Adolescentes Erotismo y Amor Incesto

Incesto a la Plancha

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Incesto | Padre-hija | Quinceañera | Gomela

Un padre se somete a una terapia para poder cometer incesto sin remordimiento

©Stregoika 2022

1 – Maribel

Soy un tipo al que lo persiguen la viejas. Me han perseguido por años, las acaudaladas igual que yo, mis empleadas no solo en la empresa sino en el condominio donde vivo… pero esperen. No soy un adonis, solo soy un treintón promedio. ¿Que si es por mi solvencia económica? Podría ser, pero mis propios colegas tanto o más adinerados que yo me confirman que a ellos no los asedian así. ¿Qué es entonces? ¿Sex Appeal? ¿Magnetismo animal? ¿Me unto una pócima chapuceada por una bruja? Escuché alguna vez una historia tonta de un amuleto que puede arrechar hasta tu hermana. Pues no, nada de eso. La razón por las que casi todas quieren ver mis zapatos bajo su cama, es mi esposa.

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Maribel fue la niña más hermosa de su colegio, luego la más linda de la universidad (donde tuve la fortuna de conocerla y la bendición de enamorarla) y luego la dama más célebre del sector financiero y de a donde quiera que íbamos. Mi Maribel fue siempre una preciosidad que parecía de telenovela. Y era más conocida en los medios que yo. Como lo imaginarán, Maribel era una especie de amor platónico para el hombre de a pie. Siempre la conocían primero que a mí. ¡Eureka! Es simple comportamiento: Las mujeres son envidiosas por naturaleza, y se me iban encima no por algo que tuviera yo, sino porque querían sentirse “más hembras” que Maribel. Las de servicio me mostraban los cucos, las secretarias me restregaban sus pechos turgentes y tibios en los brazos cuando mirábamos papeles y las colegas bordeaban con el índice la copa en los cócteles mientras me miraban… por competir con quienes le parecía la más hembra de todas: Mi bella esposa.
Afortunadamente fui siempre extraordinariamente intuitivo, y aunque me agradaba que me restregaran las tetas y cruzaran las piernas frente a mí casi diciendo “Mire, arquitecto Zuleta, lo que me puse hoy”, nunca hice nada porque predecía de modo psíquico que yo NO les gustaba. Solo lo hacían porque mi esposa era Maribel. Y… dejarse seducir por alguien a quien no le gustas ni un poquito, sería algo humillante. Además ¿Para qué revolcarse con cualquiera, si duermo con la mujer más deseada de la ciudad (acaso del país)? Ah, sí, una contraparte hasta cierto punto equivalente tenía lugar. Ella también era asediada, por mis amigos, inclusive; solo que con una condición que lo empeoraba todo: Ellos no lo hacían por competencia, sino porque estaban interesados en ella. Venga, que no quiero pasarme de jactancioso, pero es que Maribel era tan femenina y adorable que evocaba en los hombres el recuerdo de sus madres. Por eso, entre sus decenas de asediadores había varios  perdidamente enamorados de Maribel. He ahí una de las grandes diferencias entre cómo se comportan las mujeres y los hombres. Solo es comportamiento reproductivo.
Los primeros años de matrimonio fueron difíciles por los celos de ambos, por las constantes amenazas exteriores, pero tales terminaron por fortalecer nuestra relación al punto de volverla irrompible. Sólo tuve una vez un affair con una asistente, Alejandra. Cosa de una tarde, en la oficina. Y aparte de ella, con la única que he estado es con Catalina, hija mía y de Maribel. Sí, incesto. Esa no fue una traición a Maribel, sino algo glorioso que les quiero contar. Pero vamos con calma y por partes.
El sexo con Maribel era de otro mundo. Con ella teníamos una conexión a nivel espiritual. Eran nuestras almas las que se volvían una cuando hacíamos el amor. Espero que puedan ustedes hallar a alguien con quien experimentar eso algún día. Yo no tenía necesidad de buscar nada en otra parte, pero ocurrió la visita de un viejo amigo que desencadenó todo un desorden.

2 – Noé el degenerado

Noé apareció de la nada, vistiendo su ropa tribal y portando su mochila tejida con diseños caribes. ¡Solo le faltaba una pluma en la cabeza! El había sido durante la universidad aquél vago por el que probamos algo de droga y hicimos un par de locuras. Además era amante irreverente y declarado de las adolescentes. «¡Alerta, peligro!» me dije cuando lo vi a través de la ventana. La última vez que hablé con ese degenerado, Catalina no estaba ni en los planos. Pero supuse, por decisión inconsciente quizá, que él no se metería con mi hija, y salí y lo recibí a brazos abiertos. Noé hubo de trasegar por derroteros muy diferentes a los de Maribel y yo, que éramos gente acomodada que aparecía de vez en cuando en páginas de sociales. Noé, estuvo en la universidad hasta media carrera, solo como —él mismo lo decía— parte de su currículo kármico. Sabía supuestamente desde el principio que no se recibiría. Solo debía experimentar la vida universitaria por un tiempo. Vaya loco.
Aquél soleado sábado nos encontramos Maribel, Noé y yo en nuestra sala, bebiendo primero sake, cortesía del estrafalario visitante, y al rato cerveza de barril. Maribel estaba muy animada, y yo también, sobre todo por la cortesía y finura con que Noé se dirigía a mi esposa. Aunque las cosas cambiaron cuando llegó Catalina. Mi hija se hizo presente desde que la risa de ella y de sus amigas, que eran vecinas del condominio, se oyeron diluirse en medio del área común. Era la típica risa de adolescente, que parece por defecto narcisista y como si se burlara del universo.

