Una treintona seduce un chico de 14, pero le espera tremenda sorpresa.
Stregoika ©2022
1 – La glamera
Esta historia me la contó hace poco una amante en la cama, mayor que yo, y al saberla me calenté aún más y le dí más duro todavía por ese jopo. Pero es lo único que diré sobre mí, ya que trataré de contarles la historia dejando de lado mi participación, que consiste nada más que en excitarme con ella.
Corrían los primeros años 90, un tiempo en el que los jóvenes, por sus influencias culturales fueron llamados por los sociólogos, los “glameros”. Una tribu urbana cuyo nombre deriva del glamour femenino que caracterizaba a las bandas de rock, esas de rockstars con pantalones y cabello de mujer. Estrella Jaramillo, la protagonista de esta historia —sí la periodista—, era una glamera. No se perdía por causa posible ni imaginable un concierto en ‘rock al parque’, que solían ser gratuitos; y para aquellos de paga, hacía prácticamente magia para conseguir lo que costaba la entrada. Parte de su vida entre los 15 y casi 20 años estuvo dominada por la marihuana y algunas drogas, el sexo sin control y el alcohol. Era una chica que cualquier varón encontraría atractiva, tanto por su natural apariencia física como por su estilo. Estrella usaba su cabello de color panela muy largo por ese entonces, por lo que el contraste entre este y sus usuales chaquetones negros era muy notorio. Su piel también entraba en el juego de dicho matiz, ya que era de un blanco casi risible en el lugar donde vivía. A estas criaturas las solían apodar con “rana platanera”. Con unos kilos menos, Estrella podría pasar por anoréxica. Sus senitos parecían haberle dejado de crecer a los doce años pero, tenía un culo que, sobre todo cuando se ponía esos leopardos contraindicados para la circulación, hacía babear no solo a los hombres sino a sus amigas.
La vida de Estrella fue de telenovela, aunque ha habido tantas de estas que solo podría ser una mala telenovela. A los 18 años tocó fondo, ahogándose en las drogas y la bebida, pero lo peor de todo, tuvo un hijo que dio en adopción solo para no abortar por segunda vez. Poco antes de cumplir los 19, ya habiendo peleado con su familia y sola como un champiñón, Estrella intentó suicidarse. Ingenuamente, se tomó un frasco completo de pastillas, como si eso sirviera para matarse. Solo sirve para irse de vacaciones al hospital y morir pero solo después de un horrible y largo sufrimiento, o en el peor de los casos, seguir vivo y con la mente y el cuerpo peor de jodidos. En la clínica donde pasó el fracaso de su intentona suicida, un enfermero se enamoró de ella. Siguió viéndola después de su recuperación y se quedaron juntos. Tanto este chico —que al momento de yo teclear estos caracteres, es su esposo— como la familia de él; le brindaron un apoyo de tal grado que sacaron su existencia del cesto de basura. Me perdonarán ustedes el comentario, pero esa es una de las ventajas de ser una mujer bella como un ángel. A un tipo o a una mujer fea, esas cosas no le pasan, ni por síndrome de Florence Nightingale. O sea que más vale que sus intentos de suicidio no se queden en ‘intentos’. En fin.
Treinta años después, con dos hijos tenidos con su esposo y salvador, Estrella ya era una reputada periodista. Y además era un putón de aquí a la luna. ¡Siempre siguió estando tan buena! Solo tenía un par de rasgos que, más que delatar su madurez, la hacían más atractiva. Sus ojos estaban embotados en unas órbitas un pocos marcadas y enterradas estas a su vez en patas de gallina y su rostro tenía las huellas indelebles del abuso de drogas, como la pérdida de volumen facial. Pero seguía teniendo una figura a la que le puedes dar vuelta con tus brazos y el cabello largo hasta casi la cintura, con una deliciosa línea cana a un costado. Parecería una madame, la recorrida y respetable administradora de un puteadero, que es la puta más cara y más apetecida de todas. Pero en verdad era una dama que gozaba —o sufría— de reconocimiento público. Elegancia, alta cultura y… glamour. Solía vestir sastres con medias mallas negras y faldas ultra-cortas que hacían jetiar hasta el más civilizado tipo. Disfrutaba además de una libertad sexual envidiable en su vida matrimonial. Nada de raro tendría que su esposo supiera que yo me la estaba cogiendo.
