Aquella noche, una vez más mi padre fue a mi habitación. Pasé la noche en mi vieja cama y viendo el mismo paradero de buses por la ventana. Llevaba muchos años viviendo en otra parte, haciendo mi propia vida, pues me gradué y soy profesional y además estoy por convertirme en escritora profesional. Me llamo Leandra, tengo 25 años y fui a casa para la boda de mi hermano mayor, Martín. Todo había sido un torrente de recuerdos y nostalgia, y recién pasada la media noche, mi padre volvió a hacer lo que hizo desde que yo tenía 11 hasta que tuve que irme de casa a los 19, por una beca. Desde que me acosté estuve preguntándome si lo haría. Abrió la puerta con lentitud y me espió por un minuto. Yo, todavía tenía dudas de sus intenciones, pues habían pasado años. Él entró a la habitación y se paró junto a la cama. Solo llevaba la parte de abajo de su pijama de color negro brillante. No dijo nada. No tenía qué decir nada, pues ese era claramente el inicio de nuestro típico ritual de incesto. ¿Debería yo decir algo? Tampoco dije nada. No había una forma de saberlo que no requiriera hablar. Todo le demás sería lanzarse al ruedo, por enésima vez. ¿Quería hablar, disculparse o cogerme? ¿Se lo pregunto? No, no se lo pregunté. Me senté en la cama, lo miré a la cara y le miré el pantalón. Él solía pararse allí con su miembro haciéndole una carpa y apuntándome cerca a la cara. Como no me decidí a hablar, se lo palpé. Tenía una erección a medio camino. Mi padre respondió a mi manoseo con una caricia en mi rostro. Otra vez, después de un lustro de ni siquiera hablar de ello, mi Papi y yo volvimos a hacer el amor.
Pero quiero contaros todo, desde el principio, y hasta lo que yo creo que fue el fin —solo creo—; pues esa noche previa a la boda de Martín, yo quería darle a mi padre la que sería para él una noticia devastadora: Mi propio matrimonio venidero.
El sexo con mi padre fue lo mejor de mi juventud. Y según sé, pues he investigado profesionalmente, lo ha sido para bastantes mujeres, solo que el peso del tabú siempre ha sido mayor. Y empeora todo horriblemente el sin número de casos en que un troglodita, una noche estaba ebrio y llegó a casa y violó a su hija de ocho años. Por desgracia eso es lo que toma como referente la gente cuando le hablan de sexo entre Papi e hija. Pero yo misma he de contar mi historia, que es un abismo de diferente. Desde que tenía memoria, ver a mi papá y mi mamá desnudos y estar yo misma desnuda, era algo natural. Mi papá solía meterse a la ducha cuando yo estaba bañándome, cuando tenía unos ocho años o nueve, máximo. Fue justamente en la ducha que vi por primera vez una erección. Yo no le preguntaba, pero le demostraba asombro y él, me animaba a preguntarle. Me decía «esto es porque eres muy bonita, muuy bonita, mi niña». Pero esa respuesta no me hacía sentido. ¿Qué tenía que ver que yo fuera bonita con que el pene le creciera y se levantara tanto? Así pasaron años. Me acostumbré a ver a mi padre arrecho cuando nos bañábamos y cuando teníamos esas largas sesiones de juego y cosquillas. Algunas veces le volvía a preguntar y solo me recalcaba «es que eres preciosa». Luego, a los 10 años, me invitó a ver porno. Creo que mi padre escogió el video más soft que pudo, para darme un inicio suave. Era porno, con todo, pero era una luna de miel. La intensidad fue subiendo con el paso de las semanas y até cabos. «El pene era para meterlo en la boca, la vagina y la cola de las mujeres». Mi papá tuvo que explicarme que aunque ellos hacían gestos y sonidos de dolor, no era dolor, sino placer, algo un poco más rico e intenso que las cosquillas. Pero seguía sin tocarme para nada más que besarme la cara, abrazarme o hacerme cosquillas. Seguía pasando el tiempo y lo normal era que mi papá se me metiera muchas veces a la ducha, se le pusiera su pene grueso y se erigiera hacia adelante. Y también era normal ver porno, porno y más porno. Por aparte, también seguían los juegos y las sesiones en que me consentía mucho y reíamos, ya fuera en un parque, en un sofá en la casa o en mi habitación. Pero nunca había tocado nada que no fuera mi dorso o rostro. Estaba volviéndome loca, porque yo quería que me hiciera algo como en las películas porno que veíamos, pero jamás se lo iba a decir. O eso creía.