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—¡Llegó Cata! —exclamó mi mujer, con su voz tan sobria que parecía jamás en la vida haber gritado.
Yo, sentí una punzada, ya saben por qué. Nuestra empleada abrió la puerta y se hizo a un lado para dar paso a Catalina. Ella la saludó con una cordialidad que resultaba contradictoria al tono de su risa, a su status y a lo que es el adolescente estereotipo. Luego entró brincando como un resorte y abrazó a su madre y desde su regazo, me hizo fiestas con morisquetas. Después de saludarnos, advirtió la presencia de un extraño y por un segundo se apenó y quiso comportarse como la niña de quince que era, y no como una de 10. Contuvo la coloración de sus mejillas y dijo:
—Buenas —muy a secas.
El muy sinvergüenza de Noé estaba deslumbrado con mi hija. Ella llevaba una faldita tableada corta, con la que le gustaba hacer deporte. Su camisilla de manga muy corta y cuello polo le hacía juego muy bien, además dejaba su cintura y ombligo al descubierto. ¡Sólo era una niña! Maldito Noé. Supe que era mejor terminar la visita y correrlo de mi casa.
Catalina de desprendió de su madre y subió las escaleras corriendo, por lo que se vio durante un par de instantes la lycra azul claro que llevaba debajo, sobre todo cuando llegó arriba y se agarró del barandal para impulsarse con fuerza hacia adelante. Vi de reojo a Noé y estaba casi saboreándose. Al mismo tiempo, mi esposa decía:
—Y, a propósito Noé ¿No has tenido hijos?
—No, ninguno —aseveró con orgullo.
—Que no sepas que ellos existen es otra cosa —comenté yo.
Todos reímos y el potencial momento de disgusto se neutralizó, temporalmente.
¿Cómo puede ver un hombre de treinta y séis años con deseo a una niña de 15? «Me enferma» pensaba en ese momento. Cuando uno es padre, y muchos de vosotros lo confirmaréis, los ojos con los que ve a una hija de 15 años son los mismos con que la vio recién nacida, la vio crecer, decir su primera palabra, aprender a montar bicicleta, la vio graduarse de jardín y luego de primaria, la vio aprender a nadar, caer y rasparse, llorar, hacer travesuras… ¡imposible no verla como un bebé toda la vida! ¿O no?

Noé era un neo-hippie que había viajado por casi todo el mundo, había convivido con toda clase de culturas y probado de todo. Estoy seguro que era bisexual y que tenía vida sexual con su hermana mayor, Carime. Había mochileado por toda América y probablemente probó el zoo en Tijuana. No es que no hubiese mucho más donde probar, pero Tijuana es para el zoo como Pereira para las pre-pagos. Noé no conocía la vergüenza.
Rato después, ya a solas, le dije:
—Pilas Noé como me mira la niña porque lo saco de aquí.
Él me miró casi con lástima. Pero aún así podía, creo, entender mi ofuscación y respondió:
—No es necesario que se moleste, Eduardo —casi acarició el aire entre nosotros con la mano—. ¿Cómo se le ocurre que yo podría caerle a su hija? Seré un inadaptado pero no un depredador. Fresco. Le juro que no la vuelvo ni a mirar, y le ofrezco una disculpa. Sí me pasé de la raya.
Fue más fácil y rápido de lo que imaginé. En dos segundos ya estábamos hablando de otra cosa. Nos habíamos pasado a la terraza, de donde se tenía una bella panorámica de la Sabana de Bogotá, única desde lo alto del conjunto Monserrat.
—Y ¿Cuánto va a durar aquí en Bogotá? —Le pregunté antes de chupar el tabaco y exhalar una nube.
—Pues se me está alargando el chico. Cada vez me salen más clientes.
—Uhy, buenísimo. Y ¿qué es lo que hace usted? ¿Sanaciones?
—Sanaciones. Le enseño a las personas a ver su propia vida en perspectiva para que los problemas no los agobien —me vio de arriba a abajo—. A usted, que es arquitecto, le debe sonar a basura.
—No ¿por qué dice eso?
—Bueno, me retracto. ¿Le puedo dar un ejemplo?
—Adelante —chupé otra vez el tabaco que él me había obsequiado. Estaba exquisito.
—Una mujer tiene un pariente, un hijo, por ejemplo; muy enfermo. Póngale por un accidente en moto. Tiene que lidiar con los cuidados de él y los gastos, permanentemente y más encima le toca sola. Con el tiempo se deprime por no poder ocuparse de su propia vida y empieza a ceder, incluso a poner en peligro su propia vida.
—Tenaz.
—Exacto —me señaló.
—“Exacto” ¿qué? —pregunté.
—Le acabo de describir una tragedia horripilante y usted la ve con ojos objetivos, o sea, desde afuera.
—Claro —dije.
—No es su asunto —agregó él.
—Pues no.
—Ahora imagínese que Maribel se accidentara.
—Pero qué cabrón usted ¿Por qué dice eso? —me molesté.
—¿Ve? La perspectiva cambia lo que sentimos. Lo que yo hago con mis clientes es lo que acabo de hacer con usted, pero a la inversa. Hacer que vean sus problemas como ajenos, en perspectiva, y hacer que les importen muchísimo menos, o nada. Es mucho más difícil a la inversa pero se puede con unas sesiones y voluntad.
—Hijo de puta, usted siempre ha estado loco, Noé. Y ¿le pagan por esa carreta?
Él rió.
—No las fortunas que le pagan a usted por imaginar edificios y dibujarlos.
Entonces reí yo.