Conocí a Estrella cuando volvió a Bogotá a una feria del libro. Mi trabajo estaba volviéndose conocido en otros países. Le habían excitado las escenas ultra-prohibidas y que desafiaban la ley y la moral en mis novelas. Semanas después, en esas charlas exquisitas que se tienen con una mujer después de fornicar y dormir —para las mujeres cultas es un una especie de fetiche el tirarse a un escritor—, ella soltó aquello que no pude evitar escribir y contarles:
—¿Tus historias son inventadas? —me preguntó.
—Sí. Pero no significa que no tenga historias verdaderas que dejo solo para mí.
Después de un rato de jugar con su índice en los vellos de mi pecho, Estrella agregó:
—¿Te has tirado una muchacha menor de edad?
—¿Me estás entrevistando?
—¡No! —se desprendió de mí—. Yo sí me tiré un peladito de catorce años una vez.
Capturó mi atención de inmediato y le pregunté:
—Y ¿cuántos tenías tú?
—31.
—¡Mierda!
Así como ella, me desprendí. Me senté de un sólo movimiento en la cabecera de la cama, le ofrecí un cigarrillo y encendí otro para mí.
—Quiero los detalles —exigí.
—¿Me estás entrevistando? —me devolvió la pregunta, a la que con descaro respondí:
—¡Sí!
2 – Eduardo
Estrella era una pervertida. Un buen chico le había salvado la vida y la sacó de la podredumbre, y ella se había portado bien con él. Pero el que es no deja de ser. Una cosa es dejar las drogas y el alcohol, pero lo que nunca pudo lograr Estrella fue que dejara de palpitarle el clítoris. Durante su vida de perdición en los tempranos 90s tomaba parte de orgías con sus amigos y a veces con desconocidos. Le daban ‘hasta por las orejas’ y ¡le gustaba! La sensación de sentirse puta era un satisfactorio acto de rebelión. Ella misma me transmitió la explicación de una psicóloga. ¿Tener una verga adentro? Más o menos rebelión en los 90s. ¿Tener una por delante y otra por detrás? Rebelión casi total. Sus cofrades de copas, bareta y sexo eran Carolina la mona; Erick el morocho, Franki el zarco, Josse el gafufo y Valeria la flaca. Pero los desconocidos también eran bienvenidos. O sea ¿que le bañe la cara un grupo de cuatro desconocidos y tragarse una parte del cóctel de esperma?: La absolución de la rebeldía. Así es que, pasar de eso a una respetable vida en matrimonio, no era fácil. A principios del siglo XXI, Estrella, recién graduada de periodista en Argentina, seguía teniendo uno que otro desahogo de su calor. Nada que la metiera en problemas, sobre todo cuando su esposo había aprendido mucho de su liberalismo.
Como parte de su proyecto de grado y, motivada por su propia experiencia de vida, Estrella quiso hacer una crónica sobre niños en desventaja, abandonados y en general, que hicieran parte de instituciones benéficas. Y no conforme con eso, no lo hizo en el país donde residía, sino en aquél donde vivió su perniciosa juventud: Colombia.
