Sexo En General

Cielo Yamile Riveros mis memorias mis sexuales con los curas 4

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 No podía esperar más. Abriendo los labios del sexo de su sobrina, y apuntando la roja cabeza de su arma hacia la prominente vulva, se movió hacia adelante, y de un empujón y con un alarido de placer sensual la hundió en toda su longitud en el vientre de Cielo Riveros. —¡Oh, Dios! ¡Por fin estoy dentro de ella! —chillaba Verbouc—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Qué placer! ¡Cuán hermosa es! ¡Cuán estrecho! ¡Oh! El buen padre Ambrosio sujetó a Cielo Riveros más firmemente. Esta hizo un esfuerzo violento, y dejó escapar un grito de dolor y de espanto cuando sintió entrar el turgente miembro de su tío que, firmemente encajado en la cálida persona de su víctima, comenzó una rápida y briosa carrera hacia un placer egoísta. Era el cordero en las fauces del lobo, la paloma en las garras del águila. Sin piedad ni atención siquiera por los sentimientos de ella, atacó por encima de todo hasta que, demasiado pronto para su propio afán lascivo, dando un grito de placentero arrobo, descargó en el interior de su sobrina un abundante torrente de su incestuoso fluido. Una y otra vez los dos infelices disfrutaron de su víctima. Su fogosa lujuria, estimulada por la contemplación del placer experimentado por el otro, los arrastró a la insania. Bien pronto trató Ambrosio de atacar a Cielo Riveros por las nalgas, pero Verbouc, que sin duda tenía sus motivos para prohibírselos, se opuso a ello. El sacerdote, empero. sin cohibirse, bajó la cabeza de su enorme instrumento para introducirlo por detrás en el sexo de ella. Verbouc se arrodilló por delante para contemplar el acto, al concluir el cual —con verdadero deleite— dióse a succionar los labios del bien relleno coño de su sobrina. Aquella noche acompañé a Cielo Riveros a la cama, pues a pesar de que mis nervios habían sufrido el impacto de un espantoso choque, no por ello había disminuido mi apetito, y fue una fortuna que mi joven protegida no poseyera una piel tan irritable como para escocerse demasiado por mis afanes para satisfacer mi natural apetito. El descanso siguió a la cena con que repuse mis energías, y hubiera encontrado un retiro seguro y deliciosamente cálido en eí tierno musgo que cubría el túmulo de la linda Cielo Riveros, de no haber sido porque, a medianoche, un violento alboroto vino a trastornar mi digno reposo. La jovencita había sido sujetada por un abrazo rudo y poderoso, y una pesada humanidad apisonaba fuertemente su delicado cuerpo. Un grito ahogado acudió a los atemorizados labios de ella, y en medio de sus vanos esfuerzos por escapar, y de sus no más afortunadas medidas para impedir la consumación de los propósitos de su asaltante, reconocí la voz y la persona del señor Verbouc. La sorpresa había sido completa, y al cabo tenía que resultar inútil la débil resistencia que ella podía ofrecer. Su tío, con prisa febril y terrible excitación provocada por el contacto con sus aterciopeladas extremidades, tomó posesión de sus más secretos encantos y presa de su odiosa lujuria adentró su pene rampante en su joven sobrina. Siguió a continuación una furiosa lucha, en la que cada uno desempeñaba un papel distinto. El violador, igualmente enardecido por las dificultades de su conquista, y por las exquisitas sensaciones que estaba experimentando, enterró su tieso miembro en la lasciva funda, y trató por medio de ansiosas acometidas de facilitar una copiosa descarga, mientras que Cielo Riveros, cuyo temperamento no era lo suficientemente prudente como para resistir la prueba de aquel violento y lascivo ataque, se esforzaba en vano por contener los violentos imperativos de la naturaleza despertados por la excitante fricción, que amenazaban con traicionaría, hasta que al cabo, con grandes estremecimientos en sus miembros y la respiración entrecortada, se rindió y descargó su derrame sobre el henchido dardo que tan deliciosamente palpitaba en su interior. El señor Verbone tenía plena conciencia de lo ventajoso de su situación, y cambiando de táctica como general prudente, tuvo buen cuidado de no expeler todas sus reservas, y provoco un nuevo avance de parte de su gentil adversaria. Verbouc no tuvo gran dificultad en lograr su propósito, si bien la pugna pareció excitarlo hasta el frenesí. La cama se mecía y se cimbraba: la habitación entera vibraba con la trémula energía de su lascivo ataque; ambos cuerpos se encabritaban y rodaban, convirtiéndose en una sola masa. La injuria, fogosa e impaciente, los llevaba hasta el paroxismo en ambos lados. El daba estocadas, empujaba, embestía, se retiraba hasta dejar ver la ancha cabeza enrojecida de su hinchado pene junto a los rojos labios de las cálidas partes de Cielo Riveros, para hundirlo luego hasta los negros pelos que le nacían en el vientre, y se enredaban con el suave y húmedo musgo que cubría el monte de Venus de su sobrina, hasta que un suspiro entrecortado delató el dolor y el placer de ella. De nuevo el triunfo le había correspondido a él, y mientras su vigoroso miembro se envainaba hasta las raíces en el suave cuerpo de ella, un tierno, apagado y doloroso grito habló de su éxtasis cuando, una vez más, el espasmo de placer recorrió todo su sistema nervioso. Finalmente, con un brutal gruñido de triunfo, descargó una tórrida corriente de líquido viscoso en lo más recóndito de la matriz de ella. Poseído por el frenesí de un deseo recién renacido y todavía no satisfecho con la posesión de tan linda flor, el brutal Verbouc dio vuelta al cuerpo de su semidesmayada sobrina, para dejar a la vista sus atractivas nalgas. Su objeto era evidente, y lo fue más cuando, untando el ano de