Noé cumplió su promesa. No volvió a ver a Catalina con cara de perro al que le gotea su salchicha. Lo comprobé a la mañana siguiente, cuando —yo estuve pendiente— Cata bajó a desayunar en ropa de dormir. La reacción, con poco decir ‘ausente’ de Noé, me dejó tranquilo. Pero los días venideros, ya sin Noé y volviendo a nuestras vidas normales, trajeron más cosas de parte del destino.

3 – Kerry Green

Una mañana de domingo, Maribel me llamó a gritos, de la misma forma en que llamarías a alguien recién enterándote que ganaste la lotería.
—¿Qué es ese escándalo Maribel? —le pregunté al entrar a la habitación.
Maribel yacía en medio de nuestra cama, con su sexy pijama de seda blanca brillante acariciándole la piel. Era una de esas mujeres que ‘amanecían ya peinadas’. Parecía ni siquiera hundir el colchón sino flotar sobre él. Suspiré.
—¡Mira, mira —enviaba mi atención hacia el televisor— esa es la película que te conté un día! ¿Te acuerdas?
En ese momento no supe de qué hablaba ni por qué parecía ser tan importante para ella. En la pantalla, se veía lo que obviamente era una película para niños y adolescentes, de esas de aventuras. Ante mi cara que claramente dibujaba un “no sé de qué diablos hablas, mujer”, ella extendió su explicación:
—Amor: Cuando éramos novios, hablamos en un club sobre las películas que más nos habían gustado de niños y yo traté de describir la mía porque no me acordaba del título, hice el ridículo, pero ¡es esta!
—Ah, sí cómo olvidarlo. Es más, Noé estaba ahí. Y ¿cómo se llama la película?
—¡Los Goonies! —señaló una viñeta en la pantalla.
Para ella, era como haber encontrado el arca de la alianza. Yo me enternecí por su repentino arrebato de inocencia y me senté junto a ella para acompañarla mientras revivía cosas de su infancia. Convertida en una niña de seis u ocho años, usó mi pecho como espaldar y se puso a ver la película.
—¡Me encanta! —comentó.
Yo no entendía mucho, pero al menos estaba claro que había un grupo de chicos de entre 12 y 14 años avanzando a través de cavernas, iluminadas de forma inverosímil y con corrientes de agua. En un momento, una de las jóvenes actrices me removió algo en las entrañas, como si vieras una vieja foto de la primera niña de la que te enamoraste, cuando tenías unos 10 años. Pero la ves siendo tú ya un señor curtido, y el recuerdo activa zonas de tu cerebro y de tus tripas que ni siquiera recordabas que tenías. Mientras Maribel frotaba lentamente mis manos con las suyas y, sonreía y abría sus negros ojotes mirando la película; yo trataba de lidiar con esa inesperada sensación que me dejaba ver a Kerry Green —su nombre lo investigaría poco después—. Su estilo de cabello ochentero y enormes ojos cafés eran ya un desestabilizador para mi alma. Pero no sería lo peor. Tal vez el director de la película quería mostrar un personaje ligeramente sexualizado, para darle el carácter propio de su edad y relacionarlo de tal manera con los otros personajes. En esa época no había pedo con eso. Entonces, la muchacha llevaba una corta falda blanca, muy corta, a ras de principio de nalga, y vaya que tenía unas piernas que lo hacían a uno imaginarse ser un caníbal de una tribu o un tiburón. A parte, y para peor, en ciertas escenas, Kerry mostró lo que usaba bajo su falda de manera explícita y provocativa. Justo lo que el director debió querer. Sentí un calorcillo en la próstata, algo así como un aviso que decía «Alerta de erección, alerta de erección». Rato después, en la película, los chicos llegaron a un barco oculto en la caverna y Kerry se agachó para recoger algo de cubierta. Otra vez tuvo un amplio, duradero y muy, muy sensual upskirt. Fue cuando recordé que yo también había visto esa película cuando era un morro y, no solo eso: También me había enamorado de Kerry Green y me masturbaba como loco con sus upskirts, aunque frente a un televisor CRT de 21 pulgadas. Volver a ver esas maravillas en alta definición en una pantalla gigante fue…«Alerta de erección, alerta de erección ¿Desea continuar?» preguntó mi próstata. Yo le dije «¡No! Cancelar. ¡Mi esposa no es boba y va a relacionar el que yo me haya calentado con que a la niña de la película se le vean los cucos! Cancelar, ‘cancelar!».
—Disculpen, tórtolos ¿se puede? —dijo mi hija, desde fuera, tocando con los nudillos.
—¡Entra, mi amor, claro que sí! —le respondió mi esposa.
