Heterosexual Jóvenes Tabú

Prohibido culear a las alumnas

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©2018 –Stregoika
Un profe se obsesiona por una estudiante meona

—1—
“Prohibido culear a las alumnas” podía leerse muy claramente en una señal que había puesto un grupo de estudiantes de décimo al lado de las demás señales en la entrada al laboratorio de química. Podía leerse clarísimo aún cuando el lenguaje no era textual sino icónico, vaya que eran talentosos esos chinos: Se trataba de una figura similar a una letra A mayúscula, por lo que pasaría desapercibida a los ojos que estuvieran fuera de contexto. Le habían añadido dos círculos que corresponderían a las cabezas del hombre y la mujer y así se entendía que la tenía en cuatro y agarrada por los hombros. Y lo más gracioso de todo, la chica tenía coleta y falda de colegial que caía de su dorso y el hombre, un birrete. Todo dentro de un círculo rojo con una diagonal atravesada. El mensaje estaba encriptado para mí ¡qué cabrones! Profe Luis, no se culee a nuestras compañeras, por favor. Me carcajeé en silencio al ver la señal tan pulidamente creada en plástico y vinilos, haciendo juego impecable con las de “no teléfonos celulares”, “no comidas ni bebidas” y “porte siempre el carné”. La creativa pilatuna era el pródromo a una actividad fuera de serie que en pocas horas tendría lugar, como regalo de día del profesor y que les contaré aquí. Pero primero, es necesario que los ponga en contexto.

Era apenas mi segundo año en ese colegio, el Católico Monstari, uno de clase media. Los últimos vestigios de una clase social que desaparecía como una voluta de humo al viento. Los chicos eran hijos de comerciantes y pequeños empresarios, con una educación que conservaba varios rasgos de la excelencia de nuestra generación. Varios, pero no todos y eso no era una debilidad, era por el contrario una virtud provocativa. Chicas con la suficiente calidad familiar para tener un proyecto de vida, pero sin miedo ni tabúes. En toda mi vida de profesor no volví a tener estudiantes así, sino de clase alta: orgullosos, mimados e intocables; o de clase baja: putas sin futuro ni valores. Yo, tuve una fortuna tan grande que me da físico miedo habérmela gastado toda en esta vida y que en la próxima vaya a ser un retrasado mental, un impotente o algo por el estilo. Dios me castigó con presencia, mucha presencia y demasiado encanto. Y lo que es peor, me condenó con la consciencia y la inteligencia para saberlo (por eso el miedo). Me licencié a los 21 años y después de una vida de macho alfa en mi propia etapa colegial y luego en la universidad, llegué al mundo de la docencia con la virilidad y la confianza del mismo diablo. Lo puedo decir con humildad ahora que han pasado más de veinte años y soy un señor. Es más, los invito a tratar de adivinar cuál de las chicas de este relato, terminó convirtiéndose en mi esposa.
   Desde que di mi primer paso adentro de ese colegio, antes que iniciaran clases, dos chicas que por azares también estaban allí en secretaría, me vieron y se secretearon cosas descaradamente. Pude leer su pensamiento como si sus ojos fueran pantallas de cine. “uhy, un profe nuevo, que rico…”. Empero, mis ojos también debieron ser muy indiscretos, lo reconozco al recordar lo que sentí al verlas. Pensé “Mamassitaas ¿ese el ganado que hay aquí? ¡Qué rico!”. Y lo sostengo hoy: qué rico. María José y Geraldine. Blanca, flaca como modelo de Victoria Secret, ojiverde, pelidorada y de monumental estatura la primera. Y negra, pelilisa, esbelta y de compacta estatura la segunda. Par de ángeles. María José estaba en pantalón de sudadera negro y top blanco ceñido y muy pequeñito. El pantalón deportivo era holgado, pero no lo suficiente para esconder el tremendo derriere de la quinceañera. Además los llevaba descaderados. En cambio, Geraldine vestía jeans hasta media pantorrilla, zapatos destapados y blusa amarrada más arriba del ombligo. Ni para qué me esfuerzo en crearles una imagen de su culo. Era una negra, punto. La una me hizo sentir como de paseo en alguna ciudad europea y la otra, como de vacaciones en el Caribe. Se notaba a leguas que sabían lo ricas que estaban y les gustaba ir parando vergas por ahí.
   —Hasta luego —me dijo María José como coqueteando en un bar.
   Lo dijo y salió del lugar meneando las caderas.
   —Hasta luego —se entrometió astutamente la secretaria, para destruir la incómoda situación.
Yo, si apenas había volteado a mirar y si bien no dije nada, sí detallé sus culos y saboreé como perro el perfume de María José.
   —Ellas entran a undécimo —agregó la secretaria, en tono de “tenga cuidado, son candela”—, yaaa las va a conocer… Y sí que las conocí.