ella con la leche que inundaba su sexo, empujó su índice lo más adentro que pudo. Su pasión había llegado de nuevo a un punto febril. Encaminó su pene hacia las rotundas nalgas, y encimándose sobre su cuerpo recostado, situó su reluciente cabeza sobre el pequeño orificio, esforzándose luego por adentrarse en él. Al cabo consiguió su propósito, y Cielo Riveros recibió en su recto, en toda su extensión, la vara de su tío. La estrechez de su ano proporcionó al mismo el mayor de los placeres, y siguió trabajando lentamente de atrás hacía adelante durante un cuarto de hora por lo menos, al cabo de cuyo lapso su aparato habla adquirido la rigidez del hierro, y descargó en las entrañas de su sobrina torrentes de leche. Ya había amanecido cuando el señor Verbouc soltó a su sobrina del abrazo lujurioso en que había saciado su pasión, logrado lo cual se deslizó exhausto para buscar abrigo en su trío lecho. Cielo Riveros, por su parte, ahíta y rendida, se sumió en un pesado sueño, del que no despertó hasta bien avanzado el día. Cuando salió de nuevo de su alcoba. Cielo Riveros había experimentado un cambio que no le importaba ni se esforzaba en lo más mínimo por analizar. La pasión se había posesionado de ella para formar parte de su carácter; se habían despertado en su interior fuertes emociones sexuales, y les había dado satisfacción. El refinamiento en la entrega a las mismas había generado la lujuria, y la lascivia había facilitado el camino hacia la satisfacción de los sentidos sin comedimiento, e incluso por vías no naturales. —Cielo Riveros —casi una chiquilla inocente hasta bacía bien poco— se había convertido de repente en una mujer de pasiones vio-. lentas y de lujuria incontenible. NO DE INCOMODAR AL LECTOR CON EL relato de cómo sucedió que un día me encontré cómodamente oculto en la persona del buen padre Clemente; ni me detendré a explicar cómo fue que estuve presente cuando el mismo eclesiástico recibió en confesión a una elegante damita de unos veinte años de edad. Pronto descubrí, por la marcha de su conversación, que aunque relacionada de cerca con personas de rango, la dama no poseía títulos, si bien estaba casada con uno de los más ricos terratenientes de la población. Los nombres no interesan aquí. Por lo tanto suprimo el de esta linda penitente. Después que el confesor hubo impartido su bendición tras de poner fin a la ceremonia por medio de la cual había entrado en posesión de lo más selecto de los secretos de la joven se-flora, nada renuente, la condujo de la nave de la iglesia a la misma pequeña sacristía donde Cielo Riveros recibió su primera lección de copulación santificada. Pasó el cerrojo a la puerta y no se perdió tiempo. La dama se despojó de sus ropas, y el fornido confesor abrió su sotana para dejar al descubierto su enorme arma, cuya enrojecida cabeza se alzaba con aire amenazador. No bien se dio cuenta de esta aparición, la dama se apoderó del miembro, como quien se posesiona a como dé lugar de un objeto de deleite que no le es de ninguna manera desconocido. Su delicada mano estrujó gentilmente el enhiesto pilar que constituía aquel tieso músculo, mientras con los ojos lo devoraba en toda su extensión y sus henchidas proporciones. —Tienes que metérmelo por detrás —comenté la dama—. En leorette. Pero debes tener mucho cuidado, ¡es tan terriblemente grande! Los ojos del padre Clemente centelleaban en su pelirroja cabezota, y en su enorme arma se produjo un latido espasmódico que hubiera podido alzar una silla. Un segundo después la damita se había arrodillado sobre la silla, y el padre Clemente, aproximándose a ella, levantó sus finas y blancas ropas interiores para dejar expuesto un rechoncho y redondeado trasero, bajo el cual, medio escondido entre unos turgentes muslos, se veían los rojos labios de una deliciosa vulva, profusamente sombreada por matas de pelos castaños que se rizaban en torno a ella. Clemente no esperó mayores incentivos. Escupiendo en la punta de su miembro, colocó su cálida cabeza entre los húmedos labios y después, tras muchas embestidas y esfuerzos, consiguió hacerlo entrar hasta los testículos. Se adentró más… y más.., y más, hasta que dio la impresión de que el hermoso recipiente no podría admitir más sin peligro de sufrir daño en sus órganos vitales, Entre tanto el rostro de ella reflejaba el extraordinario placer que le provocaba el gigantesco miembro. De pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba dentro hasta los testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban los orondos cachetes de las nalgas de la dama. Esta había recibido en el interior de su cuerpo, en toda su longitud, la vaina del cura. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en cada embestida, sin retirar más que la mitad de la longitud de su miembro, para poder adentrarse mejor en cada ataque, hasta que la dama comenzó a estremecerse por efecto de las exquisitas sensaciones que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco, con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el invasor la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente, entretanto, seguía accionando en el interior de la caliente vaina, y a cada momento su arma se endurecía más, hasta llegar a asemejarse a una barra de acero sólido. Pero todo tiene su fin, y también lo tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de haber empujado, luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir más, y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de esta suerte al éxtasis. Llego por fin. Dejando escapar un grito hundió hasta la raíz su miembro en el interior de la dama, y derramé en su matriz un abundante chorro de leche. Todo había terminado, había pasado el último espasmo. había