Tabú

Luisa

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©2020 Stregoika
Continúan las andanzas de este afortunado profe

Yo era un profe feliz. Y ese nuevo día sería todavía más dichoso. Pues mi querida Luisa había sido la única en perder matemáticas. Yo no era el de matemáticas, sino que ese profesor, aprovechó que solo una niña le había perdido para pedirme el favor que vigilara su examen de recuperación mientras él hacía otras cosas. Como esa niña era mi Luisa, pues yo ¡Encantado! Quedarme en un salón solo con ella: ¿Dónde firmo?
Nuestro primer encuentro, que les relaté por ahí, había sucedido hacía un par de meses. Después de eso, Luisita y yo éramos novios no declarados. Nos besábamos por ahí a escondidas y también, yo me la pasaba manoseándola. Estaba enamorado perdidamente de ella. Sí, de su rostro de niña mimada, pero también de su culo de patinadora. Qué placeres me había dado aquél par de nalgas apretaditas, blancas y redonditas. Sí, yo era un profesor que se comía una niña de doce años, de séptimo. Eso existe, y más de lo que creen. Que hagan la vista gorda a algo no hace desaparecer ese algo.


 

Para colmo, recuerden que yo no era el número 1 de Luisa, sino ¡su padre! Él fue el primero en disfrutar de ese precioso y prematuramente desarrollado culo de pre-adolescente. Y lo seguía haciendo, según sabía yo. A mi basta colección de fetiches se había sumado el que Luisa me detallara con lujo cómo se la cogía el papá, qué cosas le hacía y qué le decía. Un día ella se puso a contarme, mientras me acompañaba en una vigilancia durante un descanso, y nos tuvimos qué sentar en una escalera para que yo pudiera dedearle la vagina con mi brazo oculto bajo su chaqueta y su faldón, pues su relato me calentó sin control. Yo quería llevármela a un salón a cogérmela bien pero ese día simplemente no se pudo, así que, para el día de su examen de recuperación de matemáticas, yo estaba ardiendo en deseos de hacerle el amor a mi Luisita. Pues bien, entramos al salón donde la rectora nos puso. La señora era una mujer con más masculinidad que yo (ja-ja). Hasta daba miedo.
   —Háganse acá —dijo, mientras retiraba unos carteles de la mesa que habían dejado otras profesoras—. Dígame Luisa ¿La mesa está muy bajita? Porque si está muy bajita para usted, pues puede ir a traer una de la oficina. Pero tiene que ir a traerla.
   La rectora lo decía porque ése precisamente era un salón de niños pequeños, y las mesas y sillas eran chiquitas. Antes de responder, Luisa hizo una prueba: Se agachó para evaluar la altura de la mesa, haciendo el amague de escribir. Pero lo hizo sin sentarse, por lo que estiró las piernas y sacó la cola. Su faldita gris se elevó bastante por la parte trasera de sus muslos, que como sabrán, eran robustos y deliciosos. Me tocó apretar los puños para no torcer el cuello y no babear. Faltaba un centímetro, máximo uno y medio para que se le viera el principio de la colita, que me gustaba tanto. “Puta rectora, ya váyase” pensé.
   —No, profe, yo puedo en esta mesa —respondió Luisa.
   —Correcto. El profesor Christian te va a acompañar durante tu examen. Él tiene todas las indicaciones.
   Cuando dijo eso, yo me estaba imaginando que Luisita y yo estábamos completamente desnudos sobre la mesa, terminando de hacerlo. Ella estaba de rodillas delante de mí, chupándose los dedos llenos de mi esperma. Y yo, sujetándome la pija recién vaciada delante de su hermosísimo rostro. Ella tendría salpicaduras de semen hasta en el cabello a los lados de la cara, que estaría rojita y empapada de sudor. Sus senitos respingones, sin un milímetro de masa que hubiere cedido todavía a la gravedad, estarían con los pezones brotados y venitas al rededor. Yo, todavía estaría exprimiéndome el miembro a ver si le daba una última gota de leche a mi amada Luisa. Pero como no salía, decidí castigar mi pene, azotándolo contra nada menos que la frente y las mejillas de ella. Luisa respondería con una adorable sonrisa de asombro y regocijo. “Yo te hago todo más rico que tu papi ¿cierto?” le decía yo.