—2—

   —Profe ¿tú eres casado? El curso rió.
   —Eso no tiene nada que ver con la clase, Geraldine.
   —No, pero es más interesante.
   El curso HIZO “uuuuhh…”.
   —Yo también tengo cosas interesantes qué preguntar pero me contengo, porque soy un adulto.
   El curso contestó con un muy sonoro “WOOOHHH” (turn down for what?) Geraldine apiñó toda su sonrisa a un solo lado de la cara y me miró de tal forma que oí su pensamiento gritándome: “con que esas tenemos…”. Me miraba y asentía. Hubiera jurado que se lamería los dientes por cómo me miró. Un incidente tan aparentemente simple como esos se convierte en una semilla plantada en buena tierra para cosechar sexo, sexo prohibido. Lo siguiente son charlas confianzudas en el pasillo o los descansos, tanteo bilateral de terreno, mucha pero mucha risa, deporte, una invitación de parte de ellas un día, una fiesta otro día y… ¡a coger!
   —Luismi —me gritó María José. Ya no me decían “profesor”. —La boleta de la Jessica está re-borracha, hay que llevarla a la casa. Vamos que el papá es re-bien. Agarró a Jessica y la levantó con brusquedad. Le ayudé.
   —Cuida’ito con lo que agarra Luismi! —espetó, en medio son de broma, en serio el otro medio.
   —Jum, será que yo soy como usted
   —¡Ay, mire este atrevido! Yo lo que cojo, lo cojo siempre con permiso. Y SIEMPRE me dan permiso ¿oyé mijitico?
   —¿Y así mismo también da buen permiso?
   —¡Ay miren este iguala’o, lo cogió el trago Luismi! —se carcajeó ella.
   Caminábamos llevando a Jessica, que arrastraba los pies y no levantaba la cabeza. Era la una de la mañana y andábamos atravesando un parque desolado del barrio Diana de Gales. Solo los faroles nos proporcionaban una brizna de visibilidad. El parque era tan grande que prácticamente en el horizonte se veían los frentes de las casas, de un barrio diferente a cada costado. El adoquinado estaba a medias y se asomaban plántulas entre las unidades.
   —Es que si se ufana de que siempre le dan permiso de agarrar y va a decir que usted no da permiso de que le agarren, pues voy a pensar que es una aprovechada.
   —No, Luismi, Yo no soy aprovechada, yo soy muy generosa… Tal y como lo intuía, su acto de escándalo era pura pantalla.
   —Geraldine… —masculló Jessica con lengua de plomo, interrumpiendo nuestro flirteo.
   —Ay esta boba se despertó. ¿Qué quiere, va a vomitar? Vomite a ver.
   Pero Jessica empezó un berrinche. Se liberó de nuestros brazos y cayó de cola al suelo. Empezó a preguntar por Geraldine frenéticamente. Yo empecé a ponerme nervioso por el espectáculo, si bien la pasaba de fábula y estaba encantado con María José, no podía olvidarme que yo era el maldito profesor y por ello responsable de lo que ahí sucediera. La visión espectral del inmenso parque y su vacío casi terrorífico, me alivió en las tripas.
   —Mamasita ¿no le da pena? ¡Mire, mire, levante la jetica mamita! Mire con quien vamos, con el pro-fe-sor… Jessica manoteó y al cabo de medio segundo masculló:
   —Qué pena profe —esta vez habló con lengua de trapero.
De repente empezó a sonar algo excitante. El sonido me evocaba calidez e intimidad. Los jeans se oscurecieron en los muslos de Jessica.
   —¡Ay esta verrionda se está meando! —gritó María José.
Se arrodilló junto a ella y la abrazó y con un beso pegado en la mejilla le recalcaba:
   —Te estás orinando, marica, te estás orinando… Luismi ¡voltéese!
   Yo volteé sin dejar de carcajearme. Además, estaba excitándome más de la cuenta. Una niña de décimo estaba ahí, meando delante de nosotros. Sus recónditas delicias estaban allá en acción, tibiecitas y empapadas. En menos de un segundo volví la mirada. No aguanté la curiosidad de verle la cara mientras meaba. Como lo imaginé, era de complacencia. Casi tenía una sonrisa, qué rico.  
   —Ya pasó, marica. No fue nada. No importa ¿cierto Luismi?
María José era adorable.
   El olor acre y cálido a chichí empezó a subir. Jessica estaba empapada y a mí me empezó una erección monumental. Allí, en mis narices estaba esa fragancia fuerte y concentrada que recién emergía de Jessica, por su rajita. Me causa todavía asombro el que, después de tanto coqueteo con las otras, una orinada me hiciera desear tanto a Jessica. Ella era blanca también, aunque no aria como María José, sino pelinegra. Era del tipo cachetoncita mimada, con cuerpo para entretenerse amasando.
   —¡Venga levántese! —dijo en trono castrense María José.
   La haló del brazo con fuerza pero Jessica se oponía con su peso inerte. Entonces le ayudé de mi lado. Me acerqué y la halé pero la berrinchuda borracha sabía resistirse muy bien. Apenas la alzamos unos centímetros y volvió a aterrizar de cola. Su cara estaba a la altura de mi entrepierna, por lo que se quedó viéndome, aunque no fue en ese instante que lo supe, sino que lo deduje luego.
   —¡Arriba, Jess, arriba! —exclamé.
   La volví a tomar para guiarla arriba, pero me rapó el brazo y lo que hizo de inmediato desató el fuego. Me puso la palma de la mano sobre el paquete y lo tanteó. Sin mediar un parpadeo metió la otra mano bajo mi camisa y la puso en la hebilla de mi cinturón.
   —¡MARICA SE ENLOQUECIÓ! —gritó María José y la retiró de mí, de un neurótico halonazo.
   Sacudió la mano y cargó la vergüenza que no sentía Jessica. Yo, ya estaba en actitud de perro salvaje, sin retroceso posible. No quería decir una palabra más. En el fondo sabía que la actitud de María José no era de recato sino de compañerismo, con su amiga borracha. Simple sentido común.
   —¡Geraldine!!! —chillaba Jessica.
   Volvimos a sujetar a Jessica para levantarla.
   —Voy a llamar a Geral… —no terminó de decirlo porque la besé.
   Le chupé los labios con una pasión que me traía alborotado desde hacía meses. Ella, respondió por unos segundos, si hasta soltó a Jessica.
   —¡Hijueputa! —resongó Jess cuando cayó.
   —Ay, aquí no Luismi —se dirigió entonces a Jessica—. Perdón mamasita, perdón…
   —Hay para las dos ¿o qué? —desenrolló Jessica, con lengua de esponja asoleada.
—Ay, qué boleta esta vieja, mano —espetó María José—. Llevémosla… ¡a donde Geraldine, a donde Geraldine! Se arrebató a sacar su celular y a llamarla.
—La casa de Geral está sola… —acotó Jessica, al fin hablando claro.