Catalina ingresó dando sobre-actuadas hurtadillas y estirando la cara cómicamente.
—Perdón, perdón me atravieso —pidió Cata, pasando entre nosotros y la TV, al subirse a la cama. Llevaba su ropa de dormir, y al estirar las piernas para pasar sobre el regazo de su madre, alcancé a ver el final de su pierna izquierda y el principio de su redondo glúteo. «Alerta de erección, alerta de…»
—¿A dónde vas amor? —me pregunto mi esposa, pues yo acababa de levantarme tan súbitamente como pude, sin dejar de ser delicado con ella.
—Voy al baño —dije inconscientemente, pero me retracté en seguida—: ¡No, a la cocina, a la cocina!
—¿Qué están viendo? —preguntó Cata.
Puse mis ojos en el TV y justamente, Kerry Green acababa de ser arrojada por la borda y caía de pies al agua. Su falda se le subió por completo. «Alerta…»
—Los Goonies ¿ya la has visto? —quiso saber Maribel.
Mi hija vaciló y, como casi todo en ella, sobre-actuó el concentrarse en la pantalla para comprobar antes de contestar. Al acomodarse, separó las rodillas, cruzó las pantorrillas y dejó visible un ápice de su panty blanco a través de su holgada pantaloneta de la pijama plateada. El cuerpo de mi hija era de concurso de fitness, de esos que no tienen una curva en las coyunturas sino un ángulo. La ropa interior que llevaba Catalina era pequeñita, así que le vi el ángulo que unía su pubis y su pierna. Salí corriendo.
—Dios mío ¿qué me está pasando? —me pregunté mientras rodeaba la mesa del comedor. Luego me dije—: Me siento como si tuviera unos catorce años ¡qué ridículo!
Hasta la posibilidad de ir al baño a echarme agua me pareció ridícula. ¿Por qué iba a ser necesario? «Soy un hombre hecho y derecho, no necesito esas cosas». Halé una silla y me senté. Recargué la quijada en mis puños y respiré. «Contrólese, Eduardo» me dije «Todo los hombres deben tener recuerdos de sus pajas de niños y las actrices por las que se la hacían. ¿Por qué iba yo a no tenerlos también? Nada, vuelva arriba y mire a Cata como lo que es, su preciosa hija, y a Maribel como lo que es, también; su extraordinaria esposa». Volví a la habitación sacando pecho.
—No, papi, jamás —graficó el “jamás” con la mano, borrando todo delante de ella a 180 grados— he visto esa película. Y ni la vería. ¡Mira lo falso que se ve! Se nota que esa cueva es una pintura color mate sobre puesta con chroma key.
Para cuando dijo eso último, señalaba al TV con desprecio y subía un pómulo al punto de que casi le tapara un ojo. Creo que ya les había explicado, amables lectores, que mi hija era sobre-actuada ¿no?
Pero yo iba con otra cosa en mente. A ver a mi esposa e hija como lo que eran. Tomé el rostro de Maribel a dos manos y la besé el rostro con ternura. Primero las mejillas y por último la boca. Ella reaccionó sonriendo sorprendida y uniendo sus manos a las mías. Me miraba con adoración. Pero qué ‘viejota’ era mi esposa ¡Dios mío! Qué textura y color de esa piel y ese cabello color antracita y textura de seda… y ese aroma natural ¡válgame! Todavía acariciaba su pómulo con mi pulgar cuando mi hija intervino, improvisando una canción:
—Uhy… pero qué cariño-so… —se arrodilló en la cama y avanzó hacia nosotros, bailando— …está el señor. Ojalá y no se le olvide que también tiene hija… ¡ ojalá y no se le olvide que también tiene hija!
Acababa de llegar a mí.
—¡Miren a ésta celosa! —comentó Maribel.
—Dame al menos un abrazo…. —siguió cantando la otra— dame al menos un abrazo o lo tomaré como un rechazo, uh, uh, uh.
Creo que Maribel y yo nos habíamos sobrepasado consintiéndola desde que era chiquita. Ahí estaban las consecuencias. Pero qué demonios. Ambos la amábamos más que a nuestras vidas. O dicho de mejor forma: Ella ERA nuestras vidas. Catalina había llegado al borde de la cama y había puesto sus manos atrás, esperando el abrazo que exigía. Pero le dí más que eso: Le estampé, siguiendo un impulso natural y sin razonarlo, un beso en el cuello. Maribel dio un grito de sana impresión y Catalina dio algo entre suspiro y gemido, que estoy seguro, sólo oí yo. Me dije «¡En el nombre de Dios, mi hija huele todavía más a rico que Maribel! Si alguien en el mundo huele más a rico que mi esposa recién levantada, tiene que ser justamente mi hija recién levantada». «Alerta de erección, alerta de erección…», y todo por culpa de Kerry Green a los 13 años.

