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Mientras dormías

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En invierno, cuando el sol se esconde y baja la temperatura, yo me subo al tren con mis estampitas y mi mochila. Casi siempre está lleno de gente malhumorada y yo tengo que andar empujando y pidiendo permiso para abrirme paso por los vagones. Pero al menos ahí adentro no hace frío. Una vez que consigo ubicarme en medio de la gente, empiezo a pedir.

Ya tengo mi fórmula: “Dios los bendiga, queridos pasajeros. Me llamo Nahuel, tengo 11 años. Mi papá murió y mi mamá está enferma de cáncer. Tengo que conseguir algo de plata para llevarle comida a mis ocho hermanitos. Ayúdeme y Dios lo bendecirá”.

La mayoría me ignora. Algunos sueltan algún billete de 20, o de 50 pesos. Eso no sirve para comprar casi nada, pero yo lo agradezco como si me hubiesen dado cien dólares. Siempre me devuelven las estampitas (que ya están grasosas de tanto manoseo) y sigo al siguiente vagón.

El día que pasó lo que les voy a contar, una señora me había preguntado si iba a la escuela. Le dije que sí y como premio me dio un billete de 10 pesos. ¡Diez pesos, ni un caramelo te dan! ¡Que vieja hija de puta!

Es mentira lo de que voy a la escuela.

Tampoco le llevo comida a nadie. Yo vivo solo, en la calle y me las arreglo como puedo. En las plazas, en las estaciones de subterráneo, en las iglesias. Es mejor que estar con mi mamá, que vive drogada, o con sus parejas, uno peor que el otro.

Yo miento, pero no robo.

Nunca robé. Por eso los guardas del tren me dejan circular tranquilo. Saben que no manoteo celulares ni billeteras.

Normalmente, cuando el último tren se detiene en la terminal y las luces del vagón se apagan, yo me acuesto en uno de los asientos y duermo hasta las 5 de la mañana, que es cuando vuelven a ponerlo en marcha. Entonces me bajo y recorro las panaderías, donde algo me dan.

– ¡No le des a ese vaguito piojoso! – había gritado esa mañana uno de los empleados.

– Pero si es un chico tan lindo… Mirá la naricita que tiene… Y además cómo va a tener piojos, si está rapado.

Y sí, unos tipos con guardapolvo blanco me habían pelado y me habían puesto un líquido porque tenía liendres. Yo me dejé porque prometieron regalarme la mochila donde ahora llevo las pocas cosas que tengo.

Vuelvo a lo que pasó esa noche. Era el último tren y los vagones estaban casi vacíos. Yo seguía tratando de conseguir unos pesos, pero ya estaba afónico y muy cansado.

Empecé a decir lo mismo de siempre: “Dios los bendiga, queridos pasajeros. Me llamo Nahuel, tengo 11 años…” cuando un pasajero me dijo: -Vení, Nahuel.

En los últimos trenes viajan bastantes muchachos que van a la universidad y salen tarde de las clases. El que me hablaba tenía anteojos, pelo castaño, nariz fina y cara de bueno. Viajaba en esos asientos que están enfrentados uno con otro. Me senté delante de él.

– ¿Venis de la facu? – le pregunté.

Me dijo que sí, que se llamaba Tobías y que estudiaba algo sobre empresas.

-Es muy tarde, ¿comiste algo?

Yo busqué en mi mochila de Unicef y saqué un paquete de bizcochitos. Me quedaban dos. Le ofrecí uno.

– ¡Gracias! ¿Esa es tu cena?

– Hoy tengo esto, otros días no tengo nada – y eso, les juro, es verdad.

El tren se estaba deteniendo.

-Vení conmigo- me dijo.

Ya dije que Tobías me inspiró confianza rápido. Viviendo en la calle aprendés a conocer a la gente, así que le hice caso. Caminamos juntos hasta una casita. A esa hora, y con ese frío, no había un alma en la calle.

-Vamos a cenar una pizza, ¿qué te parece?

– ¡Hace tanto que no como pizza!

– La voy a pedir. Pero mientras llega, sería bueno que te bañaras. Estás un poco roñoso.

Lo dijo con una sonrisa, sin ofender. Y además era cierto.

Me llevó hasta un baño y me dijo que me quitara la ropa. Había una bañera blanca y él abrió las canillas. Todo empezó a llenarse de vapor.

Yo me dejé puesto el slip medio sucio que tenía. No me decidía a desnudarme del todo.

Cuando el agua cubrió más de la mitad de la bañera, me dijo que me metiera. Me saqué el calzoncillo y con su ayuda, me sumergí en el agua.

¡Fue increíble! Una anciana (la que me regala las estampitas) siempre me dice que si soy un chico bueno me voy a ir al cielo. Debe ser algo así.

-Voy a pedir la pizza- me dijo. Y salió.

Tobías es alto, tiene ojos claros y un poco de barba. Si no fuera por esos pelos, parecería mucho menor. Tiene cara de nene.

Estaba tan a gusto en el agua que me quedé dormido. Tobías me despertó.

-Ya vas a dormir todo lo que quieras- me dijo, sonriendo- ahora hay que enjabonarte.

El agua se había oscurecido. Realmente yo estaba roñoso. Me dijo que me pusiera de pie y, mientras desagotaba la bañera, abrió la ducha. Con una esponja suave y jabón líquido, fue frotando mi cuerpo.

-Tenés piernas largas- me dijo, mientras enjabonaba mis muslos- podrías ser nadador.