Bonito vecindario. La imaginación vuela al ponerse en los zapatos de un adolescente, cuando has olvidado como es ser uno. Cuando ves su casa imaginas toda su vida y al entrar generas un delgado lazo. Sobre todo si entras con una erección. Las sombras rectangulares caían en perspectiva sobre los muros enchapados y con jardines verticales. Debajo de la escalera había una bicicleta y en el parqueadero, las marcas inequívocas de neumáticos. Los padres de Geraldine estaban de retiro espiritual. “Alabado sea…” pensé yo. Arriba, un pasillo con cuadros de caballos hechos con hilo en lienzo negro. Una cocina integral y un comedor bajo teja plástica que contrastaba drásticamente con el resto de la casa, que era corte muy citadino. Es por este recuerdo que he tenido que clasificar a las chicas del Monstari como únicas en su especie, desinhibidas y locas pero con clase y sin remilgos.
   —Si va a vomitar, por el amor de Dios, en el valde, Jessica —rogó Geraldine.
   Estaba vestida con un pantalón ceñido de lycra blanca y un torero negro sobre un top blanco. “Qué elegancia la de Francia” solía decir María José. A mí, me había tenido suspirando toda la noche. Pusimos a Jessica a dormir en la cama de Geraldine. Una vez la terminamos de acostar, quedó gimoteando, como negándose a dormir. Geraldine acababa de salir a marcar su teléfono. Yo, tenía un asunto pendiente atravesado en los pantalones y antes de cobrar distancia, le agarré una teta a María José y mientras se la estrujaba, la besé con ansias.
   —Luismi… —masculló
   —¿Qué? ¿Me vas a decir que aquí tampoco?
   Ella vaciló y me besó al tiempo de desabotonar la parte de arriba de mi camisa. Yo le agarré entre las piernas con muchas ganas. La respiración ya se nos había alborotado y a mí el corazón me tamboreaba como si no cupiera en mi pecho. Aunque, había sido un muchachito y luego un hombre bastante “culión” toda la vida, era la primera vez que iba a estar con una menor, no simplemente menor que yo, sino menor de edad y todavía peor ¡mi alumna! Era definitivamente otra “primera vez”, en sabor, en intensidad y pasión. De ahí en adelante, las colegialas estarían en el trono de mi atención, predilección, obsesión y favoritismo.
La blusa de María José cayó, despreciada la pobre. Encima de ella su pantalón y luego su ropa interior. ¡Cuánto estorbo venía haciéndole la ropa! No me dio tiempo de vislumbrar su cuerpo con la poesía que yo estaba acostumbrado, sino que se abalanzó sobre mí como un animal. Es que no era algo ordinario, una pareja de noviecitos o arrechos compañeros de trabajo. Estábamos en el delicioso y adictivo reino de lo prohibido y lo secreto. Y, era también, la primera vez que yo era el ‘pasivo’. Caímos en la cama, al lado de Jessica, que se quejó graciosamente. María José me quitó la camisa y la tiró tan peyorativamente como había hecho con su propia ropa. Pasó las palmas de sus manos por mi torso, deleitándose con mis pectorales y mis abdominales. Resopló con una sonrisa, guiñó el ojo y dijo:
   —Papassito.

