Adolescentes Ficción Gay Sexo en Grupo

El extranjero

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Desde que Jeroen entró a nuestro colegio, Miguel y yo buscábamos la manera de involucrarlo en nuestros juegos sexuales.

Jeroen era nativo de los Países Bajos. Su padre acababa de ser nombrado embajador y su madre había sido modelo. El chico había heredado de su mamá una belleza angelical y de su papá la discreción diplomática. Aunque solo hablaba neerlandés y un poco de inglés, desde que llegó trató de socializar y se esforzó por aprender castellano. Nosotros nos encargamos de hacerlo sentir cómodo en el colegio.

Miguel y yo éramos ya algo más que amigos. Habíamos experimentado precozmente con el sexo. Desde los diez años veíamos pornografía habitualmente y no tardamos en poner en práctica lo que veíamos en la pantalla. Claro que la biología nos hizo esperar. Por entonces, nuestras fantasías terminaban, como mucho, en orgasmos secos.

Pero cuando llegó Jeroen ya teníamos trece años y nuestras hormonas estaban en ebullición.

Miguel era morocho, peludo y musculoso. En nuestros juegos, prefería ser el activo. Mi tez blanca, el ser lampiño y mi gusto por usar el pelo lo más largo posible, me dejaban en el rol de pasivo la mayoría de las veces. Ya habíamos hecho de todo entre los dos. Nunca habíamos invitado a un tercero a sumarse a nuestras fiestas.

La llegada de Jeroen nos excitó de inmediato. ¿Cómo atraerlo a la casa de Miguel -donde nunca había nadie hasta muy tarde- y lograr que disfrutara con nosotros?

Su amabilidad facilitó las cosas. Miguel lo invitó a hacer un trabajo en equipo a su casa. La profesora lo alentó. Ella no sospechaba lo oscuras que eran nuestras diversiones. Nadie lo sabía en el colegio, donde pasábamos por chicos deportistas siempre interesados en las niñas más bonitas.

Jeroen era un muchacho de estatura media y pelo rubio casi blanco, como el de los albinos. De ojos color miel y rasgos delicados, siempre se comportaba con mucha educación. Tenía una sonrisa preciosa. Pero, además -y esto sería fatal para él- le agradaba complacer.

Fue así que después de estudiar juntos una media hora, Miguel dijo que ya era hora de jugar al “desnudo”.

Le expliqué a Jeroen que se trataba de “naking playing card”, una costumbre entre los niños del país, pero que, si él no quería jugar, estaba Ok.

Jeroen no entendió mucho de qué se trataba, pero dada su amabilidad, aceptó. Por supuesto, ese juego lo habíamos inventado unos días antes Miguel y yo.  

Lo primero era controlar que, al inicio, todos tuviésemos la misma cantidad de ropa. No queríamos que el juego se alargara demasiado, así que cada uno se quedó con su slip, sus calcetines y su camisa. Todo lo demás -zapatillas, sweaters, camperas- quedó en un rincón.

Mezclé los naipes y repartí uno a cada uno, boca abajo. Jeroen sacó un rey de oros, Miguel un siete de copas y yo un cuatro de bastos.

Miguel le explicó a nuestro amigo que como él había sacado la carta más alta y yo la más baja, debía despojarme de mi camisa.

Mientras lo hacía, pude observar su cara tan de cerca que tuve que contenerme para no besarlo.

En la siguiente mano, fue Jeroen quien perdió su camisa a manos de Miguel. Este fue desprendiendo los botones muy lentamente y dejó el torso del holandés al descubierto.

Jeroen, en su inocencia, sonreía mientras mezclaba los naipes. Tanto el slip de Miguel, como el mío revelaban nuestra excitación. 

El juego fue avanzando y llegamos a las instancias decisivas. Jeroen llevaba ventaja, porque aún conservaba sus calcetines y su ropa interior, mientras a nosotros dos, solo nos cubría nuestro calzoncillo.