«Una es una mezcla de intenciones y deseos, y no siempre puede ser consciente de todo al tiempo», me contó, ahí cuando estábamos en la cama. Según me dijo, siempre había gustado, desde que era joven, de ser admirada por, y calentar a los hombres. Sabía que siempre estaban mirándole la cola y pensando cochinadas. Yo puedo dar fe de que los jóvenes de antes éramos más reprimidos y morbosos que los de hoy. Después de su ordalía y vuelta a la vida, Estrella quiso desde cierto punto volver a sentir que causaba deseo, lo intentó, lo logró con facilidad y siguió haciéndolo. Ya no con leopardos ultra-ajustados que le ahorcaran la vagina, sino con faldas cortas. Quizá más cortas de lo necesario. Y con una falda de esas fue que entró a su primera reunión con jóvenes de la Fundación Corazón, en Bogotá. Una mezcla de intenciones y deseos de la que no podía ser consciente por completo. Ya estaba acostumbrada a vestir así, pero su intención era calentar a los hombres que pudiere encontrarse y que pudieran llegar a interesarle como aventura, no excitar a los adolescentes del encuentro. «Señora Jaramillo, la próxima no venga tan vaporosa, tenga en cuenta que estos jóvenes están en plena explosión hormonal» le dijo una de las trabajadoras sociales, casi avergonzándola. Pero no era para menos, ya que los muchachitos se la pasaron babeando durante toda la charla de presentación. «Yo me dí cuenta, pero no desde el principio sino ya cuando vi a varios chicos chorreando la baba» me explicó.
Después de varios días, el grupo de chicos había dejado de ser una masa desconocida y homogénea para Estrella, ya que podía distinguirlos, sabía sus nombres y conocía sus voces. Llegado ese punto, reparó por primera vez en Eduardo. «Tenía unos ojos que no podían pasar desapercibidos» aseveró Estrella, antes de dar un pitazo a su cigarrillo y arrojar el excesivo humo como chimenea. El muchacho le resultó definitivamente llamativo. Simpático. Atractivo. «Y además tenía algo especial, porque me miraba mucho a los ojos, no como los demás que… el primer día querían botarse al piso parar ver si me veían los calzones, y ya después, que me fui en pantalón, no paraban de mirarme por detrás». Estrella había perdido la virginidad a los catorce, con un man de veinte. Nada de otro mundo. No obstante, el regreso a un estilo de vida centrado le hacía costar el aceptar lo que se estaba imaginando. «¡El chino verraco estaba bueno!» Pero no era solo eso. Algo dentro de Estrella puyaba con fuerza. Una extraña y peligrosa combinación entre deseo, interés y ternura.
—¿Puedo ayudarle a llevar sus cosas? —le preguntó el chico cuando ella terminó sus entrevistas de ese día y reunía sus corotos de chismografía.
—¡Por supuesto, qué atento!
Y ahí empezó todo. Un pretexto simple para obtener ventaja sobre los demás y hablar a solas con la hermosa periodista. La sonrisa perenne de Eduardo y su mirada cálida expresaban con creces lo que su elocuencia de adolescente con educación de orfanato no podía. «era como si dijera “Señora, yo la conozco, se lo juro, por favor no dejemos de hablar hasta que nos acordemos dónde nos habíamos visto”» me explicó Estrella. «No es que haya tenido contacto con muchos jóvenes, pero puedo asegurarte que nunca uno me había hecho sentir así».
Las sesiones de trabajo de crónica siguieron. Eduardo era el favorito de Estrella. En un par de días más, ella se interesó especialmente en él. Ya quería hacer la crónica solo sobre él y ponía en peligro el proyecto. Se estaba obsesionando debido a que el embrujo de los ojos del muchacho y su actitud disimuladamente amorosa habían hecho mella en el corazón de Estrella, y también en su lívido. Luchaba día a día con esa confusión de estar queriéndose echar a un huérfano de catorce años. Parte de la filosofía de su juventud glamera era “hay que probar de todo”. «Y yo pensaba ¿El hecho que yo ya no sea joven en qué cambia esa filosofía? O sea, porque tengo 30, ya debería haber dejado de ‘probar de todo’?» Menudo enredo. Pero la mente de una mujer con semejante trayectoria por la vida ya no admitía ataduras. La talentosa comunicadora se inventó una salida de campo, con él y otros integrantes de la fundación. Aún no sabía qué era lo que le atraía tanto de Eduardo, pero pronto lo sabría.