   Puso sus atléticas tetas sobre mi pecho y empezamos a besarnos. Traté de disimular el desespero para meter las manos y desabrocharme el pantalón. Mientras, con tembleque de culicagado virgen, me desabotonaba el pantalón, sentía los vellos picuditos de su pubis en mis nudillos. Todavía estaba tan anonadado que no fui capaz de hacer lo que hubiera hecho en circunstancias normales, con una novia o colega. Hubiera girado la mano palma arriba y la hubiera dedeado hasta empaparme mientras con maestría de pianista me terminaba de desvestir con la otra mano. Pero no, ahí el chiquillo era yo. María José me besaba de forma deliciosa. Por mi boca y olfato llegaban raudales de su perfume, aroma natural y aliento, no de la manera a la que yo estaba acostumbrado, por succión, sino por una forma opuesta que apenas estaba conociendo: Por entrega. Esa colegiala santandereana estaba embrujándome. Sus manos a los costados de mi cabeza, sus tetas apretadas contra mi pecho y su vagina húmeda sobe el dorso de mi mano. Parecía querer burlarse de mí, no dejándome terminar de desnudar, inmovilizando mi mano con su panocha. Y yo, no me resistí en lo más mínimo. Me encantaba ese dominio, ese control, ese deseo… era como si hubiera entrado a un cuento de hadas y una ninfa de agua me tuviera suyo.
   Una mano extra llegó a auxiliar la bajada de mi pantalón. Y de repente, otra más se sumó a la acción. Se metió entre nosotros a acariciar mi pecho y eventualmente se volteó a apretarle una teta a María José. Ella se irguió sonriendo. Jessica se acababa de pegar a nosotros. El calor que nos proporcionaba era majestuoso. María José le dio un tierno beso en la boca. Entonces Jessica se acomodó para besarse conmigo.
   —No-no-no… perdón, ey, ey… lo siento mucho… —María José nos apartó— …yo sé que ustedes están que se comen desde el parque y eso está muy bien —sonrió de manera encantadora—, pero marica, usted está E-BRIA y no sabe lo que hace, en cambio yo sí.
   Jessica protestó con ininteligibles vocablos.
   —No, mi amor, no… una nunca se lo da a nadie borracha —continuó María José.
   Como Jessica hizo el amague de llorar, María José estiró la trompa y se puso a hablarle como a una bebé.
   —No, mi amor, no va haber sexo hoy… no con él, al menos —volteó a mirarme con un rostro temerario de malicia, y se dirigió a mí: —Ole, lo excitó verla orinarse ¿si o no?
   Empezó a besarla con lujuria mientras me miraba a mí. Jessica se calmó de inmediato y cedió a los ricos besos. Nunca en mil años hubiera yo imaginado que después de estar a mil, simplemente pasara a estar a diez mil. Entonces si me acomodé y le agarré todo el bizcocho a María José. Estaba deliciosamente húmedo y calientito. Pensé en los ricos orines de Jessica y me hinqué sobre ella para besarla, pero María José me detuvo con la mano y con el dedo índice dibujó un perentorio NO delante de mi cara.
   —Te excita ¿cierto? —repuso ella, pasando de besarla en boca a amasarle, luego sacarle y por último chuparle las tetas a Jessica.
La borrachita se estremecía acariciándole el cabello a María José y dando gemiditos que tenían vida propia.
   —¡OIGAN! —gritó Geraldine—. Ay ¡yo debí imaginármelo!
—se autoregañó Geral con un palmo en la frente.
   Recién terminaba su larga conversación, pues tenía el celular en la mano y este todavía le alumbraba los dedos.
   —Venga Geral, todo bien si quiere nos vamos —respondió velozmente María José, que se había sentado como un rayo en la cama.
   Interponía su mano enviando un mensaje de llamado a la calma. Lo que sucedió a continuación marcó toda la noche o todo el año. O toda mi vida. Jessica habría de lucir ante mis ojos por el resto de la vida como un angelito rebosante de sex appeal que velaba por el placer y la lujuria. Se sentó en la cama y arrastró la cola hasta el borde. Se puso de pie tambaleándose aún y camino hacia Geraldine. Mientras lo hacía, miré su culo empacado en sus jeans y la resequedad en que se habían convertido sus orines.
   —Venga mi amor, no diga nada —dijo, alzando sus manos hacia el rostro de Geral, que le esperaba impertérrita—, no diga nada…
   El tono de su voz sobrepasaba el amor y el deseo. Los sentimientos que guardaba la tierna adolescente por su monumental diosa negra, habían estado bajo presión por mucho tiempo y acababan de fisurar el contenedor con una simple frase. La voz húmeda y vaginal de Jessica me llegó directo al sexo, como una mamada. Jessica acarició con la palma de la mano el rostro de Geraldine, le pasó el pulgar por los labios y entonces la besó. Mientras la besaba, yo seguí mirando su rico culo orinado.
   —Jessica es un loca, Luismi —susurró María José para mí.
   Luego sacó mi verga de mi bóxer y empezó a masturbarme mientras se saboreaba. En mi mente, yo trataba de dejar para después el asunto de reconciliar la paradoja que me parecía estar allí, ser su profesor, mayor que ellas, pero actuar como cualquier cachucho. Si hasta había sido el más callado toda la noche. María José se mordía los labios mientras miraba muy de cerca y masturbaba mi verga. Estaba regocijándose en su propio poder, dentro de esa temible lógica femenina de dominio subrepticio. Era la primera del clan, como debía ser, puesto que ella era la matriarca; en agarrar para su placer personal aquello que desde hacía rato se había vuelto la obsesión de todas: Yo. Y yo, estaba viendo la otra cara de la moneda. En mi colegio, los que se cogían a las compañeras, se las cogían después de mí. En la universidad, igual. En el trabajo… iba a cogérmelas a casi todas, después de que María José me devorase como amazona.
Cuando acumuló todo el deseo que pudo aguantar, al fin me lo chupó. Quería potenciar las ganas a punta de mirarme el miembro y jugar con él. Llevaba varios minutos saboreándose y acercando la boca abierta para volverla a alejar. Y cumplió su propósito, porque cuando al fin no aguantó más las ganas de mamar, lo disfrutó al triple. Yo, que todo el tiempo había estado mirándola excitarse con mi verga, le alcanzaba el culo como podía y manoseaba hasta donde me alcanzaba la mano. Seguía portándome demasiado sumiso. Fue hasta que ella estaba atragantada hasta el fondo que me decidí a moverla por mí mismo y traer su culo a mi cara. Ella entendió y se sentó en ella. El olor de su culo, en conjunto con su panochote era riquísimo. Justo en ese momento estaba probando las cosas que me harían adicto por el resto de la vida a las muchachitas.
   Simplemente, el sexo entre un hombre y una joven, es el sexo perfecto. Cuando eres un jovencito calenturiento y suertudo, el máximo placer es el puro descubrimiento y crees que no hay nada más allá. Al madurar al tiempo de tus parejas, hay ventajas emocionales y hasta espirituales. Pero por desgracia (o por fortuna, no sé), las mujeres maduran demasiado a prisa. Cuando tienes 20 y estás con una de 20, estás con una mujer más madura y recorrida que tú. Cuando tienes 30 y estás con una de 30, estás casi con una señora. Así que, cuando tú seas un señor, si estás con una de tu edad… mejor me callo. Con María José sentada en mi cara, probé la exquisitez de una fruta en su punto y la disfruté con el juicio y la madurez de un hombre. Ese, es el sexo perfecto. Es el gozo del paraíso, saturar los sentidos de placer. Difícilmente, muy difícilmente, una mujer madura supera en belleza y atractivo a una muchachita, así que tener la vista, el olfato, la piel de la cara y la lengua metidas entre las nalgas de una quinceañera con la piel lisa y monótona, cada músculo en su sitio y en el momento exacto de una explosión de colágeno, no tiene competencia. Es lo que la Naturaleza orquestó, o Dios, si así lo quieren; pero que la cultura censuró en medio de su miedo y estupidez.
   El impacto de la experiencia fue tal que solté los brazos con las palmas hacia arriba y los relajé del todo. Solo movía la lengua afuera y adentro con lentitud onírica. Ni siquiera me importaba no poder respirar. Los fluiditos de ella bajaban en pequeñísimas cantidades por mi lengua y formaban charquitos entre la cara interna de mis mejillas y la dentadura. Sus pelillos me picaban los labios. El poquísimo aire que podía respirar, estaba impregnado de su ano. El aroma era seco. Pero también era muchas otras cosas y yo aspiraba fuerte para catarlo bien, intentar memorizarlo y eventualmente usar el recuerdo para excitarme o describirlo. Parte de la idea que me enloquecía de placer en el momento era que estaba oliendo directamente, el culito de una jovencita que había tenido sentadita delante de mí en clase muchas veces, en uniforme, en medio de muchos estudiantes más y en circunstancias que prohibían estrictamente todo contacto. Ni siquiera roce de manos, pero ahí estaba oliéndole el ojo del culo. Fuera distancia, fuera jardinera, fuera panties ¡a la mierda prohibición!
   Y lo que veía, era hermoso también. Un contraste tenaz entre la distancia del techo, que veía desenfocado y sus glúteos, sin distancia. Tenía que cerrar un ojo si quería enfocar sus nalgas y excitarme con la imagen, porque con ambos ojos veía doble. Que culo tan perfecto, ni el estilo de vida ni la gravedad se habían metido con él. Y estaba ahí, aplastándose contra mi cara.
Varios minutos después, la visión cambió. María José decidió que ya había comido suficiente verga e irguió la espalda. Entre sus nalgas y el techo, apareció su espalda y su cabello cayendo sobre ella. Se levantó y me preguntó:
   —¿Todavía estás consciente? —rió.
   Se pasó el cabello sobre la oreja y me miró con los ojos encogidos por la risa.
   —Estoy en el cielo —repuse, atorado.
   Ella pasó una pierna sobre mí, se volteó y se abrió la vagina con dos dedos. Me encantó su imagen, ahí, encima de mí, agachando la mirada para dirigir el coito. De veras le gustaba tener el control. Agarró mi pene y lo metió muy lento dentro de ella. ¡Mamassita! Ahí abierta, esas piernas largototas, con los musculitos pulsándole… Empezamos a hacerlo. María José se mordía los labios mientras curveaba con fuerza el dorso para que yo me hundiera más en ella. Nuestros gemidos llamaron la atención de Geraldine y de Jessica:
   —Déjenos algo, Majo —dijo Geral.
   —No voy a dejar nada —se estremeció ella.
  