   —Profe Christian —La rectora tronó los dedos delante de mi cara —¿En qué piensa? Le estoy diciendo que el tiempo está por empezar.
   Yo sacudí la cabeza, terminando mi bella fantasía abruptamente.
   —Sí señora. Perdón —interpreté una hipócrita vergüenza.
   —Bueno, los dejo. Buena Suerte, niña Luisa —dijo, y se retiró.
   —Toma tu examen, mi amor —le extendí el folleto—. Yo obvio no sé tantas matemáticas como el profe Camilo, pero te voy a ayudar en lo que sepa.
   —Ay, tan divino, profe Christian —sonrió adorablemente, casi pegando una oreja a un hombro.
   Yo me lancé sobre ella y la besé con locura. Le chupe la comisura de la boca y ella metió su lengua en mi boca y se la chupé un poco. También le planté una palmada en un glúteo. ¿Qué había hecho yo para vivir el paraíso? No sé.
   Me senté en la mesa y abrimos su examen. Estaba fácil: Eran in-ecuaciones. ¡Lotería! Podía ayudarla muy bien y que me compensara deliciosamente.
   —Preciosa: Esto es sobre desigualdades. Dime ¿Cómo te fue en ecuaciones?
   —¡Bien! Saqué 8,5. Pero los días que el profe Camilo explicó esto, yo no vine, y después no pude ponerme al día.
   —Luisita hermosa, esto es casi la misma vaina. La única diferencia es que al despejar una ecuación, obtienes un número y al despejar una in-ecuación, obtienes un conjunto de valores.
   —Ella frunció el ceño sin entender.
   —Tú despeja como sabes, Divina, que cuando llegues al final, te digo cómo expresar la respuesta. No te dejes intimidar por ese signo de ‘menor o igual a’. ¡Dale! —le dije, y le di espacio.
   Ella se iba a sentar, pero se lo impedí.
   —Trabaja sin sentarte mi niña.
   —¿Por qué? —pero ni bien terminó de peguntar y ella sola supuso la razón.
   Entonces volvió a doblarse sobe la mesita, sacando cola y estirando las piernotas. Hasta se contoneó un poco para mí. ¡Uff, qué espectáculo! Quería agarrarla y darle, pero también quería que hiciera su examen. Así es el amor.
   Luisa siguió en lo suyo, hasta se concentró y se olvidó de danzar para mí. Yo estaba sentado en una de las butaquitas de los niños, detrás de ella. A veces no aguantaba y me doblaba para verla por debajo. ¡Pero qué pedazo de culo! Yo le había dado besos a Luisa en su ano tibiecito y mojado en mis jugos, pero verla por debajo de la falda seguía siendo una bomba para mí. Cómo la curvatura se acentuaba severamente al terminar su pierna e iniciar su nalga, y cómo los hilos de su pantymedia azul se estiraban. El tejido se abría y se ganaba claridad para ver su piel y su panty blanco. Ah, y su papá le seguía comprando calzas muy sensuales, para su propio deleite.
   —Ya vengo, mi Diosa hermosa.
   —¿A dónde vas profe?
   Iba al baño a echarme agua. Definitivamente estaba a una media hora de cogérmela, pero no iba a ser tan cabrón de cogérmela antes que terminara su examen y hacérselo perder. Al minuto volví, más tranquilo.
   —¡Listo profe!
   —A ver, mi vida —le revisé la hoja.
   Todo estaba bien.
   —Mira entonces: Lee tu respuesta. X es menor a 5/4, o sea que la respuesta ¿es 5/4?
   —¡No! Es cualquier número menor, pero no 5/4… creo —me miró con interrogación.
   La besé en la boca y le dije:
    —¡Correcto! —A continuación le enseñé a graficar la respuesta.