3 – Hotel
A los dos chicos que llevó solo para disimular, bastó con darles dinero para que tuvieran la tarde libre. Entonces se llevó a Eduardo al apartamento donde Estrella se estaba quedando. Nada especial pasaba por la mente del joven. Seguía creyendo que solo “ayudaba a llevar sus cosas” a la periodista, y pensaba en alardear de ello con sus amigos cuando regresara. Aunque tendría más, muchísimo más de qué alardear. No obstante, Eduardo seguía mirándole el culo a Estrella. Igual que ella, el hormonal muchacho era un revoltijo de sensaciones e intenciones de las que no podía ser consciente por completo.
—Toma asiento —Estrella señaló uno de los sofás.
Eduardo se sentó después de dudar un micro-segundo.
—Antes de seguir, Eduardo; quisiera agradecerte sinceramente por toda tu colaboración con mi trabajo. Es algo que aprecio mucho.
Mientras lo dijo, unió las manos delante de sí, se aproximó a él y se sentó. No fue algo que se viera intempestivo, toda vez que fue espontáneo y natural. Estrella estaba girando la válvula muy lentamente para liberar la presión, de modo que el haberse sentado al lado de él, fue más como un efecto del magnetismo que un acto premeditado. Así lo entendió él, también.
—Hoy no quiero grabar ni tomar nota de lo que te voy a preguntar. Esto será más personal —agregó ella.
Eduardo solo pudo emocionarse.
—Me parece que, por ser la fundación solo masculina, nunca has tenido una novia. ¿Estoy en lo cierto?
—Pues sí, está en lo cierto, Estrella; nunca he tenido una novia —respondió, tratando con toda la fuerza de sus tripas de controlar la vergüenza.
—Por favor, no te incomodes con mis preguntas, lo último que deseo es apenarte.
Él solo tragó una bocanada de saliva.
—Y, eres virgen ¿cierto?
Antes que él reaccionara de forma alguna, Estrella prosiguió para evitar que se avergonzara:
—Todos los chicos de la fundación parecían querer tirárseme encima a violarme el primer día. Tú también me mirabas, pero eres el único que a pesar de eso se ha portado como todo un hombre. También eso es algo que aprecio mucho.
Con esto último, Estrella giró algunos grados su tronco para ir dejando de lado el tono formal de la charla, y no estar más a su lado sino frente a él.
—¿Te parezco bonita, Eduardo?
—Muuucho —soltó el joven sin dudar.
Y sabiendo actuar, se lo dijo mirándola solo a los ojos. Cualquier otro la habría lamido con la mirada desde el pubis hasta la boca.
—Tus ojos son muy… especiales. Me llamaron la atención desde el primer día —confesó ella.
—Yo siento que la conozco, Estrella.
—Debe ser porque te gusto.
Estrella besó al chico. Primero fue una unión de labios casi sin prolongación, solo para tantear terreno. El resultado favoreció a la arrecha mujer, que ya sintiendo su ropa interior mojada, se acercó los centímetros que faltaban y terminó de girar. Ya prácticamente estaba sobre él. Siguió besándolo.
«¿Por qué a mí nunca me pasó algo así?» me pregunté mientras Estrella seguía contándome. Por lo general yo he sido el calenturiento buscador de morritas, pero yo nunca fui «el morrito».
Los pezones empezaron a hacer presión y por ende, la ropa a estorbar. El calor que nacía en la parte baja del cuerpo y se transmitía a todo el resto ya no se podía disimular. Estrella se sacó el torero que llevaba y se quedó en su sexy top blanco. Eduardo le vio los pezones a mil. Estrella tomó una de las manos del muchacho y la llevó a una de sus tetas. Primero lo guió para que la manoseara sobre la ropa y unos segundos después, para que sintiera toda la tremulidad y el calor de su carne. Los besos siguieron. El muchacho ya tenía que estar como “carpa de circo”. Estrella procuraba ser gentil y al mismo tiempo puta. «Mujer con morro nunca tan es un asunto tan delicado como hombre con morra» me aseveró Estrella. «…Y empecé a soltarle la correa». Yo, encendí otro cigarrillo. «Le halé los pantalones abajo y él, ni corto ni perezoso se arqueó para que se los pudiera bajar. Llevaba una ridícula ropa interior de cuadritos azules. Me encantó. Cuando estás con un hombre adulto y recorrido, todo parece siguiendo un guión, hasta que se vuelve predecible y aburrido. Pero al verle esa holgada ropa interior a Eduardo, me puse feliz porque que estaba con un muchachito. Estaba haciendo algo nuevo y excitante, y definitivamente también lo era para él» me contó.