Al decirlo presionó tanto que me hizo meter dos o tres centímetros extra de verga dentro de ella, que yo ni siquiera sabía que tenía. Majo siguió moviéndose así por varios minutos, sin dejar de mirarme a los ojos. Estaba colorada, sudorosa y tenía el cabello revuelto. Mi miraba con los ojos tan tensos como su mandíbula y culeaba concentrada. Tenía las tetas super-erectas.
Yo apachurraba los ojos, esforzándome mucho para resistir y no venirme, por varias razones. Quería ser un buen polvo para majo, que llegara al orgasmo… pero también, había en la habitación otros dos coñitos y otros dos culitos, uno de ellos deliciosamente orinado, a los qué darles taladro. Majo cabalgó por varios minutos más, totalmente adentrada en sí, simplemente dándose verga, culiando de manera egoísta. Cada perreada parecía lograr más placer, sin embargo, el orgasmo parecía que jamás llegaría.
María José era una de esas chicas que exploraba y explotaba su sexualidad sin límites. Sabía cómo gozar, la condenada. Inclusive me hizo cuestionar si era cierto eso que decían, que las mujeres pueden sentir mucho más que uno. Qué envidia y sí; qué envidia verla así, en ese estado superior, montándome. No aguanté. Me empecé a derramar. El calor, el ajuste y el movimiento superaban todo voltaje conocido para mí. Ni me esforcé en contenerlo o disimularlo. Se me salieron varios fuertes gemidos desde el centro del estómago y empecé a pulsear en estado de trance. Sí que sabía sacar semen la muchacha. A los pocos segundos, fue ella quien rompió su ascenso. No lo hubiera parecido, pero el orgasmo le llegó primero que un infarto. Se dejó caer sobre mí, perreando todavía. El cabello le estaba guardando montones de calor y cuando lo dejó caer en mi cara, me lo pasó todo a mí. Pegó una de sus mejillas a una de las mías y empezó a gritar. Nos vinimos al tiempo. La concha apretaba una y otra vez mi verga con impresionante fuerza y cada apretón daba una succión como si quisiera devorárselo. A cada pulsación, yo respondía con un chorro de semen en medio del orgasmo más delirante que recuerdo. Pulsación vaginal de ella, eyaculación mía, gemido de ambos. Pulsación, semen, gemidos. Pulsación semen, gemidos. Ya usé el término “sexo perfecto” ¿cierto?
   El aroma de ella ahí encima de mí, su cabello, su sudor y su aliento acalorados, hicieron química en mi cerebro. El lacito que se había creado cuando entré en la casa, empezaba a fortalecerse. Así funciona. Llámenlo “amor” si desean. Pulsación, semen, gemidos… cada vez menos, con mayor intervalo de tiempo entre cada vuelta… se pierde intensidad. Cada vez más suave, más lento, más suave, más lento… puse mis palmas sobre la espalda de María José. Se me empaparon en su sudor. Parecía que salía de una piscina. Ella empezó a besarme el cuello. Nos esforzábamos por controlar la respiración. Ella se movió un poco y una brizna de aire se entrometió en nuestro coito. Enfrió en un santiamén nuestros fluidos y me di cuenta que tenía los testículos EMPAPADOS. Sería una pequeña parte de sudor de ambos y el resto, venida de ella. Nunca lo había vivido.
   —Mamassita —susurré y seguí acariciándole toda la espalda.
   Lo último que diré sobre esta culiada apoteósica, es que me encantó sentir sus tetas aplastándose contra mi pecho y sentir el tamboreo de los corazones sintonizados. Es lo último que diré para que los tintes románticos no apacigüen la arrechera.
   Se oyó una risita de las otras chicas y a continuación un tímido pero burlón:
   —¡Casi me tumban la cama! —de parte de Geral.
   —¡Ábrase, parcera! —renegó María José con poco aire.
   —¿Me abro, me la vas a chupar? —contestó la negra, ya burlándose sin timidez.
   —A ver —la retó maría José y ahí sí levantó la mirada.
Las otras dos estaban en calzones, manoseándose y chupándose las tetas en un sofá. Me encantaron las enormes y carnosas areolas de Geraldine. La chica se nos acercó, trayendo de la mano a Jessica. Se quitó los calzones y se paró junto a la cama, cerca de mi cabeza. Jessica se ubicó al otro extremo a manosear a maría José. Me acarició las bolas algunas veces, y, por lo que sentí en mi pene, aún dentro de la esponjosa vagina de María José; sé que Jessica estaba metiéndole el dedo en el culo.
Pude ver la panochota ultra negra de Geraldine, con vello muy escaso y ese contraste altísimo entre el rojo literalmente vivo de su vagina y el negro invisible de sus vulvas. Estaba babosita. “¿Cómo será el paraíso?” me pregunté. “¿Podrá haber algo mejor que esto?”. Geraldine sacó hacia adelante la pelvis como si fuera un macho, poniéndole su concha al alcance de la lengua de María José, que, estirándose un poco, logró empezar a lamer. El sonido de los lametazos era pegajoso, viscoso. Geral gimoteaba agradecida. María José se emocionó y empezó a chupar. Jessica le daba dedo y a veces besos en el ano.
   —No es solo para ti —alegó Geral.
   Cambió de posición y puso su gloriosa concha en mi cara. Comí todo lo que pude, me tragué todo lo que le salió. Si entre las nalgas de María José había encontrado la gloria, en la chocha de Gerladine tenía el nirvana. Coño de negra… no, un momento, “coño de colegiala negra”, ahora sí… aroma y sabor concentrados al doble o más.
   Jessica sacó mi pene de entre la vagina de Majo y me lo empezó a mamar. Pero yo lo tenía exprimido y medio muerto. Faltaba un buen rato para que me recuperara. Ese culo orinado estaba esperándome. Pasaron los minutos y sutilmente habíamos cambiado de posición los cuatro, sin dejar de hacer lo mismo. María José y yo turnándonos para comerle el bizcocho a Geraldine y Jessica mamándomelo. Geraldine se volteó y nos dio culo. Recordé de repente un libro de Stephen Hawking. ¡Ése sí que era un agujero negro!  
   Había hecho tanto en una noche que no supe si acaso habría límites. Le pediría a Jessica que orinara en un vaso y me diera de beber o que orinara en mi boca directamente ¿por qué no? ¡Qué rico! Se me volvió a empezar a parar. Uff, a culiar a Jessica…! Pero cuando ella empezó a montarme, las otras dos se lanzaron a impedirlo.
   —Shhhh… Jess-Jess-Jess, usted hoy no se mete nada por  ahí —ordenó Geraldine
—Ya le dijimos que no, mana —la secundó María José—. Además, Luismi es un caballero ¿cierto? —Me miró invitándome a la complicidad—. Usted no se va a comer una borrachita ¿cierto?
Y tenía razón.
   —Nosotras la atendemos, mamita rica —agregó Geraldine.
   Así que para mí, el resto de la noche fue ver sexo lésbico desde la cama, con las ganas de saborearle esa cuca llena de chichí a Jessica. Se chuparon todo y se dedearon hasta la saciedad entre las tres.