4 – Alejandra

Yo no esperaba nada así para mis más de cuarenta años. Lo pensé cuando huí de la habitación, que «soy un hombre hecho». Pero tenía qué aceptar que estaba equivocado. No era ningún hombre terminado, eso no existe. Según aprendería de Noé, lo que hay que aprender de la vida es tanto que no basta una sola [vida]. En cuanto a mí, llevaba días tratando de olvidar mis mordaces sentimientos por Catalina. Repentinamente, yo había vuelto a ser un adolescente, solo que uno de cerca de tres veces la edad. Es como si estuviera enamorado, pues mi mente se había fragmentado y solo una parte se ocupada de las cosas de rutina en la oficina. Recibía los catálogos de manos de mi asistente, Alejandra; y los extendía sobre el escritorio. Trataba de imaginar espacios con aquellos muebles y de plasmarlo todo en el estéril programa de diseño. Todo lo hacía a una velocidad ligeramente inferior que la habitual, porque no podía apagar la otra parte de mi mente, esa que me atravesaba imágenes, casi a fuerza, de mi hija en su holgada ropa de dormir; y, para colmo, no solo tenía visiones sino evocaciones involuntarias de su aroma y su tacto. Se los dije, como cuando eres un tonto de 14 años y estás enamorado de una morra de igual edad.

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Alejandra no cooperaba. Ella bella y malintencionada. Con cuerpo de modelo de afiche de taller de mecánica. Voluminosa y provocativa. Mechuda y de lindo rostro. Vestía muy sensual, con faldas cortas o largas pero con una insinuante abertura. También usaba escotes que acostumbraba ponerme casi en la cara cuando se doblaba a mi lado para mostrarme algo en un catálogo. Su aroma ya era parte de mi paisaje sensorial, igual que sus upskirts y el roce de sus abundantes formas en mis brazos. Su propósito era que yo volviere a sucumbir y repetir la gloria, para ella, de “derrocar” a Maribel. Pero la pobre no tenía idea de lo que pasaba por mi confundida cabeza, puesto que el roce de sus senos en mis hombros, el tacto electrizante de su cabello en mi cara o el de sus caderas o incluso glúteos en mis codos, ya no me provocaba. De hecho me molestaba. ¿Por qué? Por que eran como una intromisión a algo sagrado. En mi cabeza había una nueva estructura, y el primerísimo primer lugar estaba compartido. Es decir, Maribel estaba en el trono del deseo, el amor y la lujuria, y ahora llevaba a nuestra hija sentada sobre su regazo. Así que, Alejandra: «No eres nadie» pensé. Bien por eso. Pero ¿cómo podía estar obsesionado con mi hija? «¡Dios! ¿Cómo puede vivir conmigo y yo nunca haberme dado cuenta de lo bella que es?» Hija de Maribel, al fin y al cabo. La única diferencia quizá era que no prometía ser tan alta.
Quería llamar a mi hija pero no disponía de un pretexto para el inusual acto. Quería oír su voz, oírla tan histriónica y simpática como siempre. Riendo, bailando y cantando para todo. «¿Cómo sus compañeros y profesores no se le tiran encima? ¡Catalina es lo más tierno y atractivo del mundo! Y yo «¿seré un depravado? ¿No me diferenciaré en nada de un mecánico de taller de barrio que ve pasar una colegiala y se soba el pantalón?» No me quedaba duda. Yo amaba a mi hija más que antes, pero también quería con ella.