Veinte minutos después, solo faltaba un ejercicio, pero la mente se me pudrió. Se me ocurrió que sería muy pervertido hacerle sexo anal mientras ella hacía un ejercicio de matemáticas.
   —Yo sé que puedes hacer el último tú sola —dije.
   —Ay ¿te vas?
   —No, pero voy a estar muy ocupado —le dije, mientras metía la mano bajo su falda.
   Le empecé a sobar la entrepierna. ¡Qué sabrosa panocha tibiecita, bien apretada en esa malla de colegial!
   —Ay, profe… —dijo ya con la voz mojadita.
   Inclusive aflojó y apretó las piernas con mi mano en medio, para calentarme más. Me puse de pie e iba a desenfundar. Cambié de mano, y una me la puse en la bragueta y la otra bajo su falda, acariciándole toda la cola.
   —No te distraigas, termina tu examen —le indiqué.
   —Sí señor —repuso de mala gana.
   Mi bragueta ya iba a la mitad y con mi dedo medio hacía un montón de presión sobre su vagina, desde atrás. Pero sonó la puerta del salón. “¡Mierda!” salté como un gato y caí en la esquina. Luisa no tuvo qué hacer nada, pues su falda cayó y ella quedó como se suponía.
   —¿Y por qué no se sienta, Luisa? —preguntó la rectora.
   —Así estoy bien, profe.
   Yo me puse un libro encima del bulto agrandado, que estaba bien agrandado, casi por salirse solo.
   —Profe, qué pena abusar de usted. Hay dos niñas de octavo que van a presentar examen de recuperación de matemáticas. Vigílelas usted también, cuando Luisa entregue ¿correcto?
   —De mil amores, Doña Stella —dije.
   —¿Ya vas a acabar? —le preguntó a Luisa.
   —Cuando acabemos le avisamos —me entrometí.
   Luisa volteó su preciosa mirada de complicidad hacia mí, con una sonrisa tan pícara que me enamoré al doble.
   —Perfecto, ah y otra cosa… —dijo la rectora.
   —¿Doña Stella? Gritaron desde fuera.
   La rectora nos hizo una señal de “esperen” y salió. Se puso a hablar con alguien afuera, sin sacar completamente el cuerpo del salón. Mi perversión no podía más, y me lo saqué. Fui y se lo metí en la boca a Luisa. Ella, al principio pareció quejarse, pero cuando le entró toda, hizo un gesto a boca llena de “ay, qué rico” y se puso a mamar.
   Estaba yo muriendo de ganas de llenarle la boca de semen a Luisa para que, cuando la rectora volviera a entrar a decir eso que le faltaba, Luisa no tuviera más opción que hacer ¡glup! Y poder responder.
   Le perreé como loco hasta la garganta. La rectora seguía hablando con la cabeza asomada afuera y yo me esforzaba por acabar. Era casi como si pudiera ver el revuelto de saliva y líquido preseminal que hacía espuma en la boca de mi bella alumna. Más movimiento, más espuma. Ella empezaba a dar arcadas. Nunca había sentido tanta necesidad de acabar tan pronto. ¡Venga semen, ya! Agarré la cabecita de mi amada por los costados y le bombeé como perro salvaje. Me preocupaba que mi cremallera abierta le lastimara la piel, pero no paré. ¡Ya viene, qué rico! ¡OH, LA FELICIDAD, EN LA BOCA DE LUISA! ¡LECHE DE TU PROFE, SOLO PARA TÍ AMOR MÍO! Hasta el último de mis espermatozoides tiene tu nombre escrito! ¡OH SÍ!
   La rectora se despidió de la otra persona. Me faltaban dos o tres empujones para eyacular,  pero ni modo. Lo saqué, lo guardé y volví a agarrar el libro como escudo. Mi Luisa, precioso Ángel del paraíso, tosió.
   —¿Qué era? ¡Ah ya! —dijo la rectora, volviendo a entrar— Luisa, cuando termines ven a rectoría.
   Entonces se quedó viendo a Luisa, cómo se pasaba los dedos por las mejillas y los labios  y se chupaba decentemente los dedos.
   —¿Qué estás comiendo? ¡Pero no has terminado tu examen! —volteó a verme y me reprochó—: ¡Profesor Christian!
   —Es mi culpa, Doña Stella. Esa es mi leche —dije.
   Luisa volvió a mirarme con los ojos tan abiertos que por poco y se le salen.
   —Leche condensada —aclaré—. Es que tengo que ingerir algo dulce cada dos horas.
   —Si, pero ¡usted! No comparta sus dulces con estudiantes en medio de exámenes, profesor —dijo con tan obvio tono que casi me ofende.
   —Claro, sí señora, mil perdones.
   La rectora se retiró.
   —Tu leche ¿no? —me recriminó Luisa, viéndome de lado.
   —¿Quieres más?
   —Pero ¿y mi examen? Quedan como quince minutos ¡Y quiero sacarme diez!
   ¿Cómo podía yo amar tanto a esa mocosa?
   —Sigue resolviendo tu examen.
   Ella volvió a clavar su mirada sobre la hoja y a señalar los números con el esfero. Yo, me hice detrás de ella y le subí la falda, le bajé el pantymedia y las calzas, le metí la mano entre las nalgas y busqué su ano. Lo hallé sin esfuerzo. Estaba sequito y calientito. Como iba a volver a verme, le dije:
   —No te distraigas, termina el ejercicio.
   Su pequeño orto en mi mano se sentía como se debe sentir entrar al paraíso después de una vida de perros. Y eso es poco decir. ¡Era el ano de Luisa! Por donde salía su caquita en las mañanas. Donde su padre metía el pene casi todos los días para ser feliz. Me arrodillé y ¡a comer!
   Abrí sus nalgas a dos manos y verlo ahí, tan lindo, fue tanto como la primera vez. Me palpitó el corazón. Era como una coronita que le daba estatus de realeza a su raja, que, por cierto, tenía más húmeda y estaba más rosada que la última vez. Se la besé con veneración. Y luego, pasé a comer orto como un prisionero de guerra comería un pan después de semanas. Ella gimió y le repetí:
   —Tu examen, mi divina, termínalo.
   —Sí señor —repuso, con voz de excitación total.
   Igual que la primera vez, hacía fuercita con su cadera hacia mi cara. Su padre la tenía muy bien entrenada.
   De usar mi lengua como si fuera un dildo diminuto, enrollada y forzada a entrar aunque fuera un milímetro y volver a salir, entra y salir, entrar y salir… ¡Eso le encantaba a mi Luisa! Pasé a chupar el bordecito de su agujero. ¡Estaba tan rico! Era casi como chupar una fruta que te entrega dulce néctar, solo que aquello era sudor de culo. Me lo volví a sacar y me puse de pie.
   —¿Cómo vas con eso? —le pregunté.
   —Bien, pero me falta.
   —A mí también me falta, pero voy a seguir y voy a acabar.
   —Yo también —Dijo con tanta voz de arrechera que sentí ganas de irme a vivir dentro de ella. Para siempre.