sido derramada la última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este único coup que acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni tampoco que la dama, cuyos licenciosos apetitos habían sido tan poderosamente apaciguados, no deseaba ya nuevos escarceos. Por el contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar las adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron despertar la llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su fornido violador se lanzó sobre ella, y hundiendo su ariete hasta que se juntaron los pelos de ambos, se vino de nuevo, llenando su matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha, la lasciva pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear lascivamente con sus enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza de su pene entre sus rosados labios, al tiempo que lo estimulaba con toquecitos enloquecedores hasta conseguir el máximo de tensión, todo ello con una avidez que acabé por provocar una abundante descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por lo menos igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta figura de éste, y tras de haber asegurado otra gran erección, se empalé en el palpitante dardo hasta no dejar a la vista nada más que las grandes bolas que colgaban debajo de la endurecida arma. De esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las abundantes eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional duración del entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente las monstruosas proporciones y la capacidad fuera de lo común de su gigantesco confesor. CIELO RIVEROS TENÍA UNA AMIGA, UNA DAMITA SÓLO unos pocos meses mayor que ella, hija de un adinerado caballero, que vivía cerca del señor Verbouc. Julia, sin embargo. era de temperamento menos ardiente y voluptuoso. y Cielo Riveros comprendió pronto que no habla madurado lo bastante para entender los sentimientos pasionales, ni comprender los fuertes instintos que despierta el placer. Julia era ligeramente más alta que su joven amiga, algo menos rolliza, pero con formas capaces de deleitar los ojos y cautivar el corazón de un artista por lo perfecto de su corte y lo exquisito de sus detalles. Se supone que una pulga no puede describir la belleza de las personas. ni siquiera la de aquellas que la alimentan. Todo lo que puedo decir, por lo tanto, es que Julia Delmont constituía a mi modo de ver un estupendo regalo, y algún día lo sería para alguien del sexo opuesto. ya que estaba hecha para despertar el deseo del más insensible de los hombres, y para encantar con sus graciosos modales y su siempre placentera figura al más exigente adorador de Venus. El padre de Julia poseía, como hemos dicho, amplios recursos; su madre era una bobalicona que se ocupaba bien poco de su hija, o de otra cosa que no fueran sus deberes religiosos, en el ejercicio de los cuales empleaba la mayor parte de su tiempo, así como en visitar a las viejas devotas de la vecindad que estimulaban sus predilecciones. El señor Delmont era relativamente joven. De constitución robusta, estaba lleno de vida, y como quiera que su piadosa cónyuge estaba demasiado ocupada para permitirle los goces matrimoniales a los que el pobre hombre tenía derecho, éste los buscaba por Otros lados. El señor Delmont tenía una amiga, una muchacha joven y linda que, según deduje, no estaba satisfecha con limitarse a su adinerado protector. El señor Delmont en modo alguno limitaba sus atenciones a su amiga; sus costumbres eran erráticas, y sus inclinaciones francamente eróticas. En tales circunstancias, nada tiene de extraño que sus ojos se fijaran en el hermoso cuerpo de aquel capullo en flor que era la sobrina de su amigo, Cielo Riveros. Ya había tenido oportunidad de oprimir su enguantada mano, de besar —desde luego con aire paternal— su blanca mejilla, e incluso de colocar su mano temblorosa —claro que por accidente— sobre sus rollizos muslos. En realidad, Cielo Riveros, mucho más experimentada que la mayoría de las muchachas de su tierna edad, se había dado cuenta de que el señor Delmont sólo esperaba una oportunidad para llevar las cosas a sus últimos extremos. Y esto era precisamente lo que hubiera complacido a Cielo Riveros, pero era vigilada demasiado de cerca, y la nueva y desdichada situación en que acababa de entrar acaparaba todos sus pensamientos . El padre Ambrosio, empero, se percataba bien de la necesidad de permanecer sobre aviso, y no dejaba pasar oportunidad alguna, cuando la joven acudía a su confesionario, para hacer preguntas directas y pertinentes acerca de su comportamiento para con los demás, y de la conducta que los otros observaban con su penitente. Así fue como Cielo Riveros llegó a confesarle a su guía espiritual los sentimientos engendrados en ella por el lúbrico proceder del señor Delmont. El padre Ambrosio le dio buenos consejos, y puso inmediatamente a Cielo Riveros a la tarea de succionarle el pene. Una vez pasado este delicioso episodio, y borradas que fueron las huellas del placer, el digno sacerdote se dispuso con su habitual astucia, a sacar provecho de los hechos de que acababa de tener conocimiento. Su sensual y vicioso cerebro no tardó en concebir un plan cuya audacia e inquietud yo, un humilde insecto, no sé que haya sido nunca igualada. Desde luego, en el acto decidió que la joven Julia tenía algún día que ser suya. Esto era del todo natural. Pero para lograr este objetivo, y divertirse al mismo tiempo con la pasión que indiscutiblemente Cielo Riveros había despertado en el señor Delmont, concibió una doble consumación, que debía llevarse a cabo por medio del más indecoroso y repulsivo plan que jamás haya oído el lector. Lo primero que