Papá era apuesto y adinerado, pero esas eran cosas que no me importaron hasta que tuve doce. Tenía amigas en grados noveno y décimo del colegio que decían “chorrear” la baba por mi papá. Era algo molesto y ahora sé que lo que me producía eran celos. Pero sí, mi padre era del tipo que les gusta a las jovencitas: Un hombre, ya terminado, hecho (o sea, no un mocoso), hirsuto y varonil. Era del tipo mechudo, no de cabello largo pero sí abundante y entre el que te encanta meter la mano y que sendos mechones sedosos y brillantes se alternen con tus dedos. Su cabello pomposo le hacía juego impecable con su barba bien cortada y tupida. Ni el cabello abultado ni la barba tupida se verían en bien en un hombre pequeño o delgado, puesto que lo harían ver más pequeño y más delgado. Pero mi padre era de esos con quienes otros hombres preferían no meterse. Las camisas le quedaban ceñidas, no tendidas, y siempre dejaba el último botón suelto para alardear de su pecho velludo. Mis profesoras dejaban de ser maestras, se mojaban ante su presencia y se transformaban en cabareteras. Se recogían la falda, se abrían el escote y cruzaban piernas descaradamente en las reuniones. Pero a mí no me preocupaban la maestras, sino mis compañeras de noveno y décimo, y peor aún aquellas que no conocía, de grado undécimo o… mi intuición me lo decía: A mi papá le gustaban las niñas. No, pero ¿por qué iba a decir eso? No invente, Leandra. Me preocupaban mis propias compañera de grado octavo, y es que tenía compañeras mucho más bonitas que yo. Un día, la mamá de una compañera que se llamaba Luisa, se entusiasmó con mi padre en una reunión y por ir a coquetearle, él terminó consintiendo a Luisa. Y Luisa era justamente la más bonita del curso. Supe, de hecho, que algun profesor estaba enamorado de ella. Yo no lo sabía conscientemente en ese momento pero Luisa era deportista y tenía esas piernas —como les digo, lo analicé después— y ese culo que encanta a los hombres, de nena que ha practicado patinaje toda la vida. Me puse insoportable como por una semana, hasta que mi papá ató cabos y tuvo qué consolarme. Me dijo que yo más que su hija, era su diosa. ¡Su Diosa! Que nunca, nadie, podría desplazarme. Wow, nunca, nadie, más me dijo algo así. Ahora sé, y gracias a mi preparación en psicología, que ese día mi papá y yo rompimos una barrera importante. Fue como si declaráramos nuestro amor.
La empresa de mi padre de volverme loca por él estaba en su punto de máxima fruición. Él nunca iba a tocarme ni a insinuarme nada, pero estaba empujándome a que yo fuera quien se lo pidiera. ¿Acaso experto, el señor? A partir del incidente de Luisa, me volví peor de consentida y celosa. Si mi padre no iba una noche a mi habitación a atenderme —a consentirme y hacerme juegos que me valían que fueran demasiado infantiles para mis doce años—, hacía berrinches discretos. O sea, me hacía la brava, la que ya no quería saber nada de él. Pero su acto de indiferencia tiraba al mío por el piso y yo terminaba yéndome a sentar en sus piernas. Empecé a darme cuenta que eso le encantaba y la mujer que apenas florecía en mí, inició su siniestro curso de cómo controlar a un hombre. No es por ser engreída, pero el sexo es para los hombres una necesidad, y para nosotras, poder. No es que no nos guste, sí nos gusta, pero es más una experiencia de poder. Claro que, una mocosa de doce años ante el hombrón que es su padre, todavía tiene todo qué aprender.
