Jóvenes Tabú

Manoseada a través de una cerca de colegio

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©Stregoika 2022
Como logré dedear a una peladita a través de la malla

A todos nos pasa al menos una vez en la vida algo que ni nosotros mismos podemos creer. Les contaré la mía. Yo soy un sujeto cuarentón, pervertido y fracasado en todo sentido. De esos que si ve en el panorama una falda tableada a cuadros, se arrecha en micro-segundos, frunce el ceño, erecta los labios, resopla y se soba el pantalón. No debe haber muchos sujetos más expertos que yo en pensar cosas sucias, realmente sucias, sobre todo por las colegialas y sobre todo por las que rondan los 12 añitos, en grados séptimo u octavo. A esa edad, son como un mango que miraste ayer en la tarde en el árbol y que todavía estaba verde, pero te asomas esta mañana y lo ves en sus primeras horas de ser una fragante y pintona fruta. Nunca va a estar mejor. Dentro de un día, será otra fruta madura más. Así son las de 12. Hay algunas que me hacen dar ganas ni siquiera de follarlas, sino de comerlas con cubiertos. Parece que si la muerdes en una mejilla, un glúteo o un muslo, no habrá diferencia de si muerdes un fino ponqué que apenas se ha oreado después de sacado del horno. Bueno, paso a cuento:

Un día libre me quedé caminando en vez de irme a casa, para sacar provecho del sol. No había una nube en el cielo, por lo que me animé y me excedí caminando: Llegué al límite sur-oriental de la ciudad. Durante el camino, vi una que otra colegiala y me puse inquieto. Tuve que sentarme a pacir mi arrechera en un banco. Vaya que había paisaje bonito por allí, rumor de agua corriente, coro de pájaros, árboles altísimos meciéndose al viento y… colegialas. Sus gritos llegaban retorcidos por la distancia, desde una colina donde estaba el límite de su colegio. Estaban jugando y tirándose cuesta abajo y volviendo a subir. Del otro lado, solo había un inmenso cerro y detrás de este, 180 kilómetros de monte hasta la siguiente ciudad. No había mucha gente por allí.
Me puse a hacer un recorderis de todas la colegialas que más me encendieron cuando fui profesor de bachillerato, e hice un rápido casting mental, colegio por colegio. Nenas de grados séptimo y octavo de casi una decena de colegios. Luego reduje progresivamente el grupo hasta dejar solo a las morras más deseables. Lógicamente, ganó Luisita, por quien escribí mi más exitoso relato “Ay, profe, me haces igual que mi papá”; una morrita de 12 con cuerpecito de patinadora, pelo lacio hasta la cintura, rostro de nena mimada medio cachetona y culo de concurso. “Yo pude habérmela echado” pensé “Si no hubiera sido tan bobo. Si hubiese sido entonces como soy ahora, me las habría echado a todas ellas. Uff, habría doblado a Luisa en una mesa, le habría subido esa faldita de cuadros azules y blancos con rayas rojas, tan suave al tacto, le bajo esos pantymedias lisos y brillantes… ah, qué rico huele bajo la falda de una nena… Y cuando le bajo de un halonazo las medias, esas nalgas saltan como gelatinas. Separarle las nalgas con los pulgares y… uff…. Ese tesoro ahí, para mí. Ese agujerito tan prohibido, tan íntimo, tan escondido, siempre “no disponible”, pero ahí a centímetros de mi cara. Solo es un modesto punto con pliegues que se enrollan el uno sobre el otro formando un asterisco. El ano de mi Luisa. Se me hace agua la boca y… nada ¡a comer! Yo ahí chupándole el ano a una nena ultra-hermosa de grado séptimo, con unas nalgas que envidiaría una super-modelo latina”. Me mojé pensando en eso.
También concluí que conforme aumenta la edad de la morra, se pierde progresivamente el carácter pornográfico y aumenta el romántico. Tuve experiencias absolutamente “rosa” con estudiantes de undécimo, y tengo relatos de ello, pero son románticos, no pornográficos. Cosas que pasan.
Con el pantaloncillo mojado, tomé el camino de vuelta. Vi a las morras jugando de forma casi violenta y al ver sus faldas girando en sus cinturas, me decidí a ir a verlas de cerca. Mierda, que estaba muerto de ganas. “¡Mamasitas ricas, qué es todo eso, mis amores, qué delicia bebé! ¿Si le dan a sus papis todo eso tan rico?” me repetía a mí mismo mientras ascendía la cuesta en dirección a ellas.