Estrella acarició, con el morbo propio de un fetiche, el entrepierna del chico por un rato. Quería saciarse de la idea de que estaba con ese muchachito que le gustaba, de que ella le gustaba raudales a él y de que, aún cuando había pasado tanto tiempo, ella podía seguirse sintiendo puta y con ello, rebelde. O rebelde y con ello, puta. No sé. «No dejes de hablar» le dije. Tiré la cobijas y brinqué rumbo al refrigerador a tomar un par de cervezas.
«Se lo saqué. De pronto por la timidez, no estaba bien erecto todavía. Iba a medias. Pero no iba a durar así. Se lo empecé a mamar. No era una super-verga de hombre treintón, obvio, y tampoco la de un niño. También en tamaño iba a medio camino. Pero, por otra parte, era una verga tan suave, con tan poco vello en la base, y de ese color excitante que te confirma que te estás tirando a un chico. No oscurecida por el uso ni por los años. Ah, y eso es lo mejor: Es una verga que nunca ha estado en coño alguno, ni en boca alguna. Súmale a eso saber que mi coño y mi boca serían los primeros». Yo me dije, en la privacidad de mi mente: «Mierda, debo intentar escribir relatos desde la perspectiva de la mujer, pronto». Luego ella siguió: «Le halé la camiseta para arriba y él entendió de inmediato que debía quitársela. Se la quitó y ¡uff, qué vientre! A esa edad los chicos tienen buen cuerpo de gratis. No iba al gimnasio, ni nada, pero tenía el estómago plano y unas liniecitas muy tenues para marcar abdominales. Y ese pecho, ni se diga. No sé como explicarte… cero por ciento grasa. Ese dorso…» entre las palabras de ella, yo comenté para mí mismo: «Se está calentando, me va a tocar darle zuncho, otra vez. ¡No hay problema!». Ella continuaba con lo suyo: «…los hombros anchos pero sin músculos, y ese cuello sin marcas de nada, solo un cilindro perfecto… se la empecé a chupar. Uff, succionaba como una loca. Pude sentir que él se retorcía y no sabía de dónde agarrarse, y eso fue, ¡uhy! Lo más caliente de todo. Chupar una pija y saber que causas ese efecto porque la tuya es la primera boca donde él la mete. Apreté los labios para subir y bajar y pajearlo. En menos de nada ya tenía esa verga como palo. Le acariciaba las huevas y parecían no tener tanta piel sobrante como en los hombres adultos. ¿Por qué tienen tanto escroto los grandes? En fin». Yo reí. «Conduje sus manos al botón de mi pantalón. Él ¡estaba temblando, tan divino! Pero trató de controlarse y me desabrochó. Me tiré de espaldas y subí los pies para quitarme los pantalones. Quedé en calzones ahí con las piernas estiradas hacia el techo y él estaba boquiabierto mirándome. Me dio la impresión que le daba pena deleitarse mirándome, entonces abrí las piernas y le dije “mira”. Me toqué toda. Lo agarré de una mano y lo halé hacia mí. Lo hice tocarme en los muslos, casi en la entrepierna. Le pregunté “¿te gusta?” y me dijo “sí”. Me halé el cuco para un lado y él abrió los ojotes. Volví a cogerle la mano para hacer que me tocara. “Toca, toca, no seas tímido” le dije. Me manoseó un rato, primero con timidez pero segundo a segundo ganaba confianza, sobre todo porque yo le demostraba cómo me gustaba que me tocara, haciendo gemiditos de gusto, mordiéndome los labios y retorciendo el cuello. “Dame un besito” le dije. Él gateó por encima de mí, para besarme en la boca. Yo reí, le recibí el beso pero le aclaré: “Dame un beso EN LA PUCHA”. Él gatéo en reversa y se demoró un montón en acercarse. Me tocó agarrarlo de la cabeza y restregarle la cara en mi cuca! ¡Uff, me puse a gemir como puta barata». Entonces la interrumpí. Tuve qué cogérmela. No les daré detalles de un aburrido polvo entre hombre y mujer maduros. Solo que, al acabar, no dormimos sino que ella prosiguió con la historia, y yo escuchando, bebiendo y fumando.