-No sé nadar. Pero debe ser divertido.

-Ahora te voy a limpiar la cola. No te asustes.

Sentí cómo la esponja se deslizaba por mis nalgas y después, un chorro de jabón se me metía en el culo.

-No te asustes- volvió a decir. Y metió uno de sus dedos finos en mi agujero. Lo hacía con mucho cuidado. A mí no me hizo sentir nada especial. Un poco de vergüenza-quizá- porque sabía que estaba sucio.

Después, me pasó la esponja por las bolas y tomando mi pequeña pija, corrió el cuerito hacia atrás. Creí que me iba a pajear, pero me echó solamente agua tibia.

Cuando terminó, me tomó por las axilas y me sentó en un banco. Me fue limpiando los pies. Sentí cosquillas y me dio risa. El limpió mis talones y tobillos. Nunca había estado tan limpio en toda mi vida. Hasta olía a perfume.

– ¿Me vuelvo a poner mi ropa? – pregunté.

-No, Nahuel- te vas a volver a ensuciar. Ponete esta bata.

Era una bata de toalla y me quedaba gigante, pero al menos no estaba en pelotas.

-Vamos a comer la pizza.

El cielo debe ser un baño de agua caliente y después, una pizza con Coca.

Tobías me preguntó sobre mi vida y a él le dije toda la verdad. Él me contó que era del interior y que sus padres le habían alquilado esa casa mientras estudiaba en la capital. Tenía 19 años.

Cuando terminé (creó que me comí más de la mitad de la pizza), a Tobías se le escapó un bostezo.

– Bueno- dijo- ahora hay que irse a dormir.

– ¿Me tengo que ir a la estación?

– No, tontito, vamos a dormir juntos. Hay lugar de sobra.

Y era verdad. La cama era enorme.

– ¿Duermo con la bata?

– No, es incómoda. Sacátela.

Hice caso y, desnudo, me metí entre las sábanas y miré cómo se desvestía él. Me llamó la atención que ni en las axilas ni ahí abajo tenía pelos. Se dio cuenta que lo miraba y me explicó: -Me depilo. A mi novia le gusta así.

– ¿Tenés novia?

– Sí, pero se fue a vivir a Estados Unidos por unos meses.

Y se acostó. La cama era tan grande que podríamos haber dormido cuatro personas. Pero me dio ganas de acercarme a él. Me sentía tan agradecido. Él me pasó un brazo por encima del hombro y me atrajo a su lado. Mientras el me acariciaba la espalda, lo abracé.

La respiración de Tobías se fue haciendo más regular. Me di cuenta de que se había quedado profundamente dormido y, apoyado en su pecho, yo también me dormí.

Acostumbrado a vivir como vivía, a las cinco me desperté solo. Tobías seguía durmiendo. Durante el sueño, nos habíamos separado un poco.

Y entonces, no sé por qué, me dio ganas de agradecerle su hospitalidad de la única manera que sabía hacerlo. Sigilosamente me fui acercando a él y busqué en la oscuridad su pija. Se la fui acariciando hasta que se le paró.

Tobías suspiró en sueños y giró hacia mi lado. Eso favorecía mis planes. Giré en la cama-había mucho espacio- y empecé a chupársela.

Los chicos que vivimos en la calle estamos acostumbrados a estas cosas. A mí no me gusta hacerlo y solo lo hago cuando no me queda otra. Pero te pagan bien. Un tipo me dijo que yo era de los mejores y que por eso me pagaba más (me dio mil pesos).

Tobías se agitó. ¿Tal vez estaba soñando que tenía sexo con su novia? Yo le acariciaba las bolas y se la chupaba como un maestro. La respiración de Tobías se aceleró. Sentí el líquido tibio que lanzaba en mi garganta. Quise tragarlo todo, hasta la última gota, y después, muy despacio, traté de acomodarme como si siguiera durmiendo. Pero cuando apoyé mi cabeza en la almohada, me encontré que Tobías me miraba con sus grandes ojos azules.

– ¿Qué pasó?

-Nada. ¿Tuviste una pesadilla?

-Nahuel, somos amigos, no me mientas… ¿Vos me hiciste algo?

¿Qué podía hacer? Yo no quería que se enojara conmigo. Él me acarició la barbilla. En la comisura de mi boca había quedado un rastro de su semen. Al darse cuenta, se espantó.

– ¿Qué es esto?

Yo estaba perdido.

-Solo quería agradecerte- murmuré y empecé a llorar.

– ¿Agradecerme?

-Tu novia está lejos. Debés tener ganas. Si me querés coger…

– Vos estás loco.

– ¿Estás enojado? – pregunté entre hipos.

– No – dijo, pero estaba molesto- ¿Qué hora es?

– Las cinco y media.

-Es muy temprano. Vamos a dormir un poco más.  Después, desayunamos y vamos a comprar un poco de ropa. ¿Te parece?

-Si- le dije.

-Y no lo vuelvas a hacer.

Me besó en la mejilla, se dio vuelta y se durmió.

Sentí que había hecho algo desubicado. ¿Y ahora, además, él me iba a llevar a hacer compras? Cuando empezó a roncar, me levanté, me vestí con mi vieja ropa y, sin hacer ruido, salí de la casa.

Caminé hasta la estación y me subí al primer tren.

 

 

 

El simposio.
Los senos de mamá.

Nadie le ha dado "Me Gusta". ¡Sé el primero!