Sin embargo, gané la mano y Jeroen perdió. Le saqué uno de sus calcetines y -ya no me pude reprimir- le pasé la lengua por la planta del pie. Por lo inesperado del gesto y por las cosquillas, se rio. 

La siguiente mano fue Miguel quien le quitó el otro calcetín. Ahora estábamos iguales.

El que sacaba el naipe más alto, sería el amo. El que recibiera la carta más baja, el esclavo. Y el que quedara en el medio, sería esclavo del amo, pero también amo del esclavo.

Jeroen aceptó, sonriente como toda la tarde.

Lo confieso, esa última mano ya estaba arreglada. Ganó Miguel y yo me quedé con la carta más baja.

Nos reímos. Miguel y yo por lo ansiosos que estábamos de tener sexo y Jeroen por agradar. Miguel nos quitó la ropa interior a los dos y quedamos desnudos. Nos ordenó ir al dormitorio de sus padres.

Al abandonar la sala, Jeroen empezó a preocuparse. Pasándole un brazo por los hombros le hablé en inglés. Que se quedara tranquilo, era solo un juego inocente. Nos subimos a la gigantesca cama matrimonial de los padres de Miguel, donde tantas veces los dos habíamos tenido sexo.

Todo estaba planificado. Claro que íbamos a gozar del chico, pero no le íbamos a hacer nada que no fuera placentero para él.

Acostado boca arriba en la cama, con la cabeza en la almohada, Jeroen estaba tenso. Como siempre soy muy cariñoso, me incliné sobre él y comencé a besarlo. Primero en las mejillas y el cuello, después en la boca. Al principio estaba inmóvil, después intentó responder. Pero era un niño inexperto y no sabía besar.

Miguel siempre se burla de mí, dice que soy una especie de pulpo humano. Lo que pasa es que me encanta acariciar, por eso mis manos siempre están activas mientras tenemos sexo entre los dos.

Era muy placentero acariciar el pelo y los hombros de Jeroen, decirle palabras afectuosas en inglés, sonreírle.

Entonces Miguel -que hasta entonces solo había mirado- asumió su rol de amo.

Yo -esclavo del esclavo- debería hacerle sexo oral a Jeroen mientras Miguel me penetraría. Nos acomodamos en la cama para satisfacer los deseos del amo.

Sí, sé que el peor lugar era el mío. Con una polla en la boca y otra en el culo, solo daba placer. Pero no me quejé.

Como siempre, mientras se la chupaba, mis manos subían y bajaban por el cuerpo de Jeroen, acariciando sus caderas y muslos.

Miguel me comentó después que mientras me cogía, se excitaba más y más viendo la hermosa carita de Jeroen, que tenía los ojos cerrados por el gozo y sus labios entreabiertos, dejando escapar de tanto en tanto suaves suspiros de placer.

Mi lengua se enroscaba en los sensibles rincones de su pene y lo hacía estremecerse. Yo dominaba el arte del sexo oral desde hacía mucho tiempo. Después, aceleré la mamada.

Un gemido profundo anticipó el orgasmo del chico. Tragué el semen y cuando su pija quedó fláccida, me dediqué a lamer su pubis sedoso y acariciarle las bolas. Después, fue la eyaculación vigorosa de Miguel la que me conmovió.

Me pregunto si en algún lugar de mis entrañas se habrán encontrado los espermatozoides de mis dos amigos.

Miguel me ordenó acostarme boca arriba y ordenó a Jeroen que me hiciera la paja. Yo ya estaba muy excitado, pero controlé la eyaculación para sentir las manos de mi nuevo amigo jugar con mi pija. No lo hizo mal.

Se había hecho tarde. Decidimos terminar y darnos una ducha. Como si no hubiese pasado nada especial, nos vestimos, guardamos nuestros útiles y esperamos a que el chofer del papá de Jeroen pasara a buscarlo. Nos despedimos con un abrazo.

-Todo salió perfecto- comenté.

-No estuvo mal- dijo Miguel- pero me quedé con ganas de más. ¿Vos te podés quedar a dormir?

 

Y me quedé, aunque esa noche prácticamente no dormimos. 

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El simposio.

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