—¿Qué pasa Eduardo? Estás rarísimo ¿algo te preocupa? —me preguntó Alejandra.
Me sorprendió con un masaje en los hombros y las puntas de sus cabellos transmitiéndome electricidad en el cuello.
—Sabes que a mí puedes decirme lo que sea. Yo estoy aquí para ti —agregó.
Luego pegó su voluptuoso pecho en mi espalda y, con voz casi de gemido, me dijo:
—¿Quieres que te haga un masaje para que te relajes del todo?
Pegó sus labios a mis oídos:
—¡Eduardo! —casi gimió.
—¡Alejandra, basta!
Me puse de pie y giré. Pude haberla apuñalado con mi índice. Ella, se achantó del todo en un micro-segundo y se fue corriendo a su cubículo. Sus actuaciones eran lastimeras, casi babosas. Quería transmitirme la culpa. Pero los hombres somos blanco fácil de esas estupideces:
—Alejandra, yo…
—No te esfuerces, Eduardo. Ya sé que sientes asco por mí.
—¿ASCO? ¿De donde sacas semejante cosa?
Mi asistente giró su silla y se arrinconó, dándome la espalda. Tiempo después fue obvio para mí que estaba fingiendo llanto y abriéndose más el escote.
—Aleja, Aleja, ven. Perdóname —me acerqué y toqué sus hombros—, es que, por una parte, no estoy en mis cinco sentidos, que digamos; pero tú debes aceptar que no debes…
—Sí, yo sé.
Ella se levantó y me dio la cara, mostrándome la mitad de su brasiér fuera de su blusa.
—Creo que lo mejor es que me vaya —agregó en medio de un sollozo y se hincó para buscar debajo de su escritorio.
Qué pedazo de hembra. «¡Tome lo suyo, entonces!» pensé. Puse mis manos al rededor de su diminuta cintura presioné mi pelvis contra su trasero. Para que no se sintiera tan primitivo, me doblé y besé su nuca. Ella casi gritó mi nombre con tono de orgasmo anticipado. Se dio vuelta y se sentó en el escritorio con las piernas separadas. Su panty no era nada nuevo para mí, pues se la pasaba mostrándomelo. No obstante me calentó el hecho que ahí sí haría yo lo que quisiera.
—Hazme el amor, Eduardo ¡hazme el amor!
—¡Elvira! —exclamé.
—¿Qué? —preguntó ella, creyendo quizá que mi secretaria me excitaba. Pero espabiló de inmediato—: ¡Ah! No te preocupes ¿me deshago de ella?
—¡Sí! —le dije, mientras la presionaba contra mí y le manoseaba el trasero bajo su mini-falda.
—Como mande, arquitecto —dijo.
Se dio la vuelta y se dobló sobre el escritorio para alcanzar el teléfono, poniendo con fuerza su trasero empacado en panty-medias contra mí. Una pequeña parte de mí, quizá un 2%, me decía: «Bien hecho, idiota, lo dominaron un culo y unas tetas otra vez», pero el restante 98% decía «¡qué culo y qué tetas tan ricas!». Mientras ella hablaba, yo empujaba. Nos restregábamos mientras Elvira atendía a Alejandra al teléfono:
—¡Elvira! —gimió— se presentó algo urgente y Eduardo está solucionándolo, mmmm! Ay —volteó a verme directo a los ojos— Cuando el arquitecto termine, le avisamos ¿0K? Mmmm tssss uff no vaya a pasar llamadas ni a interrumpir ¿entendido?
La muy grosera no esperó respuesta, colgó y se puso a dar casi alaridos de excitación.
Me puse de rodillas ante uno de los mejores traseros que había visto. Le bajé en conjunto la media y el calzón le olí en medio. La muy puta recién había logrado abrir el caballero en dos y sacar de su interior al animal. Le abrí las nalgas con los dedos y le comí el ano como si fuera un pequeño recipiente que hubiere contenido arequipe. Con mis manos amasaba sus nalgas. Los sonidos provenientes de la garganta de Alejandra correspondían no solo a su placer físico sino a su victoria. Apuesto a que quería volver a coger el teléfono, marcarle a Maribel y decirle: «¡Tengo la lengua de Eduardo entre mi culo! ¡OH  SI!» Yo trataba de enrollar la lengua y metérsela tan hondo como pudiera. Su rico aroma y sabor a culo limpio me tenían loco. Hacía mucho que no hacía algo tan sucio. Abría mis ojos y veía la forma de las nalgas de Alejandra presionadas contra mi cara, tan de cerca que se desenfocaban, y podía distinguir pelillos claros  y erectos cerca a mis ojos y su piel arrozuda. Los plieguecitos de su ano se estiraban y contraían con la acción de mi lengua y me la acariciaban tanto como yo a ellos.