4 – Más que carne
«¿En qué iba?» me preguntó «Ah, sí, de veras… Creo que estaba siendo egoísta. La verdad no sé cómo la estaba pasando él. ¿Cuántos años tenías tú la primera vez que restregaste la cara en una cuca medio-peluda?» me preguntó. «Más de veinte. Dejémoslo así» respondí secamente. Ella continuó su tórrida narración: «Lo que estaba sintiendo era algo muy loco. Nunca me había sentido tan pervertida». «O sea tan puta, y tan rebelde» agregué. «No te hagas el sabiondo, porque no tienes ni idea. Espera a que termine mi historia y no podrás sostener la mandíbula ni para sostener el cigarrillo». Su pronóstico hizo que me acomodara aún más. Su relato siguió: «Restregarme esa joven cara en la vagina estaba resultando algo demasiado loco, demasiado caliente, y demasiado… está bien, te lo concedo: Rebelde. ¡Era como romper las reglas más sagradas! Peor que mamárselo a un cura. Peor que mamárselo a mi hermano. No sé si tú, con tantas fantasías tan complejas que has tenido para escribir tus historias, hayas tocado ese límite. Es algo donde no está involucrada solo la carne, sino que esta se vuelve un conductor de algo mucho más eléctrico. Como que no aguanta el voltaje y tira a quemarse» Yo tuve qué comentar: «Si a mí me dicen “escritor” ¿cómo te dicen a tí?». «Yo sé que cuando eras joven, alguna vez te agachaste detrás de tu hermana para verle los cucos» dijo ella. Reí al tiempo de asentir ampliamente. Ella agregó: «Imagina cómo habría sido tener sexo con tu hermana ese día. ¿Cuántos años tenían? ¿11 tú y 16 ella? ¡No lo imagines como uno de tus relatos! De verdad: Imagínate tirándote a tu hermana de 16, clavándola ahí en el lavadero con tu pequeña verga de nene de 11. Tu hermana con una pierna subida y los cucos para un lado entregándote el culo. ¿Puedes? ¿Te imaginas la carga de corriente? Aparte de la delicia de perder la virginidad justo cuando estabas así de arrecho, haberla perdido de manera tan prohibida. Pues algo así sentía yo cuando estaba ahí despernancada mechionando al pobre Eduardo, restregándomelo en la vagina, subiendo y bajando la cadera, subiendo y bajando y gritando como una perra a la que la violan cuatro perros callejeros.» En mi mente, me pregunté: «Pero ni que fuera la primera en echarse a un menor. Está exagerando». Y la seguí escuchando: «No aguanté. Brinqué como un gato y lo tumbé de espaldas sobre la cama. Me acaballé y me lo metí todo. Ahí sí que sentí un rayo que me cayó en la cuca y cuya electricidad me llenó el cuerpo. Me doblaba y me retorcía, no sabía cómo hacer para que entrara más. La sensación, como te dije, sobrepasaba lo físico. Y yo que creía que era solo por ser un menor». Ella acababa de responder a medias la pregunta que yo recién me hacía mentalmente. Entonces ¿qué más era? Quiero decirles, apreciados lectores, que en ese momento yo no sabía aún casi nada de la juventud de ella, las cosas con las que introduje este relato. Habría sospechado. Ustedes ¿Sospechan ya? ¿O quizás hace rato?
«Cuando se la chupé al principio, me imaginé que acabaría comiéndome su semen y deleitándome. Pero después de la restregada de su cara en mí y de la penetración, ya no podía ni pensar, y solo seguí pujando y pujando hasta que él se vino. Me sorprendió y me llenó de leche y de felicidad. Caí sobre él pegando mi pecho al suyo. Estábamos igual de agitados y sudorosos. Pasé mis manos a los lados de su cara y, vas a decir que estoy loca de remate, sentí que lo amaba, que era el hombre de mi vida. O el culi-cagado de mi vida.»