Una tarde ocurrió algo simpático: Un leotardo me quedó holgado e hice una pataleta porque me sentía flaca y lánguida, y empecé a creer que nunca tendría tetas y jamás le gustaría a los hombres. Pero solo estaba envidiosa porque, a Luisa, un leotardo equivalente le quedó… los profesores parecían querer violarla. Y no es que me interesaran los profesores, nada qué ver, solo que imaginé que si mi padre viera a Luisa así, se olvidaría de mí ipso facto. Me sentí como un insecto. Bobadas de la preadolescencia, porque la verdad es que nunca he sido nada fea. Una vez me dijeron que me parecía a Nathalie Portman
y yo no sabía quién era, pero al mirarla casi me muero de risa porque tenían razón. En fin. Mi padre decidió dar un paso más para terminar con mi berrinche. Como su charla de padre no funcionó, culpa de él mismo, por estarme ‘erotizando’ desde los 8 años; lo que hizo fue perpetrar la sesión de mimos y cosquillas más letal de mi vida. Una no puede resistirse, por más que quiera hacer mala cara, las carcajadas explotan. En un punto, en una versión del orgasmo de las cosquillas, descansamos abrazados y él empezó a acariciarme el cuello y detrás de las orejas. Me puse arrozuda. Esa fue la muerte de las cosquillas y los mimos. De ahí en adelante, desde ese primer roce no a una niña sino a una mujercita, yo ya no querría más sino eso: caricias lentas, suaves, apenas perceptibles y eléctricas. La risa ya no fue más risa, ni siquiera sonidos que pudieran llamarse ‘voces’. Eran letras M que salían no de la garganta sino del alto vientre, a boca cerrada. Por primera vez, en brazos de mi papi, me mojé. Ocurrió entonces loq ue tanto me había imaginado por verlo en películas: Mi papá me quitó la ropa. Yo no puse ni un gramo de resistencia. Era mi Papi, y se bañaba conmigo desde mis ocho años. Yo no tenía nada que él no hubiera visto, aunque… si tenía mucho, pero mucho que él no había besado ni devorado. Durante toda la desvestida solo estuve temblando, pero no de miedo ¡jamás! Sino por la premonición de mi primera vez, la intuición de aquél crucial momento. Igual, no iba a serlo, pues mi padre era un absoluto caballero. Me costaba controlar la respiración y apenas audibles letras M seguían escapándoseme de lo hondo del pecho. Pero ¡cómo se sentían las yemas de los dedos de mi papá en mis costillas y en mi cuello y cara…! ¡pero más aún en las piernas y pecho, donde jamás me había tocado! Si hoy en día me pusieran un cable pelado en el ombligo y condujeran un pequeño voltaje, sería lo más parecido pero aún así no sería la mitad de rico. Mi papá me tenía como en una silla eléctrica ejecutándome. Las olas de energía ascendían por mi vientre y me provocaban espasmos. Sentía que daba brinquitos ahí acostada boca arriba. Y mi papá solo usaba las puntas de sus dedos. Pero yo ya quería que me agarrara como en esas películas que me mostraba y que me decía que no le dijera a nadie que las habíamos visto. Me aterraba la posibilidad de sentirme penetrada y bombeada y luego bañada en semen, pero quería que me pasara. Qué contradicción tan bárbara ¿Acaso me había vuelto loca? ¿Cómo diablos era que quería que me hiciera algo que me daba miedo que me pasara? Y fue cuando mi papá me soltó:
—Tú eres perfecta. No se puede no amarte, no se puede no desearte.