Se la clavé. Primero la punta suave de mi glande fue abriendo su templo anal, estirando uno a uno los plieguecitos de la linda argollita. Cada vez se volvía más estrecho. Ella gritó, pero se reprimió a sí misma de inmediato y se tapó la boca. Siguió gritando a boca cerrada. Entró el cabezón. El resto fue pan comido.
   —Tu examen, bebé, tu examen —insistí.
   Ella siguió resolviendo el último ejercicio. Cuando me entregara la hoja, yo iba a darme cuenta que, aunque estaba bien resuelto, los trazos casi traspasaban el papel ¡Mi reina hermosa hizo bien el ejercicio con mi pene taladrándole el culo!
   Mientras la bananeaba, yo prácticamente me iba a otro planeta. Su culo apretadito y joven era como una droga. Apenas puedo recordar que mientras metía y sacaba, le apretaba sus caderas con tanta fuerza que, me diría ella luego, se las dejé marcadas. Como dije: “quería irme a vivir dentro de ella”.
   Ahora bien, el calorcito tan agradable de su recto. Un calor superior al del cuerpo en estado normal, pero jamás contundente. Y para colmo de bondades, algo que le había enseñado a hacer su padre hacía poco: A apretar con el culo. Repentinamente empezó a ordeñarme con su ojete, dando apretadas muy fuertes y volviendo a soltar. Puedo jurar que algún peito se le produjo pero apenas si salió y apenas si sonó. Y ¿qué creen? No aguanté. La sensación de la venida empezó detrás de las bolas, como corriente eléctrica, y sentí el semen desde ahí hasta que salió. Una inyección de amor. En tres o cuatro pulseadas celestiales me vacié. Pero siguió por unos minutos más haciendo apretadas. Aún cuando yo ya estaba sin bombear, solo temblando. Sentía más amor que una diosa antigua.
   —¿Está bien? —me alcanzó la hoja de su examen, retorciendo el brazo detrás de su cabeza.
   Revisé. “X es algún valor entre -7/8 y 2/3”. Había dibujado (muy chueca) la recta numérica, indicando tal intervalo abierto. Y su culo seguía dándome ahorcadas.
   —Está perfecto, bebé, felicidades ¡Auff!
   Y me seguía exprimiendo.