Solo nos separaban un camino desolado y la malla metálica de su colegio. Eran varias morras de entre 11 y 12, y uno que otro barón. Ver las nenas corriendo con sus faldas de acordeón al vuelo y sus cabelleras largas cediendo al viento, me puso a mil o dos mil. “Quisiera tener súper-poderes, saltarme esa malla y robarme dos niñas, llevármelas volando al monte, pasarla rico cuarenta minuticos y… ¡devolverlas! Sí devolverlas, completicas. Culeadas, nada más. ¿Qué tiene de raro? Para eso nacieron con cuca ¿no? Si acaso solo tendrían que bañarlas, porque las dejaría llenas de mecos”. Me acordé al instante de un relato erótico que leí sobre un sujeto que pasó en su coche al lado de un colegio campestre, vio dos morras del otro lado de la malla y no dudó en bajarse del carro, desenfundar y pajearse por y para ellas. Decía que ellas miraron el pajazo, hasta el lechoso final, muy interesadas y reían. “¿Será que me lo saco?” me pregunté. “Sería rico mostrarles mi verga a estas morras”. Pero inspeccioné lo alto de la colina y se veía más gente pasando, dentro del colegio. Si pasaba una profesora y me veía apuntándoles con mi verga a las niñas… si al menos yo fuera en moto… pero no. Seguí mirando a esas pequeñas diosas correteando y gritando. Me senté en una piedra a suspirar y a imaginar cómo sería yo profesor de ellas y me follaba una o dos cada día. ¡Pero qué edifico tan lleno de chochos y culitos! “Ustedes allá con sus vaginas guardadas en sus calzoncitos, y yo pajeándome cada día por ustedes, hermosas. Todos los días botando lefa por ustedes y ustedes… de ese lado de la reja. Las mejores cosas de este mundo están prohibidas”. Me lamenté. Igual que la analogía del mango: La mejor panocha es aquella que no tiene un solo pelo, pero que está a semanas de que le salga el primero. A los simples esclavos, nos hacen creer que es un horrible crimen disfrutar de ello. Pan comido para reservar el manjar solo para dioses.

Reparé en a qué jugaba el grupo de colegiales: estaban lanzándose algo y evitando que otro, con toda lógica, el dueño del objeto, lo recuperara. Hacía unos 30 años no tenía ninguna referencia de ese juego que llamaban “el bobito”. Luego pude identificar dicho objeto: Era una cartera. Y el dueño, un chico de unos 9 años. Estaba desesperado. Cuando las nenas, que sí tenían entre 11 y 12, saltaban; se les veían los muslos hasta más de la mitad y yo me ponía como loco. El uniforme era de falda gris monótona y medias grises. No era nada especial, más bien aburrido. Pensé en los mejores uniformes de ese inmenso sector: El de un colegio llamado Alemania U, con blusa de manga larga, chaleco negro, falda alta gris y media-pantalón roja, lisa y brillante. Uno ve una de esas chinas y quiere tirársele encima. Y el otro, el del Altamira: Las nenas no usaban panty-media sino calcetas, y la falda era tan bonita, pero tan bonita… sé que es raro que un hombre lo diga, pero esa puta falda era tan linda que hacía ver a esas muchachas casi como extranjeras. Era una falda tableada, como toda falda colegial, pero con cuadros de color azul rey y violeta. Casi de fantasía. Si a las del Alemania U, querías tirarlas al pasto y violarlas, a las del Altamira, quisieras pedirles su mano. Este último día estaba yo delante de un colegio al borde de la ciudad, con un uniforme más bien feo. Pero lo que estaba por pasar… ¡válgame!
Una de las niñas se excedió y lanzó la cartera fuera del colegio. Los gritos del grupo aumentaron en un revuelto entre reclamos y risas de celebración. El dueño salió corriendo y llorando cuesta arriba, hacia el centro del colegio. Una señora apareció en el camino. Bajaba en dirección al siguiente barrio, seguramente a coger transporte. Dos niñas y un niño cubrieron la distancia que las separaba todavía de la malla, se pegaron a ella y con los dedos metidos entre el alambre tejido, gritaron a la transeúnte: “¡Señora! ¿nos puede pasar esa cartera?” Pero la señora solo los volteó a mirar y siguió caminando. No se pude juzgarle, ya que, aunque estén mallas adentro de un colegio, los chicos no son educados. Es decir, si prestas atención a lo que digan unos morros desde un colegio, puedes caer en una trampa o ser objeto de una broma pesada. Yo, sabía que no era así, pero porque llevaba rato viendo lo que pasaba.
—¡Perra! —le gritó una de las niñas.
La señora se despachó en un discurso en contra de los chicos y siguió andando sin dejar de discurrir furiosamente. La que había dicho el insulto era una monita delgada y mechuda que sujetaba su pelo con una balaca. Bizcochito, como para comerla cruda. Además, grosera. “Uhy, mi amor ¿con esas boca lo chupas? ¡qué delicia!” dije en voz baja.
—Marica, salga y cójala —dijo la otra.
—¿Y por qué no va usted?
Me emocionó que pudieran trepar la malla. Ver mejor bajo esas faldas, esos encantos de morra de grado séptimo u octavo, máximo. Entonces recordé otra cosa que vi hacía unos años. En un parque al interior de la ciudad, había un grupo de morras de la misma edad, en horas escolares —estaban ‘capando’—. Esta ciudad, como el resto del país, es muy montañosa. Los sitios nivelados no son comunes, sino las lomas y colinas. Ese parque tenía explanaciones con muros de contención. Lo que vi, para mis impertérritos ojos de amante de las morritas, fue que estaban unas abajo del muro, apuntando sus celulares hacia arriba y las otras, en la parte alta del muro, posando. O sea, haciéndose fotos de upskirts. Tomaban fotos, se reunían todas, miraban las imágenes, las comentaban con escándalo, intercambiaban de posición y hacían más y más upskirts. Ni para qué imaginar las redes sociales de esas nenas. Pero en esa época yo era un güevón. Cuando se lo contaba a algún compinche, me decía “usted si es pendejo. Yo veo eso y saco provecho, de una”. Entonces ¿podría sacar provecho de esas nenas de ese colegio al límite de la ciudad? No se veían inocentes, para nada. Le acababan de decir “perra” a una señora. Apuesto a que también se hacían fotos eróticas y hasta habían probado alguito de sal por ahí. Además, estaban excitadas, o al menos alborotadas. Y ¿si sacaba mi celular y les tomaba algunas imágenes, dejando que me vieran hacerlo? ¿Tendría suerte y se subirían la falda? Después de verlas llamando “perra” a una vecina, no podía imaginarlas asustadas de un extraño grabándolas y yendo a delatarme. Me puse de pie y di unos pasos. Ellas, que no me habían visto hasta entonces, me hicieron señas y gritaron:
—¡Señor, señor! Venga ¿nos puede pasar esa cartera?