A mis doce años, mi papá. No tuve qué esperar un príncipe azul.
Entonces dejó de usar las puntas de sus dedos y empezó a usar su boca. Parecía que recogía gotitas de agua con los labios por todo mi cuerpo. Besó mis senitos medio-limoneros en torno, no los pezones, bajó por el vientre y rodeo mi ombligo, y siguió bajando. Su barba y bigote eran peor que aquél cable de tortura que les hice imaginar ya. Siguió bajando. La antesala de la primer chupada de vagina de mi vida me hizo sentir una corrientazo sin igual. No obstante, el sólo llegó al principio de mi rajita y se devolvió. Cuando besó (¿o no?) el extremo de mi hendidura, lancé un gemido fuerte, brinqué involuntariamente y quise decir algo pero la voz la tenía hecha una hilacha. Volvió a usar sus manos. Ascendía hasta mi cuello con suavidad frotando gentilmente el dorso de sus dedos e iba de regreso acariciando con las palmas, una y otra y otra vez. Yo tenía la sensación correspondiente a los sollozos que ya casi son llanto, pero sin sufrimiento ni dolor alguno, sino… placer.
De no haber sido una niña, me habría levantado y acaballado sobre él y, para darle una lección, mostrarle lo que es una leona. Pero eso vendría después, años después. Aquella vez, mi padre se detuvo cuando creyó que iba a infartarme y se quedó solo a mi lado contemplándome. Recargó la mandíbula en la mano y se embelesó viéndome a la cara. No sé quién se durmió primero.
Esa fue a cura para mis pataletas. Alguna vez tuve el impulso de hacer otra pero ya no me parecía que tuvieran sentido. Lo que sí permaneció fueron los celos por mi padre. No quería que ninguna lo volteara a ver, pero con los años, mi actitud maduró y me volví consciente de mi poder. No dejé los celos, precisamente, sino que los manejé de forma diferente. Ya no hacía pataletas sino que ejercía mi poder. Cuando tenía 15 años pasaditos, ya para salir del colegio, ya podía estar tranquila si estaban mis amigas, porque mi actitud no era temerosa sino de “esto es mío”. Y mis amigas se mojaban. Yo decía para adentro «pues mójense, perdedoras». Me gustaba, durante las visitas, alardear de mi papá y despedirme de él dándole besitos andeniados o acercándome de más a él, para que mis amigas se murieran de envidia. Y eso era lo menos, porque me encantaría que supieran cómo me ponía él desde los doce años. Yo era su perra.
O sea que, no sé decir cuándo fue mi primera vez. Tuve muchas. Mi padre es un caballero. Una una primera vez que me desnudó, ya se las acabó de contar, otra primera vez que me besó, otra que me penetró, otra que le hice una felación y otra más que me hizo un anal. Todas son dignas de relatos por separado. Ah, y otra primera vez que me tragué su proteína. Todas, ‘primeras veces’ con meses y hasta años de separación. Otra cosa es que, desde los trece me volví muy carnosa y creo que le gusté todavía más a mi Papi.
Y tantos años después, mi Papi volvió a meterse a mi habitación. No pude negarme. Tiene esos años más en su apariencia, y también se viste todavía mejor. Se está dejando las canas en la parte alta de las patillas. ¿Cómo rehusarse a decir que ese tipo me hizo el amor? ¿Que me lo has estado haciendo por años y años? No puedo. No pude. De las cosas más duras que haya tenido qué hacer en la vida, ha sido justamente el estar usando su pecho de almohada y jugar distraídamente con el vello de su pecho, y decirle, ahí mismo, que me casaba. Creo que no se lo esperaba justo esa noche, menos después de uno de nuestros mejores polvos. Pero sí se lo había imaginado y lo había temido por años, sobre todo durante los últimos que ya conocía a Franco, quien sería mi esposo. Se caían bien, hasta se emborrachaban juntos. Pude sentir cómo mi padre apretaba el abdomen para resistir. Le temblaban los brazos, quizá quería apretar también los puños pero no iba a asustarme así. No habló.