—¡Qué rico, Eduardo! —gemía, de forma apenas entendible.
Agarrada del escritorio, se esforzaba por mover su cola haciendo círculos al rededor de mi lengua. Yo quería entrar más pero no podía pedirle tanto a mi gañote. Si avanzaba un centímetro más dentro de su argolla, con un esfuerzo que me hacía doler  el cuello, igual no encontraría sino más pliegues enrollados de su esfínter. Terminé la chupada con una ruidosa extracción que sonó a beso descomunal. «Debería hacer esto todos los días» pensé.
—Deberías hacerme esto todos los días —dijo ella, tras voltear— se siente riquísimo.
Había olvidado —puede que por voluntad inconsciente— lo linda que era su vagina. Apenas se dejaba un somero arbusto en forma de triángulo. Me quedé mirándosela y ella, mordiéndose un dedo, me dijo:
—¿Quieres? —luego miró mi pantalón y mi evidente erección a través de este— Mira como estás. Ven te ayudo con eso.
Se agachó, me lo sacó y me hizo una mamada gloriosa. No hay mejor mamada que la que hace una mujer cuando de verdad quiere chuparla. Igual que uno, de hombre, quiere chuparle la boca o las tetas a esa chica de sus sueños. Así me la chupaba Alejandra. Sosteniéndome los huevos con calidez, masturbándome a ratos y usando sus labios firmes como anillo para frotar de arriba a abajo y de abajo a arriba. Y me miraba a los ojos, con la cabecita ladeada y llena de amor. De vez en cuando se lo sacaba y me lamía y daba succionaditas en el cabezón. Se gozaba mi pene y bolas como si fuera helado y como ella fuera una pequeña nena narcisista que exagera en el gusto con que lo come.
—Aleja.
—Dime —contestó, con la boca llena.
—¿Alguna vez te lo han hecho por atrás?
Ella vaciló con movimiento de cabeza y sonido de garganta, sin desocupar su boca. Luego chupó con un poco más de fuerza.
—Darte vuelta.
Ella sonrió, sacó mi pene de su boca, se lamió un par de dedos, hizo gestos ruidosos de complacencia, se levantó y dobló sobre el escritorio, con una actitud de «Soy tu puta obediente» que me calentó todavía más. Me miraba sobre su espalda y batía su culo, poniéndolo ahí para mí. Se sentía puta. Sin dejar de verla, puse mi dedo en su entrada anal. Empecé a empujar y ella retorció las pupilas y se mordió un labio. Mi dedo entró a su gloria. Superó los pliegues que mi lengua no pudieron y entró a la tibia y ajustada cámara de su recto.
—¡Qué rico! —dijo a ojo cerrado y con la voz mojada.
Volví a sacar mi dedo con gentileza y me agarré el pene. Lo apunté y acerqué a su ano. Sentí su calor en mi glande, el tacto de sus apenas perceptibles vellos y los arroces que se formaban en su suave piel. Ella, como recién lo había hecho, anticipó sus gemidos. Parecía ya sentirlo dentro…
—¡Papá!
El gritó llegó desde afuera.
—¡Catalina! —exclamé.
Alejandra reaccionó más rápido que yo, ya que pegó su culo en mí, se retorció para verme y con la mandíbula tensionada, pretendió ordenarme:
—¡Dile que se vaya, dile que se vaya!
Por ello, miré a Alejandra de arriba abajo, o como se mira una inesperada plasta de mierda que alguien pegó con su dedo en un baño público.
—No seas ridícula —le dije, guardándome el pene y saliendo de allí—. Vístete ¡vístete!
Alejandra me siguió, me sobrepasó y se interpuso, todavía con el brasiér visible y la falda arriba. Se la sostenían sus impresionantes caderas. Dijo:
—¿Vas a dejarme así? —Además esgrimía uno de sus zapatos cual arma blanca.
—Métete lo que puedas —le dije con desprecio.
—¡Papá ¿se puede saber porqué razón no atiendes en tu oficina? ¿Ni siquiera a mí?!
—¡Métete esto! —señalé el tacón de su zapato.
—Eres un infeliz —dijo, y después que seguí mi camino, rezongó—: Me las vas a pagar.
Creo que se quedó ahí con la falda de cinturón y las calzas y medias abajo, su lindo arbusto triangular a la vista y con los brazos cruzados y el zapato en alto. Esperaba que Catalina entrara y la viera así, a medio revolcar. «Estaba dándole culo a tu papá, pero llegaste tú» imagino que quería decir. Pero obviamente yo me llevé a Cata.