había que hacer era despertar la imaginación de Julia, y avivar en ella los latentes fuegos de la lujuria. Esta noble tarea la confiaría el buen sacerdote a Cielo Riveros, la que, debidamente instruida, se comprometió fácilmente a realizarla. Puesto que ya se había roto el hielo en su propio caso, Cielo Riveros, a decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que Julia fuera tan culpable como ella. Así que se dio a la tarea de corromper a su joven amiga. Cómo lo logró, vamos a verlo a su debido tiempo. Fue sólo unos días después de la iniciación de la joven Cielo Riveros en los deleites del delito en su forma incestuosa que hemos ya relatado, y en los que no había tenido mayor experiencia porque el señor Verbouc tuvo que ausentarse del bogar. A la larga, sin embargo, tenía que presentarse la nueva oportunidad, y Cielo Riveros se encontró por segunda vez, sola y serena, en compañía de su tío y del padre Ambrosio. La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un calor-cito placentero por efecto de una estufa instalada en el lujoso departamento. Los suaves y mullidos sofás y otomanas que amueblaban la habitación proporcionaban a la misma un aire de indolencia y abandono. A la brillante luz de una lámpara exquisitamente perfumada los dos hombres parecían elegantes devotos de Baco y de Venus cuando se sentaron, ligeros de ropa, después de una suntuosa colación. En cuanto a Cielo Riveros, estaba por así decirlo excedida en belleza. Vistiendo un encantador ‘negligie’, medio descubría y medio ocultaba aquellos encantos en flor de que tan orgullosa podía mostrarse. Sus brazos, admirablemente bien torneados, sus suaves piernas revestidas de seda, el seno palpitante, por el que asomaban dos manzanitas blancas, exquisitamente redondeadas y rematadas en otras tantas fresas, las bien formadas caderas, y unos diminutos pies aprisionados en ajustados zapatitos, eran encantos que, sumados a otros muchos, formaban un delicado y delicioso conjunto con el que se hubieran intoxicado las deidades mismas, y en las que iban a complacerse los dos lascivos mortales. Se necesitaba, empero, un pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los infames y anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el despliegue los tesoros que estaba a su alcance. Seguros de que no habían de ser interrumpidos, se disponían ambos a hacer los lascivos attouchernents que darían satisfacción al deseo de solazarse con lo que tenían a la vista. Incapaz de contener su ansiedad, el sensual tío extendió su mano, y atrayendo hacia sí a su sobrina, deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo. Por su parte el sacerdote se posesionó de sus dulces senos, para sumir su cara en ellos. Ninguno de los dos se detuvo en consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así que los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en toda su extensión, y permanecieron excitados y erectos, con las cabezas ardientes por efecto de la presión sanguínea y la tensión muscular. —¡Oh, qué forma de tocarme! —murmuró Cielo Riveros, abriendo voluntariamente sus muslos a las temblorosas manos de su tío, mientras Ambrosio casi la ahogaba al prodigarle deliciosos besos con sus gruesos labios, En un momento determinado la complaciente mano de Cielo Riveros apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro del vigoroso sacerdote. —¿Qué, amorcito, no es grande? ¿Y no arde en deseos de expeler su jugo dentro de ti? ¡Oh, cómo me excitas, hija mía! Tu mano. .. tu dulce mano. .. ¡Ay! ¡Me muero por insertarlo en tu suave vientre! ¡Bésame, Cielo Riveros! ¡Verbouc, vea en qué forma me excita su sobrina! —¡Madre santa, qué carajo! ¡Ve, Cielo Riveros, qué cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan largo y tan blanco! ¡Y observa cómo se encorva cual si fuera una serpiente en acecho de su víctima! ¡Ya asoma una gota en la punta! ¡Mira, Cielo Riveros! —¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra! ¡Cómo acomete! ¡Apenas puedo abarcarla! ¡ Me matáis con estos besos, me sorbéis la vida! El señor Verbouc hizo un movimiento hacia adelante, y en el mismo momento puso al descubierto su propia arma, erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la cabeza. Los ojos de Cielo Riveros se iluminaron ante el prospecto. —Tenemos que establecer un orden para nuestros placeres, Cielo Riveros —dijo su tío—. Debemos prolongar lo más que nos sea posible nuestros éxtasis. Ambrosio es desenfrenado. ¡Qué espléndido animal es! ¡Hay que ver qué miembro! ;Está dotado como un garañón! ¡Ah, sobrinita mía, mi criatura, con eso va a dilatar tu rendija. La hundirá hasta tus entrañas, ¡y tras de una buena carrera descargará un torrente de leche para placer tuyo! —¡Qué gusto! —murmuró Cielo Riveros—. Anhelo recibirlo hasta mi cintura. Sí, sí. No apresuremos el delicioso final; trabajemos todos para ello. Hubiera dicho algo más, pero en aquel momento la roja punta del rígido miembro del señor Verbouc entró en su boca. Con la mayor avidez Cielo Riveros recibió el duro y palpitante objeto entre sus labios de coral, y admitió tanto como pudo de ella. Comenzó a lamer alrededor con su lengua, y hasta trató de introducirla en la roja abertura de la extremidad. Estaba excitada hasta el frenesí. Sus mejillas ardían, su respiración iba y venía con ansiedad espasmódica. Se aferró más aún al miembro del lúbrico sacerdote, y su juvenil estrecho coño palpitaba de placer anticipado. Hubiera querido continuar cosquilleando, frotando y excitando el henchido tronco del lascivo Ambrosio, pero el fornido sacerdote le hizo seña de que se detuviera. —Aguarda un momento, Cielo Riveros —suspiró—, vas a hacer que me venga. Cielo Riveros soltó el enorme dardo blanco y