Un adolescente indio. que debe matar a un hombre blanco para ser considerado guerrero, se encuentra a un niño rubio bañándose en el río.
Era el gran día. Los brujos habían danzado y todas las ceremonias se habían cumplido. Ahora debía completar mi rito de iniciación. Debía matar a un hombre blanco y traer su cabellera.
Mi padre me había enseñado cómo debía desprender el cuero cabelludo del cráneo y yo había practicado con las cabezas de algunos colonos muertos. También había aprendido a abrir sus cuerpos y dejar expuestas sus entrañas, como ofrenda a las fieras del bosque y a castrarlos, pues sus testículos transmitían fortaleza. También debía traer su ropa, armas y todo lo que sirviera para hacer trueque.
Partí al amanecer, hacia la zona donde los colonos solían cazar. Iba armado con mi tomahawk, mi cuchillo, mi arco y una buena cantidad de flechas. Mi puntería no era excelente, pero había practicado mucho y esperaba que los espíritus me ayudaran.
El bosque, que conocía bien, no me dio pistas. ¿Tal vez los colonos se habían asustado después de nuestra última matanza y por fin habían decidido alejarse de nosotros?
Caminé mucho y me detuve varias veces para invocar a los espíritus de mi tribu. El sol estaba alto y el día estaba muy caluroso. Decidí dirigirme al río.
Fue una buena idea. Al llegar, advertí que un blanco se estaba bañando. Preparé mi arco y apunté.
El hombre blanco era en realidad un niño, tal vez de mi edad, y ya me había visto.
Sin embargo no gritó. Permaneció quieto en el agua, que le llegaba a la cintura, y me hizo un gesto tranquilizador con las manos. No pedía clemencia, no parecía asustado: sus señales eran de que me cuidara. Pensé que tal vez sus padres y hermanos estarían cerca.
Se llevó un dedo a los labios, pidiendo que no hiciera ruido y se fue acercando a la orilla. Su cuerpo era tan blanco que no parecía humano. Yo seguía apuntando con mi arco a su corazón, pero mis ojos no pudieron evitar recorrer su piel suave y sedosa. Para mi sorpresa, el niño murmuró en mi dialecto:
– Ten cuidado, guerrero. Hay un cazador con armas de fuego cerca.
Su cara era hermosa e inspiraba confianza. Tenía el pelo rubio, casi blanco.
– ¿Cómo hablas mi lengua?
– Mi amo comerciaba con tu tribu y yo aprendí.
– ¿Tu amo? ¿No estás con tu padre?
– No, mis padres ya están con los espíritus. El amo me compró en un mercado de esclavos.
Se había detenido a dos pasos de distancia. Mi arco seguía tenso.
– ¿No tienes miedo de que te mate?
-Si quieres hazlo. Mi vida es triste. Ya disfruté del agua fresca. Solo te ruego que no me hagas sufrir.
Esto no era lo pensado. ¿Abatir a un muchacho indefenso? ¿Qué pensarían los dioses de mí? ¿Qué podría contar a los brujos? Además, no me gustaba la idea de quitarle la cabellera y destripar a una criatura tan hermosa.
– ¿Dónde dejaste tu ropa?
– Allí, junto a aquel roble. Puedes matarme ahí si quieres.
– Tal vez no te mate…- dije, bajando el arco.
-Pero es tu rito de iniciación, ¿no? Sé las costumbres de tu tribu. Necesitas mi cabellera, mi ropa y bueno, hacer todo lo demás.
Invoqué al espíritu del bosque y al espíritu del río. Me respondieron. No querían la muerte del muchacho.
– ¿Es cierto lo del hombre con el arma de fuego?
-Sí. Nunca te mentiría – después, con desprecio dijo:- ¡Antes mi amo comerciaba con tu tribu! Pero él les mintió y les robó. Es un hombre malo.
En ese momento se escuchó una detonación. Efectivamente, alguien cazaba en el bosque. Sonó otro disparo.
– Se está alejando- observé.
– Mejor. Aquí hay una zona sin piedras, buena para conversar- dijo el chico- si tú quieres.
Acepté. Nos sentamos en un claro. El muchacho me contó que se llamaba Billy y que pertenecía a su amo desde los cinco años. Que debía ocuparse de lavar la ropa, cocinar y cuidar a los caballos. Cuando su amo no encontraba mujeres, entonces se satisfacía con él.
– Sé que en tu tribu no hacen esas cosas.
Y es verdad, aunque sentí curiosidad.
– ¿Y eres bueno en el amor? -dije, sonriendo.
El chico también sonrió. Se acercó. Besó mis labios y sentí que mi cuerpo se alborotaba. Un aguila chilló desde lo alto de un pino. Era una señal de que los dioses estaban alegres.
Acaricié el cuerpo del muchacho. Mis dedos se deslizaron por sus flancos hasta abrazar sus nalgas.
– Es mejor que te desnudes, guerrero. Yo no te tocaré si no me lo ordenas.
Me quité la ropa. El chico se puso de rodillas y comenzó a lamer mi sexo. Se sentía muy bien. Acaricié su cabello rubio, mientras el placer me inundaba.
– No te detengas…
Fue un momento de gran gozo y el néctar de la vida llenó la garganta del muchacho, que me miró sonriente.
– ¿Qué dices, guerrero? ¿Soy bueno?
Rodamos por la gramilla riendo, besándonos y acariciándonos.
Después de gozar durante bastante tiempo, nos acostamos mirando el cielo. Me incorporé a medias y observé el cuello esbelto y suave de Billy. Con un solo tajo de mi cuchillo, su vida se escaparía en instantes. Con mis dedos, acaricié su garganta.Pareció adivinar mis pensamientos.