—3—

 Lo que me faltó esa noche fue solo para augurar algo mucho mejor después. Que ellas me vieran esa noche oliendo los pantalones orinados de Jessica, les dio la idea más linda de regalo para día del profesor venidero. En tan poco tiempo me volví una leyenda, un profesor culiador de alumnas, semental y dispensador de placer para adolescentes. “Prohibido culear a las alumnas” bromeaban los chicos. Estaba analizando cuánto tiempo sería prudente dejar el gracioso aviso allí colgado, antes que hubiera problemas. ¿Esa tarde, quizá? ¿Me arriesgaba a dejarlo hasta el viernes? Es más ¿por qué dilataba las opciones? ¿Por qué no admitía que me excitaba tener el letrerito ahí, sabiendo que el muñequito me representaba a mí y la muñequita a cualquiera de las estudiantes?
   —¡Profe Luismi! —entró Geraldine al laboratorio, tan de golpe que me despertó de mis fantasías.
   —Geral ¿quieres ver lo que hicieron tus compañeros? —señalé el aviso.
   —Ya lo vi. Muy gracioso, pero espero que no le hagas demasiado caso.
   —Justo en eso estoy pensando, porque me gusta verlo ahí, pero no pienso hacer caso —vi la cara picarona de Geral, que se mordía medio labio al mirarme. Por otra parte ¿qué clase de ejemplo sería ese? Hay que seguir las normas. Ponte a comer alimentos —señalé los demás avisos— o a hablar por celular en el laboratorio a ver qué pasa.
   —Bueno, entonces hay que respetar las normas —dijo, actuando resignación.
Además se había parado derechita, con las piernas juntitas y las manos atrás. Como se veía tan adorable, la miré de arriba abajo y luego de abajo arriba, dejando escapar una sonrisa consentidora, cosa que solo se podía hacer con las del Monstari. Pero ella siguió jugando:
   —No me mire profesor, puedo demandarlo por acoso.
“YO podría demandarlas por acoso, partida de calenturientas” respondí mentalmente. Pero en vez de decir cualquier cosa, me acerqué la pared y quité el avisito.
   —Esto vale oro y lo prefiero en un cajón de cachivaches que en la pared, porque no-le-voy-a-hacer-caso. Geraldine volvió a revelar esa sonrisa de ángel con ojos de diabla.
   —Uhy ¿tienes cajón de cachivaches? ¡Qué masculino!
   Respondí con un sincero y sonoro “prr”. Me le acerqué y la besé. Ella reaccionó moviendo grácilmente sus brazos sobre mi cabeza. Qué manera de besar tan apasionada. Beso de negra. No dejaba de sonreír mientras besaba, lo sé porque estaba sonriendo enormemente antes y después de cada beso, por largo que fuese.

En los meses que habían pasado desde la fiesta, la orgía con las tres chicas y la inolvidable meada de Jessica, yo había vuelto a estar con María José y con Geraldine alguna vez y la pasábamos muy bien en el colegio. Generalmente aprovechábamos los momentos y espacios de soledad para tener incendiarias demostraciones de cariño y deseo. También con Jessica, pero parecía que el destino no quería que yo hiciera el amor con ella. Mi obsesión con ella se estaba volviendo enfermiza. Aquella noche, no hubo sexo porque esta borracha y sus amigas fueron cofrades extraordinarias. A los pocos días, se fue de viaje. Cuando regresó, pactamos un encuentro para quemar las ganas pero a ella se le murió el abuelito y no pudo cumplir.
En las semanas siguientes, nos veíamos por ahí y nos besábamos con ansias, yo parecía un culicagado más del Monstari. Me encantaba meter las manos en su blusa y masajearle esos tetones —ella tenía las mejores tetas de mis tres jóvenes amantes— y como el tiempo y la ubicación lo prohibía, cosa que solo lo hacía más rico; sacarle un pezón con tan poco espacio que quedara maltrecho por el encaje de su brasiér y chupárselo ahí. Hacerle círculos con la lengua en la areola y dar mordiditas muy tenues al pezón. Sé que se le formaba una versión vaginal de las cataratas del Niágara porque la voz se le lubricaba como aquella noche: “venga mamita, no diga nada; no diga nada…”. Un día, inclusive, me atreví a sugerirle a Jessica que intentara cantar, puesto que el sexo que era capaz de transmitir con su voz era brutal.
Cuando más lejos llegamos, habíamos perdido el control en los baños, a una hora de clases. Ella estaba meciéndose para adelante y para atrás, hilando esos excitantes gemiditos y pidiéndome que la penetrara. Yo, que tenía la mano bajo su falda y entre sus panties, le estaba amasando su panochita, que estaba en su punto: Si hubiera querido pellizcarle una vulva, no habría podido, por lo lubricada que estaba. No había posibilidad de fricción alguna. Cuando empezó a quitarme el cinturón, oímos las risas de un grupo de niñas pequeñas que se acercaban y tuve que saltar y esfumarme. ¿Qué tenía qué hacer en la vida para estar con Jess? El resto de la tarde la tuve que pasar como cualquier colegial calenturiento que toquetea a sus compañeras, mendigando placer. Veía a Jessica, su falda de largo reglamentario y sus mejillas que me recordaban sus vulvas y me mordía por dentro. Sus piernas de leche bajo la falda escocesa y el pelo negro suelto que marcaba retrasado el ritmo que imprimía su trasero al andar. Empezaba a sentir maripositas.