Yo, que estaba por sacar mi celular, tuve una mejor, mucho mejor idea. Pero era aún más arriesgada que tomarles fotos a las niñas.
Crucé el camino y me acerqué a la malla. Ellas repitieron la solicitud, dando por sentado que yo no había escuchado la primera vez. Vi la cartera apenas aplastando el pasto a unos pasos de la malla. Todos los demás del grupo se habían esfumado, pero todavía se oían sus gritos más allá de la colina.
—Ay señor, háganos el favor, que ya se acabó el recreo y nos toca irnos —dijo la otra morra.
Esta no era tan bonita como la primera, ya que tenía cara de mal genio y cabello desorganizado. Además, estaba un poco pasada de kilos.
—Tírela por arriba de la reja —me pidió el chico.
Levanté la cartera y miré hacia arriba, y ellas gritaron:
—¡Ay, gracias! ¡Tírela, tírela!
Pero yo no la tiré. Me quedé mirándolas, muy arrecho, en especial a la monita que había llamado “perra” a la señora. La violé con la mirada, por detrás, por delante y por la boca, y le acabé en la frente. Boté tanta leche que sus pestañas quedaron aplastadas por el peso y ella no podía abrir los ojos, pero sí la boca, y recorría con la lengua hacia ambos lados, una y otra vez, para no desperdiciar ni una gota de semen. Mamasita rica y re-putona.
—¿Por que no la tira? —me preguntó la pequeña diosa mona y grosera, sacándome de mi fantasía relámpago.
—¿Y yo que gano? —pregunté. Al fin había dejado de ser un güevón.
—¡Es un favor! —reclamó el muchachito, pero de inmediato intervino la monita:
—A ver ¿Qué quiere?
—La miré de arriba a abajo, lamiéndola no con mi lengua sino con mis pupilas, y dije:
—Súbete la falda.
—¡Pero qué perro hijueputa! —me dijo la otra.
El chico se largó corriendo cuesta arriba, renegando, casi llorando. Pero ese colegio era tan inmenso que, de dar quejas, volvería con alguien hasta dentro de cinco minutos.
—¡Vaya pídale que se suba la falda a su madre! —siguió diciendo la fea.
Pero la actitud de la monita fue mucho más accesible. Se dirigió a su fea amiga y le dijo, con mucha razón:
—¡Ay, pero ni que fuera mucho! —entonces me miró a mí y dijo—: ¡Tome!
Se levantó el faldón a dos manos, sacando la cadera para adelante y todo. Maldita malla, tres y mil veces maldita. Se interponía entre el paraíso y yo. Esta monita gamina no tenía bicicletero, por lo que vi su pantymedia de color gris hasta donde se unía en medio de sus piernas mediante un parchecito cosido. Me dejó verla por tres o cuatro segundos y soltó su falda otra vez.
—¡A ver, tírela! O ¿qué más quiere?
Yo, tenía que controlar mi emoción y mantenerme sereno, y mantener así el control. Difícil cosa, ya que estaba en una situación altamente peligrosa e infinitamente excitante con aquello que más me gustaba en el universo: Niñas. Y ¡de colegio! Sin dejar que descubrieran que temblaba como una hoja seca, dije:
—No… pero eso muy poquito. Yo como que me llevo esta cartera.
Miré el artículo con desprecio.
—Mucho mal-parido, voy a llamar a la profesora —dijo la fea, y salió corriendo cuesta arriba.
—Mire, el chino del que es esa cartera ya dio quejas, tírela ¿qué le cuesta?
La muchacha ya estaba preocupada. Ella había sido quien la lanzó fuera. Abrí la cartera y comprobé lo que me temía. Tenía algo de dinero. Buen dinero, si eres un mocoso de colegio.