Tuve qué lidiar con su achicopalado ánimo durante semanas. Creo que sentía que no había sido un padre sino un sucio violador que entregaría a su hija en el altar… como diría un hombre, «más culiada que puta jubilada». Ahora el del berrinche era él. Intenté seducirlo un par de veces pero me rechazaba. No obstante, todo se arregló el día de la boda, que mi Papi me vio en traje de novia y se le subió todo. Quizá se acordó de ese primer video porno que vimos, no sé. El caso es que cuando mis amigas me hacían retoques, él entró y como señor de la ceremonia, que pagaba todo y todos obedecían, les pidió que nos dejaran solos.
—Perdóname, me he portado como un tonto estos días. Estoy muy feliz de que te cases, sobre todo con Franco.
—Ay, Papi —le respondí, jalándome el vestido para moverme hacía él—, yo sé; es más, te comprendo a la perfección —lo abracé—. Yo sé que me amas, que soy más que tu hija, tu diosa.
Él respondió a ese comentario con un apretón extra en el abrazo.
—Y lo seguirás siendo.
—Gracias, Papito ¡gracias! Has sido un padre fenomenal y, tengo qué decírtelo así: Me cogiste muy rico toda la vida. No sé si alcances a imaginar lo que significa para una de mujer.
—No puedo imaginarlo pero te creo.
—Eso es suficiente —dije, cambiando el tono a uno jocoso, para terminar la pesadez del tono de despedida.
—Nos vemos en la iglesia.
—Nos vemos Papito.
Empezó a irse pero algo lo detuvo justo antes de tocar el pomo de la puerta. Cambió su mano de la posición para agarrar la perilla a usar solo un dedo: Puso el seguro. Se volvió y dijo:
—Te voy a hacer un regalo de bodas privado, mi Lea.
Yo, entendí de inmediato sus intenciones y solo pude golpearme los muslos a través del apompado vestido y hacerme la sorprendida:
—¡Paaapi!
Tomó de su bolsillo una cosita que la principio no supe qué era. Me pareció un pañuelo, pero no.
—¿Sabías que le liguero lo debe regalar el padre?
—Ay, no inventes.
—Y es de mala suerte que el mismo padre no lo ponga —dijo, agarrando mi vestido por el borde y empezando a alzarlo.
—Tú sí eres… —increpé, a medias.
—Soy ¿qué? —me miró a los ojos.
No pude decirle nada de lo que mi razón me proponía. Él siempre me hacía, sí o sí, palpitar allí abajo. Y el día de mi boda no iba a ser diferente.
—Soy ¿qué? —repitió.
Me mordí el labio y me lancé sobre él.
—Irresistible, Papito ¡Irresistible!
Y sí, mi papá me cogió el día de mi boda. No saben lo excitante y hermoso que fue el que los demás estuvieran ahí afuera, todos, y mi papá ahí rompiéndome el panty para meterme la lengua. Primero me saboreó toda por delante y al rato me agarró y me dio la vuelta. Me sentí de doce otra vez. Temblé toda como gelatina. Solo mi Papi, sólo él. Ahí estaba, devorándome tan bien como toda la vida. Qué rico fue casarme así, igual que cuando iba a clases, cuando me gradué, hice la confirmación y otros días importantes: Recién cogida. Toda comida. Con el bombo lleno y las nalgas temblorosas. Solo mi Papi, sólo él.
Yo, nunca tuve un noviecito tonto, ninguno me parecía lo suficientemente hombre. Después de mi papá ¿qué? Solo Franco, y eso porque me enamoró ya siendo yo una mujer hecha y derecha.
No puedo evitar ahora preguntarme, cuando tengamos una hija, si a Franco le dé por verla como si diosa… ¡ups!
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