se echó hacia atrás, de manera que su tío pudo accionar despaciosamente hacia dentro y hacia fuera de su boca, sin que la mirada de ella dejara por un solo momento de prestar ansiosamente atención a las extraordinarias dimensiones del miembro de Ambrosio. Nunca había gustado Cielo Riveros con tanto deleite de un pene, corno ahora estaba disfrutando el respetable miembro de su tío. Por tal razón aplicó sus labios al mismo con la mayor fruición, sorbiendo morbosamente la secreción que de vez en cuando exudaba la punta. El señor Verbouc estaba arrobado con sus atentos servicios. A continuación el cura se arrodilló, y pasando la rasurada cabeza por entre las piernas de Verbouc, que estaba de pie ante su sobrina, abrió los rollizos muslos de ésta para apartar después con sus dedos los rojos labios de su vulva, e introducir su lengua hacia dentro, al tiempo que con sus gruesos labios cubría sus juveniles y excitadas partes. Cielo Riveros se estremecía de placer. Su tío se puso aún más rígido, y empujó fuertemente dentro de la Cielo Riveros boca de la muchacha, la cual tomó sus testículos entre sus manos para estrujarlos con suavidad. Retiró hacía atrás la piel del ardiente tronco, y reanudó su succión con evidente deleite. — Vente ya! —dijo Cielo Riveros, abandonando por un momento la viscosa cabeza con objeto de poder hablar y tomar aliento—. ¡Vente, tío! ¡Me agrada tanto saborearlo! —Podrás hacerlo, queridita, pero todavía no. No debemos ir tan aprisa. —¡Oh, cómo me mama! ¡Cómo me lame su lengua! ¡Estoy ardiendo! ¡Me mata! —¡Ah, Cielo Riveros! Ahora no sientes más que placer: te has reconciliado con los goces de nuestros contactos incestuosos. —De veras que sí, querido tío. Ponme tu carajo de nuevo en la boca. —Todavía no, Cielo Riveros, amor mío.—No me hagas aguardar demasiado. Me estáis enloqueciendo. ¡Padre! ¡Padre! ¡Oh, ya viene hacia mí, se prepara para joderme! ¡Dios santo, qué carajo! ¡Piedad! ¡Me partirá en dos! Entretanto Ambrosio, enardecido por el delicioso jugueteo con el que estuvo entretenido, devino demasiado excitado para permanecer como estaba, y aprovechando la oportunidad de una momentánea retirada de Verbouc, se puso de píe y tumbó sobre sus espaldas, en el blando sofá, a la hermosa muchacha. Verbouc tomó en su mano el formidable pene del santo padre, le dio un par de sacudidas preliminares, retiro la piel que rodeaba su cabeza en forma de huevo, y encaminando la punta anchurosa y ardiente hacia la rosada hendedura, la empujó vigorosamente dentro del vientre de ella. La humedad que lubricaba las partes nobles de la criatura facilitó la entrada de la cabeza y la parte delantera, y el arma del sacerdote pronto quedó sumida. Siguieron fuertes embestidas, y con brutal lujuria reflejada en el rostro, y escasa piedad por la juventud de su víctima, Ambrosio la ensartó. La excitación de Cielo Riveros superaba el dolor, por lo que se abrió de piernas hasta donde le fue posible para permitirle regodearse según su deseo en la posesión de su belleza. Un ahogado lamento escapó de los entreabiertos labios de Cielo Riveros cuando sintió aquella gran arma, dura como el hierro, presionando su matriz, y dilatándola con su gran tamaño. El señor Verbouc no perdía detalle del lujurioso espectáculo que se ofrecía a su vista, y se mantuvo al efecto cerca de la excitada pareja. En un momento dado depositó su poco menos vigoroso miembro en la mano convulsa de su sobrina. Ambrosio, tan pronto como se sintió firmemente alojado en el lindo cuerpo que estaba debajo de él, refrenó su ansiedad. Llamando en auxilio suyo el extraordinario poder de autocontrol con el que estaba dotado, pasó sus manos temblorosas sobre las caderas de la muchacha, y apartando sus ropas descubrió su velludo vientre, con el que a cada sacudida frotaba el mullido monte de ella. De pronto el sacerdote aceleró su trabajo. Con poderosas y rítmicas embestidas se enterraba en el tierno cuerpo que yacía debajo de él. Apretó fuertemente hacia adelante, y Cielo Riveros enlazó sus blancos brazos en torno a su musculoso cuello. Sus testículos golpeaban las rechonchas posaderas de ella, su instrumento había penetrado hasta los pelos que, negros y rizados, cubrían por completo el sexo de ella. —Ahora lo tiene. Observa, Verbouc, a tu sobrina. Ve cómo disfruta los ritos eclesiásticos. ¡Ah, qué placer! ¡Cómo me mordisquen con su estrecho coñito! —¡Oh, querido, querido…! ¡Oh, buen padre, jodedme! Me estoy viniendo. ¡Empujad! ¡Empujad! Matadme con él, si gustáis, pero no dejéis de moveros! ¡Así! ¡Oh! ¡Cielos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuán grande es! ¡Cómo se adentra en mí! El canapé crujía a causa de sus rápidas sacudidas.—¡Oh. Dios! —gritó Cielo Riveros—. ¡Me está matando.., realmente es demasiado… Me muero… Me estoy viniendo! Y dejando escapar un grito abogado, la muchacha se vino, inundando el grueso miembro que tan deliciosamente la estaba jodiendo. El largo pene engruesó y se enardeció todavía más. También la bola que lo remataba se hinchó, y todo el tremendo aparato parecía que iba a estallar de lujuria. La joven Cielo Riveros susurraba frases incoherentes, de las que sólo se entendía la palabra joder. Ambrosio, también completamente enardecido, y sintiendo su enorme yerga atrapada en las juveniles carnes de la muchacha, no pudo aguantar más, y agarrando las nalgas de Cielo Riveros con ambas manos, empujó hacia el interior toda la tremenda longitud de su miembro y descargó, arrojando los espesos chorros de su fluido, uno tras otro, muy adentro de su compañera de juego. Un bramido como de bestia salvaje escapó de su pecho a medida que arrojaba su cálida leche. —¡Oh, ya viene! ¡Me está inundando! ¡La siento! ¡Ah, qué delicia! Mientras tanto el carajo