—¿Se la va a robar? —Me pregunto la monita.
—Claro que no, no me interesa —le dije.
—¡Entonces tírela para acá! —replicó ella.
—Está bien, pero primero acércate.
Ella, que no era boba, presintió mis intenciones e hizo un gesto de resignación.
—Ven, ven —insistí.
Ella dio un paso y se pegó a la reja, diciéndome no con palabras sino como si lo tuviera escrito en su preciosa cara: “Hágale, manoséeme rápido y devuélvame la cartera”.
—Súbete la falda otra vez —dije.
Estaba por infartarme. De vez en cuando veía a los lados del camino y a la cima de la colina para comprobar que la pequeña diosa y yo seguíamos a solas. Así fue. Ella se pegó a la malla metálica y sin pensarlo dos veces, le dije:
—¡bájatela, bájatela! —refiriéndome a su media pantalón.
Ella torció los ojos como diciéndome “Ay qué fastidio este hijueputa”. Pero obedeció. Calzones blancos.
—¡Bajate todo! —supliqué, aunque logré disfrazar el tono y hacerlo parecer una orden. Ella obedeció.
Qué vagina tan bonita. Con una mano sostenía su falda arriba y con la otra sus panty-media y calzas abajo. Abría una vetanita en su ropa para que se le viera la cuca. Y ahí estaba, esa rajita simple, hermosamente simple y un par vulvitas rellenitas.
—ven, ven —me pegué a la reja.
Y ella también. A través de uno de los aros del tejido de alambre, no cabía mi mano, pero ni de riesgos. Solo pude meter cuatro dedos.
—¡pégate, pégate! —le imploré.
Ella terminó de acercarse, así como estaba, halándose la ropa para arriba y para abajo. Tuve la gloria de poner mis dedos índice y medio entre sus vulvas, de sentir esa raja tibiecita en medio de esa piel y esa carne tan asombrosamente suaves. Estiré un dedo. Quería introducírselo, pero ella brincó para atrás y volvió a acomodarse las calzas, las medias y a dejar caer la falda. Su carita me indicó que se sentía humillada, por lo que le dije:
—Qué rico mi vida, la tienes riquísima.
Lancé la dichosa cartera dentro y le mandé besos a dos manos a mi pequeña puta. Cuando lo hice, me di cuenta que los dedos me olían delicioso: A vagina de morra de 11 o 12. Me alejé rápido, por si ya venían los profesores. Pero cada rato volvía a ver para ver a mi deliciosa mini-concubina caminando cuesta arriba, recién manoseada. Quise ocultarme tras un árbol y pajearme todavía mirándola, pero el riesgo habría sido demasiado. Me fui a casa a pajearme todo el día, olíendome los dedos.

Eso es lo rico de una sociedad descompuesta. En un colegio decente con chicos sanos, esto no habría tenido lugar. Calculé las posibilidades justo cuando la monita gritó “¡perra!”. Yo no seré un adonis ni un don juan, pero el día se llega en que la vida le hace un regalo a uno, estar en el lugar exacto en el momento justo, y con la morra indicada. Obvio, yo no debí ser el primero en tocarle su cuquita y ella sabía que esa cosa que cargaba entre sus piernas era prácticamente moneda de cambio.

Les hago una pregunta ¿hay algo que huela más rico que la pucha de una morra de 12?

¡Un abrazo a los amantes de las pre-adolescentes! Y comenten, no sean líchigos. Jaja.

FIN

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Fabiana, un polvito de 12 años (grado sexto de colegio)
De paseo con mi hija Carla

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