—4—
   —¿Qué crees que te vamos a regalar de día del profesor? —me preguntó Geraldine, colgada de mi nuca.
   —Una corbata —levanté una ceja.
   —Jum ¿tan aburridas nos crees?
   —No, claro que no —le di otro beso.
   —Entonces ¿qué crees?
   Pensé unos segundos pero no se me ocurrió nada. Por la mirada de Geral, sabía que era algo pícaro. ¿Unas fotos porno de ellas? No… eso era demasiado infantil. Eso hacían las de sexto grado para los chicos de undécimo. ¿Una invitación a alguna parte para tener sexo sin sentido por horas y horas? Eso estaría mejor…
   —No tengo ni idea —reí.
   —Entonces te vas a asombrar —me besó y me soltó.
Salió del laboratorio, andando con esa sensualidad ansiógena. Asomó la cabeza tras la puerta y se aseguró que yo la estuviera viendo. Me lanzó una mirada de gata y guiñó un ojo. Solo le faltó rugir. Cerró la puerta.
   ¿Qué iban a darme? ¿Iban a entrar las tres en batita transparente y bajo ella, la lencería más despampanante del mundo? No, no… si hacerlo en el colegio era imposible, eso estaba más que probado. Hubiera sido lo más rico, precisamente por eso, por lo difícil y lo prohibido, pero había resultado en verdad impensable. “Impensable” desde mi perspectiva de proyecto de adulto avinagrado, de docente responsable en que me estaba convirtiendo lentamente. Pero la enorme fortuna con que la vida me acicaló, era ilimitada. Mis tres amadas muchachitas estaban ahí para salvarme de ese aburrido destino. Así que, el hombre más afortunado de La Tierra, quien escribiere estas letras muchos años después, recibió como regalo del día del profesor, un elaborado plan de parte de sus amantes clandestinas, para darme aquello que desde esa mágica noche me había hecho falta y que me estaba enloqueciendo.
María José entró. Parecía querer actuar con indiferencia, como si fuera otra.
   —Buenos días profesor —dijo.
Cogió una de las butacas del aula y la puso detrás de mí.
   —Tenga la amabilidad de sentarse.
Ante mi rostro de duda, la chica hizo un amable ademán de insistencia, señalando la butaca. “En verdad está loca” pensé. Pero me senté. En seguida entró Geraldine con una grabadora, de las del colegio, con sello del Monstari y toda la cosa. La conectó, se volvió hacia mí y me deseó un feliz día.
   —Profesor, para poder entregarle su regalo de día del profesor, necesito que manifieste que confía en mi compañera Geraldine y en mí —apuntó Majo.
   Estuve a punto de decir NO. pero ¿Y mi regalo? En verdad me tenían en ascuas. Además ¿qué era lo peor que podría pasar?
   —¡Claro que sí!
   —Gracias —asintió ella.
   Dio una sorpresiva vuelta sobre sí, de modo que se le levantó la falda y pude ver sus glúteos adornados bajo cacheteros blancos. Además, me golpeó con una ola de su aroma íntimo, de modo que me dieron muchas ganas de follarla. Pero mi regalo no era ese. Majo dio play a la grabadora y se marchó.
   Me preocupaba que en cualquier momento entrara el curso con quien tenía clase, porque yo, en vez de estar listo, estaba sentado en mitad de la antesala del laboratorio en una butaca, oyendo música chill out y sosteniendo en la mano un avisito que decía “prohibido culear a las alumnas”.
   La puerta se abrió, pero no había bullicio. No era mi curso, era solo una estudiante. Era Jessica. Pero no era la misma Jessica, la borracha calenturienta y orinada que estuvimos arrastrando por el parque Diana de Gales, ni siquiera la colegiala fatal que manoseé en los baños. Era una mujer. Estaba elegantemente maquillada y vestida. Llevaba jean negro ajustado y botas altas de atar con suela de tractor, una ingeniosa versión femenina de botas de trabajo. Arriba, vestía no sé si una camisa de leñador a manera de top o viceversa. Sin hasta iba amarrada por delante. Y el cabello lo llevaba en una coleta, simplemente. Parecía salida de una revista de estilo. En mi cara podía leerse “dios mío” con total claridad.
   Ella, que había entrado inexpresiva y natural, advirtió mi asombro y se sintió obligada a decir:
   —Esta mañana fueron las exposiciones de empresarial y… ¡cierra la boca! —empezó a andar hacia mí—. Yo quería venir en uniforme, pero…  
   —No importa, mi amor, estás… luces… dios mío…
Ella intuyó mis intenciones de ponerme de pie y me detuvo con un gesto.
   —No te preocupes, nadie va a venir a interrumpirnos.
   —¿Cómo sabes?
   —Confía en ellas… YO soy tu regalo.
  