del sacerdote, bien hundido en el cuerpo de Cielo Riveros, seguía emitiendo por su henchida cabeza el semen perlino que inundaba la juvenil matriz de ella. —¡Ah, qué cantidad me estáis dando! —comentó Cielo Riveros, mientras se bamboleaba sobre sus pies, y sentía correr en todas direcciones, piernas abajo, el cálido fluido—. ¡Cuán blanco y viscoso es! Esta era exactamente la situación que más ansiosamente esperaba el tío, y por lo tanto procedió sosegadamente a aprovecharla. Miró sus lindas medias de seda empapadas, metió sus dedos entre los rojos labios de su coño, embarró el semen exudado sobre su lampiño sexo. Seguidamente, colocando a su sobrina adecuadamente frente a él, Verbouc exhibió una vez más su tieso y peludo campeón, y excitado por las excepcionales escenas que tanto le habían deleitado, contempló con ansioso celo las tiernas partes de la joven Cielo Riveros, completamente cubiertas como estaban por las descargas del sacerdote, y exudando todavía espesas y copiosas gotas de su prolífico fluido. Cielo Riveros, obedeciendo a sus deseos, abrió lo más posible sus piernas. Su tío colocó ansiosamente su desnuda persona entre los rollizos muslos de la joven. —Estate quieta, mi querida sobrina. Mí carajo no es tan gordo ni tan largo como el del padre Ambrosio, pero sé muy bien cómo joder, y podrás comprobar sí la leche de tu tío no es tan espesa y pungente como la de cualquier eclesiástico. Ve cómo estoy de envarado. ..—¡Y cómo me haces esperar! —dijo Cielo Riveros—. Veo tu querida yerga aguardando turno. ¡Cuán roja se ve! ¡Empújame, querido tío! Ya estoy lista de nuevo, y el buen padre Ambrosio te ha aceitado bien el camino. El duro miembro tocó con su enrojecida cabeza los abiertos labios, todavía completamente resbalosos, y su punta se afianzó con firmeza. Luego comenzó a penetrar el miembro propiamente dicho, y tras unas cuantas embestidas firmes aquel ejemplar pariente se había adentrado hasta los testículos en el vientre de su sobrina, solazándose lujuriosamente entre el tufo que evidenciaba sus anteriores e impías venidas con el padre.—Querido tío —exclamó la muchacha—. Acuérdate de quién estás jodiendo. No se trata de una extraña, es la hija de tu hermano, tu propia sobrina. Jódeme bien, entonces, tío. Entrégame todo el poder de tu vigoroso carajo. ¡Jódeme! ¡Jódeme hasta que tu incestuosa leche se derrame en mi interior! ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh! Y sin poderse contener ante el conjuro de sus propias ideas lujuriosas, Cielo Riveros se entregó a la más desenfrenada sensualidad, con gran deleite de su tío. El vigoroso hombre, gozando la satisfacción de su lujuria preferida, se dedicó a efectuar una serie de rápidas y poderosas embestidas. No obstante lo anegada que se encontraba, la vulva de su linda oponente era de por sí pequeña, y lo bastante estrecha para pellizcarle deliciosamente en la abertura, y provocar así que su placer aumentara rápidamente. Verbouc se alzó para lanzarse con rabia dentro del cuerpo de ella, y la hermosa joven se asió con el apremio de una lujuria todavía no saciada. Su yerga engrosó y se endureció todavía más. El cosquilleo se hizo pronto casi insoportable. Cielo Riveros se entregó por entero al placer del acto incestuoso, hasta que el señor Verbouc, dejando escapar un suspiro, se vino dentro de su sobrina, inundando de nuevo la matriz de ella con su cálido fluido. Cielo Riveros llegó también al éxtasis, y al propio tiempo que recibía la poderosa inyección, placenteramente acogida, derramaba una no menos ardiente prueba de su goce. Habiéndose así completado eí acto, se le dio tiempo a Cielo Riveros para hacer sus abluciones, y después, tras de apurar un tonificante vaso lleno de vino hasta los bordes, se sentaron los tres para concertar un diabólico plan para la violación y el goce de la Cielo Riveros Julia Delmont. Cielo Riveros confesó que el señor Delmont la deseaba, y que evidentemente estaba en espera de la oportunidad para encaminar las cosas hacia la satisfacción de su capricho. Por su parte, el padre Ambrosio confesó que su miembro se enderezaba a la sola mención del nombre de la muchacha. La había confesado, y admitió jocosamente que durante la ceremonia no había podido controlar sus manos, ya que su simple aliento despertaba en él ansías sensuales incontenibles. El señor Verbouc declaró que estaba igualmente ansioso de proporcionarse solaz en sus dulces encantos, cuya sola descripción lo enloquecía. Pero el problema estaba en cómo poner en marcha el plan. —Si la violara sin preparación, la destrozaría —exclamó el padre Ambrosio, exhibiendo una vez más su rubicunda máquina, todavía rezumando las pruebas de su último goce, que aún no había enjugado. —Yo no puedo gozarla primero. Necesito la excitación de una copulación previa — objetó Verbouc. Memorias De Una Pulga Página 61 de 113 —Me gustaría ver a la muchacha bien violada —dijo Cielo Riveros—. Observaría la operación con deleite, y cuando el padre Ambrosio hubiese introducido su enorme cosa en el interior de ella, tú podrías hacer lo mismo conmigo para compensarme el obsequio que le haríamos a la linda Julia. —Sí, esa combinación podría resultar deliciosa. —¿Qué habrá que hacer? —inquirió Cielo Riveros—. ¡Madre santa, cuán tiesa está de nuevo vuestra yerga, querido padre Ambrosio! —Se me ocurre una idea que sólo de pensar en ella me provoca una violenta erección. Puesta en práctica sería el colmo de la lujuria, y por lo tanto del placer. —Veamos de qué se trata —exclamaron los otros dos al Unísono. —Aguardad un poco —dijo el santo varón, mientras Cielo Riveros desnudaba la roja cabeza de su instrumento para cosquillear cn el húmedo orificio con la punta de su lengua. —Escuchadme bien —dijo