesa y se quedó viendo a Eva. No resistiría mucho. Era el ser más bello que habría podido encontrar. Es como si estuviese allí en el cuarto de revelado a solas con un ángel, tierno, delicado e inocente pero a la vez atractivo. Tomó su rostro con delicadeza por la mandíbula y lo acercó al propio, con la lentitud propia de la ensoñación. Sus labios iban a juntarse, pero cuando faltaba no más que el contacto físico, Paul desistió y se contentó apenas con un abrazo fuerte. Encajó la cabeza de ella en su pecho. La textura y aroma de su cabello y la temperatura de su cuerpo eran, literalmente, la manifestación física de aquello que era el elixir de su salvación. No podía evitar sentir amor. Paul terminó el abrazo para no agobiar a Eva. Se separaron de forma tan gradual como hubo tenido lugar la aproximación, prolongando el hecho de estar juntos solo a través de las manos que, al cobrar distancia, se deslizaban una sobre la otra. Las manos de Eva, de la mitad del tamaño de las de Paul, regalaban una caricia prohibida. Era la piel más suave que él jamás había sentido. ¿Cuánto más, en términos de tiempo e intensidad, podría soportar la tentación de manifestar su pasión por la pequeña Eva?

Fin (de este homenaje)


Tributo a la película Piccole Labbra (pequeños Labios, 1978)

 

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