Volví a intentar levantarme pero Jessica imprimió más fuerza en su gesto de “alto ahí”. Se paró en frente de mí. Cerró los ojos y relajó el rostro. Su aroma me empezó a enloquecer, tanto como la visión de tenerla ahí, con esa magnífica cinturita descubierta. La forma en que su dorso terminaba clavándose en esas caderas, me hacía querer maldecir, renegar o renunciar a la virilidad. Quizá la vida de un monje sería más tranquila. Qué abrumador éxito el de la naturaleza para hacer bellas y deseables a las muchachitas y débiles y hambrientos a los hombres. Bueno, podría ser peor, podría ser un reprimido o un solitario… pero no. Ahí estaba, otra vez con el paraíso derritiéndose en mi boca.
   Pero ¿cómo confiar en Geraldine y en Majo? ¿Qué garantizaba que nadie subiera al piso del laboratorio? El riesgo era demasiado y en mi mente empecé a buscar palabras para detenerlo todo. No me sentía bien corriendo ese riesgo tan grande, siendo tan irresponsable. Incluso pasó por mí mente la idea que después de todo yo era mayor que ellas y debía reclamar el control, no dejarme manipular, no señor…
   —No digas nada —susurró y puso su índice sobre mi boca.
   Aunque adoraba el sabor de su piel, yo seguía empeñado en no dejarme dominar. El color de su voz era lo más afrodisíaco que existía para mí, pero no iba a dominarme. El susto en los baños había sido lo suficientemente educativo. Alisté las palabras en mi mente “Jessica, suficiente, salgamos de aquí, un curso viene…” La garganta de Jessica vibró como una campanilla y liberó el gemidito más adorable que yo haya oído.
   A continuación, empezó a orinarse. Sí, ahí, en sus pantalones negros, a veinte o treinta centímetros de mi cara y yo caí de rodillas. El tono seco de su Jean empezó a oscurecerse en un circulito que creció desde el centro de su pubis. Ella volvió a gemir y a apretarse los labios. Parecía disfrutar mucho la micción. Se me salió un animalesco gemido y puse mis manos en sus nalgas y apreté mi cara contra su entrepierna.
   ¡Qué profesor, ni que adulto, ni qué responsable, ni qué hijueputas! ¡Los orines de Jessica, al fin, en mis labios, en mi cara, directo desde su vejiga, calientitos y vaporosos! Ella usó sus manos para apretar mi cabeza contra su pelvis. Yo, aspiraba con fuerza y relamía, para meter en mí el aroma y el sabor más ricos que probé en la vida.
   —Tomé muchísima agua solo para ti —gimió.
   Ya tenía los pantalones mojados hasta que entraban en las botas. La volteé y la doblé. Metí la cara entre sus piernas y me embriagué en su tierno chichí. Luego recorrí como sabueso sus pantalones mojados, hasta que casi los sequé. Era hora de ir por más rico néctar, directo de la sagrada fuente. Le desajusté la correa.
   —Quítame primero las botas —rió.
   Me sentí como un idiota, pero no me detuve a pensarlo.    Cinco largos minutos después, al fin sin botas, halé su pantalón. Ahí estaba ella, en sus calzoncitos empapados, sentada en el piso. Al quitarle el pantalón, un vaho de orina fresca invadió el laboratorio. La erección se me notaba a leguas. Antes del ritual de chupar vagina y por qué no, un poco de culo; y de taladrarla hasta reventar, me puse sobre ella y la besé en la boca.
   Había en mi cabeza una explosión pliniana de ideas. Una de ellas era, que quería ser especial para ella, no solo un profe que la cogió y se la echó. Su voz y sus orines significaban mucho para mí, más que haber tenido la cara entre las nalgas de María José y de Geraldine. Más que eso, sí señor. Creo que había empezado a enamorarme de Jessica. Le puse los pezoncitos como solía ponérselos, apenas asomados y así la dejé todo el resto de la sesión. Me encantaba verle esos teteros saltando mientras le bombeaba verga por su orinada panochota y ver su carita de placer, con el ceño medio fruncido y los ojitos cerrados. Después de terminar, jugamos un poco. Ella orinó en la canaleta del mesón para mí, orinó todo el avisito que habían hecho sus compañeros y me orinó la verga. Eso último, se convirtió en una efectivísima técnica para parármelo. Me la volví a comer ahí en el mesón. Me encantaba su vagina de vulvitas rozagantes y su pubis con pelitos suaves y orgullosos que miraban hacia arriba. Estaba calientísima y contenta. Y muy consentida.
   —¿Puedes orinar conmigo adentro?
   —No creo.
   —No importa, mi vida, no importa —y la seguí bananeando.
   Terminé. Terminamos. Otra vez estábamos jugando. Jessica me preguntó si yo querría orinarla. Pero la idea de orinar sobre ella no me parecía correcta. Yo sentía que ella era mi diosa y yo su vasallo. Que ella me bendecía con su champaña y que ser digno de ella era una virtud incontemplable.
   —Pero sí quiero que me des de beber —dije.
Jessica me sonrió y me indicó con el dedo que bajara. Yo, me arrodillé. Acerqué mi boca al cálido y jugoso manantial. Ella se estiró la raja hacia arriba y después de unos segundos de espera, empezó a fluir su delicia. Mi boca se llenó en un segundo. El líquido estaba caliente y se sentía un poco más denso que el agua, ligeramente ácido y ligeramente graso. Lo palpé bien con la lengua, le di varias vueltas y me lo pasé. Le besé el coño, le palmeé la nalga izquierda y le dije
  —¡Dame más!
Poco después habría de enterarme que María José y Geraldine habían maquinado toda la cosa, no solo como un regalo para mí, sino para los dos, y cumplirnos la fantasía de hacerlo en el colegio. Se habían echado encima la responsabilidad de organizar la celebración del día del profesor, desde hacía dos semanas, para tener ese día el control de TODO y encubrir nuestra fiestecita de lluvia dorada.

   Lo que ellas no calcularon, fueron ciertos efectos extra de su celestina travesura. Por una parte, mi adicción a la música chill out y por otra, más importante: Sí, lo que se están imaginando: Jessica es mi esposa.

FIN

 

 

 

 

 

Manoseador de colegialas confeso
El día que la m*erda valga plata…

Nadie le ha dado "Me Gusta". ¡Sé el primero!