Ambrosio—. El señor Delmont está enamorado de Cielo Riveros. Nosotros lo estamos de su hija, y a esta criatura que ahora me está chupando el cara jo le gustaría ver a la tierna Julia ensartada en él hasta lo más hondo de sus órganos vitales, con el único y lujurioso afán de proporcionarse una dosis extra de placer. Hasta aquí todos estamos de acuerdo. Ahora prestadme atención, y tú, Cielo Riveros, deja en paz mí instrumento. He aquí mi plan: me consta que la pequeña Julia no es insensible a sus instintos animales. En efecto, ese diablito siente ya la comezón de la carne. Un poco de persuasión y Otro poco de astucia pueden hacer el resto. Julia accederá a que se le alivien esas angustias del apetito carnal. Cielo Riveros debe alentaría al efecto. Entretanto la misma Cielo Riveros inducirá al señor Delmont a ser más atrevido. Le permitirá que se le declare, si así lo desea él. En realidad, ello es indispensable para que el plan resulte. Ese será el momento en que debo intervenir yo. Le sugeriré a Delmont que el señor Verbouc es un hombre por encima de los prejuicios vulgares, y que por cierta suma de dinero estará conforme en entregarle a su hermosa y virginal sobrina para que sacie sus apetitos. —No alcanzo a entenderlo bien —comentó Cielo Riveros. —No veo el objeto —intervino Verbouc—. Ello no nos aproximará más a la consumación de nuestro plan. —Aguardad un momento —continuó el buen padre—. Hasta este momento todos hemos estado de acuerdo. Ahora Cielo Riveros será vendida a Delmont. Se le permitirá que satisfaga secretamente sus deseos en los hermosos encantos de ella. Pero la víctima no deberá verlo a él, ni él a ella, a.—fin de guardar las apariencias. Se le introducirá en una alcoba agradable, podrá ver el cuerpo totalmente desnudo de una encantadora mujer, se le hará saber que se trata de su víctima, y que puede gozarla. —¿Yo? —interrumpió Cielo Riveros—. ¿Para qué todo este misterio? El padre Ambrosio sonrió malévolamente. —Ya lo sabrás, Cielo Riveros, ten paciencia. Lo que deseamos es disfrutar de Julia Delmont, y lo que el señor Delmont quiere es disfrutar de tu persona. Únicamente podemos alcanzar nuestro objetivo evitando al propio tiempo toda posibilidad de escándalo. Es preciso que el señor Delmont sea silenciado, pues de lo contrario podríamos resultar perjudicados por la violación de su hija. Mi propósito es que el lascivo señor Delmont viole a su propia hija, en lugar de a Cielo Riveros, y que una vez que de esta suerte nos haya abierto el camino, podamos nosotros entregarnos a la satisfacción de nuestra lujuria. Si Delmont cae en la trampa, podremos revelarle el incesto cometido, y recompensárselo con la verdadera posesión de Cielo Riveros, a cambio de la persona de su hija, o bien actuar de acuerdo con las circunstancias. —¡Oh, casi me estoy viniendo ya! —gritó el señor Verbouc—. ¡Mi arma está que arde! ¡Qué trampa! ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Ambos hombres se levantaron, y Cielo Riveros se vio envuelta en sus abrazos. Dos duros y largos dardos se incrustaban contra su gentil cuerpo a medida que la trasladaban al canapé. Ambrosio se tumbó sobre sus espaldas, Cielo Riveros se le montó encima, y tomó su pene de semental entre las manos para llevárselo a la vulva. El señor Verbouc contemplaba la escena. Cielo Riveros se dejó caer lo bastante para que la enorme arma se adentrara por completo; luego se acomodó encima del ardiente sacerdote, y comenzó una deliciosa serie de movimientos Ondulatorios. El señor Verbouc contemplaba sus hermosas nalgas subir y bajar, abriéndose y cerrándose a cada sucesiva embestida. Ambrosio se había adentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus grandes testículos estaban pegados debajo de ella, y los gruesos labios de Cielo Riveros llegaban a ellos cada vez que la muchacha se dejaba caer. El espectáculo le sentó muy bien a Verbouc. El virtuoso tío se subió al canapé, dirigió su largo y henchido pene hacia el trasero de Cielo Riveros, y sin gran dificultad consiguió enterrarlo por completo hasta sus entrañas. El culito de su sobrina era ancho y suave como un guante, y la piel de las nalgas blanca como el alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la menor atención a estos detalles. Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha compresión del músculo del pequeño orificio de entrada como algo exquisito. Los dos carajos se frotaban mutuamente, sólo separados por una tenue membrana. Cielo Riveros experimentaba los enloquecedores efectos de este doble deleite. Tras una terrible excitación llegaron los transportes finales conducentes al alivio, y chorros de leche inundaron a la grácil Cielo Riveros. Después Ambrosio descargó por dos veces en la boca de Cielo Riveros, en la que también vertió luego su tío su incestuoso fluido, y asi terminó la sesión. La forma en que Cielo Riveros realizó sus funciones fue tal, que mereció sinceros encomios de sus dos compañeros. Sentada en el canto de una silla, se colocó frente a ambos de manera que los tiesos miembros de uno y otro quedaron a nivel con sus labios de coral, Luego, tomando entre sus labios el aterciopelado glande, aplicó ambas manos a frotar, cosquillear y excitar el falo y sus apéndices. De esta manera puso en acción en todo el poder nervioso de los miembros de sus compañeros de juego, que, con sus miembros distendidos a su máximo, pudieron gozar del lascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Cielo Riveros se hicieron irresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta fueron inundadas con chorros de semen. La pequeña glotona los bebió por completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena, si hubiera tenido oportunidad para ello. CIELO RIVEROS SEGUIA PROPORCIONANDOME EL MAS delicioso de los alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y ligeramente irregular. Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a sus deleites sexuales. Pronto pudo verse que la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma desempeñó su papel. No tardó mucho en encontrarse Cielo Riveros en la mansión del se-flor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él. El señor Delmont advirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o estaba bien dispuesta a alentarías. El señor Delmont había ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Cielo Riveros y, como por accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él. Lo que Cielo Riveros podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Cielo Riveros no dejó de experimentar otro similar de placer sensual. El enamorado señor Delmont la atrajo suavemente necia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Cielo Riveros sobre el duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que h excitación podría ser demasiado rápida. Cielo Riveros se atuvo estrictamente a su papel en todo momento :era una muchacha inocente y recatada. El señor Delmont, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos ae Cielo Riveros, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo. Cielo Riveros lo rechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente—¡Oh, qué atrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo caso nunca antes de… Cielo Riveros dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba. El señor Delmont era tan curioso como enamoradizo. —¿Antes de qué. Cielo Riveros? —¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo han hecho olvidar. —¿Olvidar qué? —Algo de lo que me ha hablado a menudo mi tío —contestó sencillamente Cielo Riveros. —¿Pero qué es? ¡Dímelo! —No me atrevo. Además, no entiendo lo que significa. —Te lo explicaré si me dices de qué se trata. —¿Me promete no contarlo? – Desde luego. —Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que permitir que me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho por ello. ~¿Dijo eso, realmente? —Sí, claro que sí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchos caballeros ricos que pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido como para dejar perder semejante oportunidad. —Realmente, Cielo Riveros, tu tío es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre de esa clase. —Pues sí que lo es —gritó Cielo Riveros—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yo apenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender mi doncellez. —¿Es posible? —pensó Delmont—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo para los negocios ha de tener! Cuanto más pensaba el señor Delmont acerca de ello, más convencido estaba de la verdad que encerraba la ingenua explicación dada por Cielo Riveros. Estaba en venta, y él iba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a ser descubierto y castigado por sus relaciones secretas. Antes, empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de su hija Julia. y, aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de Cielo Riveros y componer sus ropas debidamente. Cielo Riveros dio pronto una excusa y regresó a su hogar, dejando que los acontecimientos siguieran su curso. El camino emprendido por la linda muchachita pasaba a través de praderas, y era un camino de carretas que salía al camino real muy cerca de la residencia de su tío. En esta ocasión había caído ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvas pronunciadas, y a medida que Cielo Riveros seguía camino adelante se entretenía en contemplar el ganado que pastaba en los alrededores. Llegó a un punto en el que el camino estaba bordeado por árboles, y donde tina serie de troncos en línea recta separaba la carretera propiamente dicha del sendero para peatones. En las praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la siembra, entretenidas en interesantes coloquios. Al otro lado del camino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vio algo que la asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua. Evidentemente el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle alcance no lejos de donde se encontraba Cielo Riveros. Pero lo que más sorprendió y espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y que de vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra. Esta debía haber advertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido y permanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor. El macho estaba demasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembra y trató de introducir su instrumento. Cielo Riveros contemplaba el espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las partes posteriores de la hembra. Decir que sus sentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultado natural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la mirada para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras una carrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Cielo Riveros dirigió a éste una golosa mirada, concibiendo la insania de apoderarse de él para darse gusto a sí misma. Obsesionada con tal idea, Cielo Riveros comprendió que tenía que hacer algo para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino, pero apenas había avanzado una docena de pasos cuando su mirada tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión. Precisamente frente a ella se encontraba un joven rústico de unos dieciocho años, de facciones Cielo Riveross, aunque de expresión bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles 

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