Estrella hizo una larga pausa. Parece que haber contado eso de forma tan apasionada y desnuda le había mellado el corazón. Solo veía hacia al vacío y cómo se llenaba este momentáneamente de los chorros de humo de su cigarrillo. «¿Estás bien?» Le pregunté, a lo que rápidamente repuso: «Sí, sí.» Y sin dejar de contemplar la nada, añadió: «Para ambos fue más de lo que esperábamos, y volvimos a encontrarnos y a tirar como locos tres veces más, hasta que tuve qué volver a Argentina por falta de pretextos». «Y ¿cuál es el fin de la historia?» quise saber. Ella al fin puso sus ojos en mí. «En Buenos Aires recibí una llamada, a las 24 horas que emitieron la crónica en televisión colombiana. Era una amiga de la juventud, le decían la flaca Valeria. Al principio no entendí lo que me dijo, creí que era un malentendido, luego; que era una broma, pero después até cabos y…» Se rascó una ceja con la mano con la que sostenía el cigarrillo y casi se echa ceniza en un ojo. «¿Qué te dijo?» pregunté. Ella empezó a hacer una peyorativa imitación de su amiga: «Marica, qué gusto encontrarla. Yo trabajo para el gobierno y en la fundación Corazón me hicieron el favor de pasarme su contacto. Parce, si viera, casi me cago cuando la vi en televisión». Luego siguió con su propia voz: «En suma quería que nos conectáramos o lo que fuera para charlar y que le contara cómo me había ido con Franki. Yo: Pero ¿Qué Franki ni qué nada? Yo con ese man no me encontré. El caso es que al fin hablamos y ella me explicó, que cuando vio a Eduardo conmigo brincó de Alegría, porque… ¿Qué es lo que más me gustaba de Eduardo?» preguntó después de interrumpirse. «¿Los ojos?» respondí yo. «Sí. Se me hacían conocidos, pero no sabía de quién. Y los ojos resultaron ser del tal Franki. A él le decían Franki el zarco. Y yo quedé embarazada de él». Mis ojos y boca estaban tan abiertos como tasas. «Pero yo ya había abortado una vez, y no quería volver a hacerlo, entonces tuve al niño y lo di en adopción. Después intenté matarme». Tosí tanto que decidí dejar el cigarro. Para siempre.
5 – Epílogo
A la tal Valeira le pareció —y no puede culpársele— que la crónica era un reencuentro madre-hijo. Ella no sabía lo que fue en verdad, un culiteteo sabroso entre una madura y un joven afortunado.
Así que acababa de cogerme dos veces a una madura que hacía unos años se había echado a su propio hijo. Cuando me pasó el ataque de tos, me le volví a tirar encima.
Supe que Estrella, al unir los puntos, le suplicó a Valeria la flaca que no hablara con Eduardo. ¿Cómo será enterarse que te echaste a tu propia madre? ¿que fue ella quien te desvirgó con lujuria? Eso explicaba la corriente hiper-intensa de la que hablaba Estrella. La sintió en el momento del frenesí pero no se la pudo explicar. Al contrario, volvió a procurársela en algunos encuentros ulteriores.
Al sol de hoy, Eduardo ya es mayor de edad, y aunque he hablado con Estrella un par de veces, no he conseguido que me cuente qué ha pasado. Sé de sobra que se volvieron a encontrar, pero ignoro si le habrá dicho la verdad. ¡Qué calentura, quisiera saberlo! ¿Se imaginan a Estrella? El mejor polvo de su vida, por amplio margen, pero tener qué elegir entre, decirle la verdad, destrozarle la vida y dejar de echárselo, u ocultarle la verdad y seguir gozando como conejos… o… ¿quién quita? ¡Decirle la verdad y también seguir gozando como conejos!
FIN
Stregoika
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