5 – La acompañante

Así como evité echarme agua después de verle entre el pijama a mi hija, también evité a toda costa caer en el vergonzoso foso de la consolación manual, después de casi meter mi pene en el apretado culo de mi asistente. Eso no era digno de un señor ya maduro, recorrido y de familia. Pero fue una idea tonta, como deben ustedes presentirlo, pues el reprimirme me llevó a caminos que jamás pensé recorrer. Ya saben de qué va esto ¿no? Pues sigamos.

Para las vacaciones de mitad de año teníamos todo aburridamente planeado. Como si las vacaciones fueran uno de mis edificos. Afortunadamente, reapareció Noé para desordenarlo todo y agregar mucho picante.
—Te propongo algo, Eduardo —me dijo, sentándose y exhalando, como si fuera a confesarme algo trascendental.
—Soy hetero, y siempre lo seré, Noé —le dije.
—¡No seas pendejo! Si me interesara tu trasero simplemente te drogaría.
Hice una mueca de asco.
—En serio, Eduardo —siguió Noé—, escucha esta propuesta. Haz tu viaje a Cartagena, como lo tienes en planos. Pero aprovecha para sanar la relación entre tú y ellas.
¿Cómo un hippie ignorante podía capturar así mi atención? «De pronto así hipnotiza y roba a sus clientes» pensé.
—¿Sanar…?
—Sí, Eduardo. Ustedes llevan yendo de vacaciones a lugares fabulosos durante décadas. Pero, y no te ofendas, hombre; se han vuelto un poco plásticos.
—¡¿Plásticos?! —me molesté.
—Eduardo, se comportan como gente con dinero y ya. Pero yo te conozco desde jóvenes y sé que no eres un puto muñeco de plástico. Te juro que si te dejas ayudar, vuelves a tener a tu familia como si tu asistente no existiera.
Resoplé con vergüenza.
—No te culpo —siguió él—, tu asistente está como quiere. Pero sí te culparé si no haces algo por sanar el daño. Irte de vacaciones con ellas en plan plástico, así, enojados, solo empeorará las cosas y hará que ellas te vean como un simple proveedor.
—¡Cállate!
—Es lo que va a pasar.
—No señor. Mi familia es perfecta y una putilla como Alejandra no va arruinarlo. ¿Qué debo hacer, Noé?
Él sonrió complacido y apretó los puños en celebración.

Mi esposa aceptó la presencia de Noé en el viaje con una simple condición: Que no fuera solo. Eso garantizaría, razonablemente, que él no estaría ‘pegado a nosotros’ todo el tiempo. Pan comido. A Noé le sobraban las amantes.
El día que Catalina llegó a mi oficina y tardé en salir, sospechó, debido a los antecedentes, que algo ocurría con Alejandra. El tipo de lazos familiares dorados se habían pasado a los del tipo ‘hielo quebradizo’. Pero Noé me juró que después del viaje, si hacíamos lo que el decía, los lazos serían de diamante.
El día llegó. Nos encontramos en el Puente aéreo y Noé se presentó con su acompañante. Una esbelta mujer, muy bien conservada y sensual, ataviada con el mismo estilo hippie de él. Su edad madura era obvia solo por unos ligeros hundimientos bajo sus ojos y por otra cosa, no física, quizá en su mirada. Denotaba sabiduría y recorrido, como de alguien con tranquilidad inquebrantable. Al acercarnos la reconocí y me dí un palmo en la frente. ¡Carime! De todas las mujeres del mundo, Noé tenía que cargarse a su hermana, con quien tenía relaciones sexuales desde, según sabía yo, su adolescencia. Llevaba una blusa blanca sencilla y un faldón de estampados azules, hasta los tobillos. En medio de los saludos que iban y venían, tuve qué pensar rápido:
—¡Carime, yo me acuerdo de ti! Fuiste novia de Noé —Le di a él un fuerte puño en el brazo— en la universidad ¿cierto? ¿CIERTO?
Carime sonrió pequeñito, torciendo la boca hacia abajo, dejando en claro la complicidad. Terminó de reprimir la pícara sonrisa y habló:
—Sí, qué rico que te acuerdes.
Entonces la presenté a mi familia como cualquier cosa, menos la hermana de Noé. Obviamente iban a estar dándose besos, andando de la mano y echándose huevitos por ahí en los rincones. Mi familia era demasiado conservadora para aceptar a un par de hermanos hippies, incestuosos y calenturientos. Sí, conservadorsísima. Y yo ahí perdidamente enamorado de mi hija ja-ja.

Fin de este fragmento

En las imágenes: Katy Sáenz, María Cristina Pimiento y Adriana Silva.

 

Nota del autor: Este tema del incesto ha perdido arte, a causa de los relatos reales. El morbo ha superado a la estética y a la imaginación, sin tener una brizna de arte. Pero aquí en esta web hay al menos un par de autores que seguimos adelante con la dimensión artística de lo erótico, enalteciendo el idioma y soñando con lo prohibido, manteniendo el encanto de lo imaginario y lo fantástico como parte de la realidad. Sé que muchos, muchos no entienden eso, y es justamente a los pocos que sí, a quienes dirijo este saludo.

Empecé Incesto a la Plancha en 2022, enamorado del personaje de Cata, interpretado por María Cristina Pimiento. Pero me pasó algo que le pasa, supongo, a todos los escritores: No alcanzan a terminar una obra mientras todavía tienen la inspiración y después ya están muy amargados para terminarla.

No sé si la termine, hubiera sido una gran Novelita.

 

 

 

 

Escritos cortos.
Julieta.

Nadie le ha dado "Me Gusta". ¡Sé el primero!