-Ya puedes matarme si quieres. Hoy he sido muy feliz y quiero reunirme con mis padres.
Tenía mis armas a mano y podría matarlo sin hacerlo sufrir. Pero había decidido perdonarle la vida.
Entonces se oyeron unos gritos de enojo.
– ¡Es mi amo! – dijo el chico, aterrado – ¡Escóndete, guerrero!
Tomé mis ropas y me escabullí como un reptil hacia los matorrales. El chico se incorporó y corrió hacia dónde venía la voz.
Era un hombre corpulento y barbudo, pelirrojo. Cuando vio al muchacho, comenzó a gritarle. Yo no comprendía su lengua, pero evidentemente lo estaba insultando. Finalmente el hombre le dio una bofetada y Billy cayó al suelo.
Yo ya me había vestido y desde mi refugio, observaba la escena. El hombre había puesto al chico boca abajo y con sus dedos gruesos lo estaba preparándolo para la penetración. Billy gemía de dolor. Tomé mi arco y apunté.
El colono se estaba bajando los pantalones cuando mi flecha lo alcanzó en el pecho. Dando un alarido, cayó hacia atrás, medio desnudo. No le había dado en el corazón, tendría que rematarlo.
Corrí a su encuentro con mi tomahawk en alto y dando alaridos para llevar conmigo a los espíritus de los guerreros.
El hombre, herido por la flecha y enredado en sus propios pantalones, no podía ponerse de pie. Le gritó algo al chico.
Billy tomó el rifle. ¿Me traicionaría?
Pero ante el espanto del hombre, arrojó lejos el arma.
Yo ya estaba encima de él. Intentó protegerse con los brazos, pero con un golpe de mi hacha le corté una mano. Un chorro de sangre salió del muñón mientras el hombre chillaba como un cerdo.
Su sexo estaba a la vista. El barbudo adivinó que iba a castrarlo e intentó detenerme moviendo desesperadamente sus piernas. Le di varios hachazos en ellas hasta que se quedó quieto. Los alaridos del hombre hicieron volar a las aves que estaban en los árboles.
Sentí una mano en el hombro.
– No lo hagas sufrir más.
– Te hizo mucho daño.
– Sí, pero no hace falta esto.
Por mí lo habría despellejándo vivo, pero sentía respeto y cariño por el chico rubio. Con un profundo corte de mi cuchillo, le corté la garganta y acabé con su miseria.
Billy me ayudó a quitarle la ropa. El arma y las balas serían muy valoradas. Cuando empecé a destriparlo, el chico se apartó.
Allí quedó el cuerpo del barbudo, sin su cuero cabelludo, con el vientre abierto y castrado. Guardé el cuero cabelludo y los genitales del hombre en mi morral. Billy me llevó hasta la carreta donde estaban las demás pertenencias del colono. Elegí algunas prendas del hombre, pero dejé las de Billy. Tampoco toqué las monedas doradas y plateadas.
– ¿Sabes manejar la carreta?
– Sí, por supuesto. ¿Quieres que te lleve hasta tu tribu?
– No estoy seguro. ¿Si otros colonos te encuentran, volverás a ser esclavo? ¿Volverán a tratarte como mujer?
– Él era mi dueño. Está muerto, tú lo mataste; ahora soy tu esclavo.
– No soy tu dueño, Billy. Eres libre.
– ¿Soy libre? ¿De verdad?
– Y te quedas con la carreta, los caballos y todo lo demás.
El muchacho me abrazó. Lloraba.
Fuimos al río. Yo quería lavarme la sangre y purificarme. Algunos buitres ya volaban en círculos en las alturas. También las moscas zumbaban sobre el cadáver.
Volvimos al claro, donde había un césped mullido, y allí gozamos uno del otro hasta el atardecer. No sabía que nuestros cuerpos fueran capaces de tanta satisfacción, de tanta ternura y a la vez, de tanto placer salvaje.
Exhaustos, nos tomamos un descanso para recuperar el aliento.
– Mira, guerrero…
Un chacal estaba devorando las entrañas del barbudo ante la mirada atenta de unos buitres, que esperaban su turno. Era una señal para mí.
– Es hora de volver a los míos- le dije al chico, acariciando su pelo- ahora eres libre y nadie te va a maltratar. ¿Necesitas el fusil?
– No, guerrero. Eso es tuyo.
– Tienes que irte lejos. Es peligroso quedarte en el bosque. Y me rompería el corazón ver que otro trae como trofeo tu pelo amarillo… y tus hermosos testículos…
Nos reimos.
– Me iré, no volverás a verme nunca, pero siempre estarás en mi corazón.
Nos dimos un abrazo, nos besamos. Después, observé cómo Billy se vestía y preparaba los caballos.
Volví a la aldea con las primeras estrellas. Todos se admiraron de la cabellera pelirroja y del rifle que había traído. Esa noche, entre danzas e invocaciones, comí los testículos del hombre blanco. Cuando los brujos me preguntaron, les conté lo ocurrido pero nada les dije sobre Billy. Ese era un asunto entre los espíritus y yo.
Pasé la noche con una de las hijas vírgenes del cacique. Era una hermosa niña. Y, sin embargo, mientras acariciaba ese cuerpo perfumado, no podía dejar de pensar en Billy. Imaginaba que yacíamos los dos juntos como en el claro del bosque.
Volví al río al día siguiente. Del colono apenas quedaba su esqueleto y unos trozos informes de pellejo que se disputaban los buitres. Billy ya estaría a gran distancia de nosotros.
Observé el río, donde había encontrado a Billy. Sentí un escalofrío de solo pensar que yo hubiese podido dar muerte, con mis flechas o mi cuchillo, a un chico tan maravilloso. Le pedí a los espíritus que lo cuidasen y regresé a la aldea.