Lo malo del sexo prohibido es que, hay que sacarlo rápido. Y lo bueno del sexo permitido, es que no hay que sacarlo tan rápido, aunque por ser legal, sea aburrido. Se lo tenía que sacar y pues, con el dolor del alma, halé y mi pene salió de su pequeño paraíso.
   —Profe, te me viniste adentro y ya sabes que mi papá me revisa los cucos todos los días —me reclamó.
   —Ay, mi diosa, si supieras lo irresistible que eres, comprenderías —dije, con un hilo de voz.
   —¿Me lo ayudas a recoger? —me pidió.
   —Obvio que sí, linda.
   Pero todavía tenía en mi prodigiosa mente de pervertido una idea: Lo de la leche condensada. Así que en vez de ponerle a mi ángel papel higiénico para que cagara mi venida, le puse un cuaderno de pasta dura plastificada.
   —¿Y eso?
   —Tú dale, mi vida, expulsa todo lo que te eché —le dije, y le di un beso negro.
   Luisa hizo fuerza y con graciosos sonidos, las primeras hilachas de esperma espesa empezaron a salir de vuelta a la luz. En menos de un minuto, la cubierta del cuaderno estaba mojada con un buen charco de esperma un poco oscurecida por sus fluidos rectales. Mi nena terminó, se limpió el ojete y se subió los calzones. Yo, como siempre, suspiraba al verla acomodarse la mallas con la falda subida.
   Le acerqué el cuaderno a su cara y le dije:
   —La leche.
   Ella recibió el cuaderno y lo puso en la mesa. Mi esperanza era que lo lamiera, pero creo que fue demasiado pedir. Como fuera, yo quería seguir con mi juego. Como iba salir, me despedí por ese día de su glorioso culo, subiéndole la falda, doblándome y besando cada una de sus nalgas y luego dándole una palmada solo por el placer de verle la carne vibrando como gelatina. Qué obra de arte ese culo apretado en esa malla que se transparentaba en el centro y que dejaba ver sus cucos blancos en forma de triángulo. Luego disimulé y fui a la puerta. Salí y regresé con la rectora, que al igual que yo, se sorprendió:
   —¿Todavía comiendo leche? —exclamó, y me lanzó una mirada fulminante.
   Claro, luisa estaba con aquél cuaderno plastificado sobre la mesa, mirándose los dedos y chupándose los nudillos.

 

FIN

 

De mi obsesión por el ano de mis alumnas 1 – Bibiana
Ay Profe ¡me haces igual que mi papá!

Nadie le ha dado "Me Gusta". ¡Sé el primero!